ARTE CON LÍMITES
Año 2006. Nicanor Parra se anima a exponer sus piezas visuales, a las que llama “artefactos”, en una gran muestra levantada en el Centro Cultural Palacio La Moneda. “Obras públicas” se tituló la exposición, y de ella formaba parte una instalación bautizada como “El pago de Chile”: Las imágenes de todos los ex presidentes impresas sobre cartón, recortadas y colgadas del cuello, como una gran horca colectiva. Llamativo, gracioso, irreverente, ruidoso, quizás polémico... Como es Parra, a fin de cuentas.
Sin embargo, la polvareda surgió incluso antes de la apertura, y se emplearon toda clase de excusas para taponear lo obvio: que algunos preferían que esa obra simplemente no estuviera ahí, de acuerdo nada más que con sus intereses y convicciones, escondidas bajo argumentos forzados relacionados con lo colectivo.
Como haya sido, el fondo de esa acción no cambia. Su nombre fue, es y seguirá siendo el mismo: censura.
“¿En serio? ¿En pleno año 2006?”, nos preguntamos muchos entonces, tras haber asumido que el siglo XXI nos limpiaría de males como aquél, y dando por hecho que en las temporadas venideras serían simplemente un recuerdo.
Pero no. La censura y sus parientes cercanos -como el silencio y la retractación, cuando están motivados por el miedo o por la ilusión de que es posible hacer tortillas sin quebrar huevos- siguen operando más de una década después, y quizás hasta cuándo.
La instalación “Izquierda y Derecha”, expuesta en estos días en la sala de Fundación Telefónica, es la última prueba al respecto, gracias a un pushing ball con el rostro de Nicolás Maduro que fue retirado de la serie. La razón esgrimida fue la agresividad y negatividad que parte del público visitante volcó contra la pieza.
¿Pero acaso no se trataba de eso, precisamente? ¿Para qué estaba el objeto ahí, sino para aguijonear a sus
“La actividad artística no está para ponerse parches antes de las heridas, ni para negarse licencias con algunos y permitírselas con otros”
observadores, incitar en ellos una reacción, derivada de la exposición mediada y caricaturesca de un conflicto flagrante? ¿No es ése un propósito del arte en sí mismo, finalmente?
La actividad artística no está para ponerse parches antes de las heridas, ni para negarse licencias con unos y permitírselas con otros, a partir de razones tan cómodas como la lejanía geográfica y cultural, o la corrección política (los pushing balls de Kim JongUn y Donald Trump siguen perfectamente colgados en sus sitios). Menos cuando la exposición que la enmarca se atreve a hacer uso del título “Sin límites”.
El trabajo del cubano Antuán Rodríguez, entonces, cumplió a cabalidad su objetivo: Fue audaz, remecedor, irreverente, hizo patente una realidad, y escarbó en la herida abierta de una nación y un continente, de forma activa y reflexiva a la vez. Y eso, más que retirarlo, amerita aplaudirlo y recomendarlo.