Institucionalidad, ética y responsabilidad,
Las crisis sociales corresponden siempre a carencias de virtudes vividas, de ausencia de hombres y mujeres que las encarnen.
ES SABIDO que la vida societaria es imposible sin una institucionalidad constituida en tradición sólida y estable. Las instituciones en una sociedad política son un medio necesario para dar a esta última forma, cauce, un ethos, un modo de ser. Y, acorde con los requerimientos de la condición humana, tal institucionalidad debe propender permanentemente al desarrollo del cuerpo social, propiciando las condiciones para que las personas que la componen puedan crecer, perfeccionarse y encaminarse hacia su plenitud integral.
Entendida esta dimensión del asunto se torna más evidente la radical importancia que reviste cuidar la salud de la institucionalidad fundamental de la nación. Efectuando una primera analogía con la biología humana se podría decir que ella conforma el esqueleto del cuerpo social; le da su estructura. Más aún, extendiendo la similitud, al mismo tiempo constituye parte esencial de sus sistemas nervioso, sanguíneo y linfático; por sus canales están llamados a fluir los elementos vitales imprescindibles para su existencia.
Por eso, cabe insistir en que el proceso de decaimiento moral, deterioro de las instituciones y consiguiente pérdida de la confianza en las mismas por parte de la población, es un fenómeno que reviste la mayor gravedad para los destinos de Chile. Tarde o temprano el daño progresivo que de esta forma se va generando termina por conducir a una etapa de muy difícil retroceso, esto es, el de la franca descomposición del orden social. Basta mirar la cercana realidad latinoamericana reciente y alguna etapa del pasado de la patria para darse cuenta de que lo aquí expuesto no tiene viso alguno de exageración.
La situación debe preocupar todavía más porque, en principio, cuando las instituciones decaen siempre queda el recurso, en los distintos ámbitos de la sociedad, de recurrir a parte de las élites dirigentes. Pero, en el caso de Chile también estas se encuentran en creciente entredicho de autoridad, prestigio y ascendiente. Actualmente es frecuente escuchar críticas ácidas o, al menos, que se planteen frente a ellas posiciones decididamente escépticas e indiferentes.
No obstante que el panorama dibujado tiene un carácter som- brío, en cambio no parece pecar precisamente de irrealista. Con todo, un análisis y un juicio equilibrados parecieran impulsar a pensar que todavía se está en un momento en el cual es posible frenar y revertir la espiral negativa en la que ha entrado la sociedad. Por la misma razón, urge una actitud realista que, una vez efectuado el análisis, conduzca al plan y a la acción.
AUN CONCORDANDO con el diagnóstico formulado en estas líneas, más de algún lector se podrá preguntar: ¿qué se puede hacer ante el fenómeno de degradación moral e institucional en desarrollo? La respuesta, tal vez la única, es que cada chileno consciente de la coyuntura que se enfrenta debe prepararse para actuar y proceder en consecuencia. ¿Y cómo?, ¿de qué manera? Asumiendo todas las responsabilidades que sea posible llevar a buen puerto, en aquellas esferas donde naturalmente puede influir en aras del bien común. ¿Cuáles son estas? El trabajo, la actividad empresarial, las asociaciones gremiales, los colegios profesionales, los centros de padres, los medios de comunicación, la universidad, las asociaciones estudiantiles, los grupos de análisis y estudio, los clubes deportivos, los ámbitos de vida social, artística, cultural, etcétera. Es decir, participando activamente donde se despliega permanentemente la trama vital de la comunidad humana. Por supuesto, preferentemente donde bajo ningún respecto se puede claudicar: en la familia. Y para quien pueda, aun a costa de sacrificios personales, en puestos de servicio público. Finalmente, si se tiene la posibilidad, las mínimas condiciones y cierto grado de vocación, también en la política activa; ¿por qué no?
Las crisis sociales, declaradas o en ciernes, corresponden siempre a carencias de virtudes vividas, de ausencia de hombres y mujeres que las encarnen efectivamente. Son, asimismo, fruto de la falta de auténticos líderes volcados al servicio de los demás, preocupados por el bien común allí donde estén y en la medida que el lugar donde se encuentren lo permita.
Se suele sostener también, y con fundamento, que toda crisis abre una oportunidad. En Chile actual esta estriba en que sus ciudadanos rompan la inercia, dejen la comodidad, no se dejen amedrentar por las fuerzas del permisivismo y la tolerancia mal entendida y tomen la bandera del bien; esto es, asuman el liderazgo social y moral que les corresponde. Solo así se preservarán fuertes la vida societaria y las instituciones fundamentales de la nación. Cada vez con mayor claridad, este parece no ser un desafío para mañana ni para los demás, sino para uno mismo y para hoy. No vaya a ser que más tarde únicamente quepa lamentar la propia indiferencia asociada a una pasividad consciente y, por lo mismo, culpable.