Chile, en otoño
Ha habido un utopismo liberal que ha sido dañino, porque ignora los duros desafíos de la libertad y la necesidad de coexistir.
jóvenes marxistas revolucionarios a liberales ya más entrados en años y en razón. Hacia el final del acto nos preguntaron si nuestro relato acerca de las desventuras de nuestras ideas revolucionarias juveniles implicaba que ellos, los jóvenes de hoy, debían dejar de luchar por un mundo mejor.
La respuesta que di fue un tajante no. Ser joven implica justamente eso: una mirada crítica sobre el mundo en el que se ha nacido y una rebeldía frente a todo aquello que innecesariamente nos empequeñece y limita como seres humanos. Los jóvenes deben soñar e indignarse, es su deber para no traicionar su condición natural. Si en lugar de ello tuviésemos una juventud conformista o resignada, entonces el progreso se detendría y el futuro no sería más que una monótona repetición del pasado. Ante ello, la cuestión es cómo se canaliza ese impulso vital para que no se torne contraproducente y destructivo, como lo fue en nuestro caso.
Responder a ello es el gran desafío que tenemos por delante todos aquellos que no nos resignamos a dejar que los utopismos mesiánicos y los extremismos se apoderen del ímpetu rebelde de nuestra juventud. Ese fue el drama de 2011 y lo sigue siendo hoy: a falta de alternativas atractivas la energía renovadora de la primera generación posdictadura terminó dinamizando discursos confrontacionales y antisistema.
La segunda pregunta fue plantea- da durante un encuentro con un numeroso grupo de estudiantes en la Universidad de Talca, donde llegamos con lluvia y en la entrada del local de reunión pudimos contemplar una especie de diario mural de la Juventud Guevarista dirigido contra nosotros. En todo caso, el diálogo fue intenso y una de las inquietudes planteadas tocó el tema del liberalismo de una manera muy interesante: ¿no será que ustedes han dejado una fe utópica (el marxismo) para abrazar otra (el liberalismo)? que nos expone constantemente a una desafiante inseguridad.
La tercera pregunta que no olvido fue planteada en Chillán, ciudad donde por la mañana tuvimos una emotiva reunión con vecinos de la Villa Los Evangelistas y por la tarde presentamos nuestro libro ante un público que llenó el Centro de Extensión Cultural Alfonso Lagos. En la conversación que siguió a la presentación yo conté de mi experiencia sueca y del notable sentido de comunidad que caracteriza a los nórdicos, que los hace ser profundamente solidarios entre sí y los lleva a buscar intensamente el consenso y la unidad. Ante ello alguien me preguntó por qué ello no se daba entre nosotros, donde, por el contrario, tendían a imperar el disenso y la rencilla, y cada uno se encerraba en lo suyo sin que el resto le importase mucho. Tratando de responder a esta pregunta aludí más que a la cultura imperante a las condiciones sociales que la forman. La historia de las sociedades escandinavas, especialmente Suecia y Noruega, se ha caracterizado por un gran igualitarismo y una fuerte cohesión social. Su base ha sido una notable homogeneidad étnica y el predominio de un campesinado libre y propietario de su tierra. Eso permitió constituir una sociedad-comunidad tan distinta de nuestras sociedades latinoamericanas, hijas de la Conquista, la discriminación étnico-racial y el latifundio. La desigualdad más profunda y lacerante ha sido nuestro signo y nuestro estigma, y todavía lo sigue siendo. Por ello tendemos a desunirnos y a ignorar el padecimiento ajeno, a la vez que nos corroen los resentimientos y los complejos.
Bueno, de ello y mucho más hablamos recorriendo esos paisajes maravillosos que hoy evoco, a la distancia, con una nostalgia que casi se transforma en melancolía al mezclarse con la preocupación y la pena.