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Cuando en Chile leemos nuestro pasado desde la opinión dominante, la historia se vuelve muda ante nuestro presente.
En “Los abusos de la memoria”, Tzvetan Todorov resalta la ejemplaridad del caso de David Rousset, un ciudadano francés que, habiendo sido prisionero de los campos de concentración nazi, denunció la existencia de campos similares dentro de la Unión Soviética. Y no contento con eso, promovió activamente dentro de los antiguos deportados franceses la investigación de dicha práctica en el imperio comunista. Para muchos, las publicaciones y declaraciones de Rousset significaron una bomba: ¿por qué un miembro activo de la izquierda, antigua víctima del nazismo en Buchenwald, habría de llenar de injurias a los de su propio bando?
Dicha anécdota sirve a Todorov para ilustrar por qué, una vez que ya existe una opinión dominante asentada, es tan difícil salir de los esquemas preestablecidos. Pasó en Europa luego de la Segunda Guerra Mundial: la indudable gravedad y brutalidad de los crímenes del nazismo y la constitución de los Tribunales de Nuremberg con la URSS como juez, hizo que Hitler y los suyos ocuparan un lugar nítido que hacía imposible establecer cualquier comparación o semejanza, aunque fuera relativa con otros episodios históricos dolorosos.
Desde luego, la barbarie y extensión del nazismo, de sus campos y sus prácticas cruzaron cualquier límite conocido, pero ante esto, en vez de interrogar sus causas, muchas veces se esquiva cualquier intento de comprensión. De allí que, incluso hoy, no sea extraño encontrarse con la idea de que Hitler era un monstruo o una bestia única en su especie: que él queda fuera, al fin y al cabo, de cualquier comprensión humana. respuestas a ciertos temas tienden a estar encasilladas de antemano, y acompañadas de un vocabulario específico. Alguien que habla, por tanto, de “régimen militar” criticará duramente al INDH por ser partisano, no estará de acuerdo con ningún aspecto del Museo de la Memoria y los Derechos Humanos y pedirá que, al describir la violencia política ocurrida en Chile, se “contextualice” correctamente. Asimismo, los simpatizantes del término “dictadura” tenderán a considerar innecesario cualquier beneficio humanitario a los condenados por crímenes a los dere- chos humanos (a pesar de la edad y del estado de salud) y mirarán con lupa la actuación histórica de cualquier “cómplice pasivo”, pues no es posible haber colaborado de buena fe en el régimen de Pinochet. De ese modo, parte importante de nuestras discusiones se estructuran en torno a respuestas preconcebidas, pues sabemos qué opinión se tiene de acuerdo con la posición que los participantes ocupan en el debate político.
Nada de esto es inocuo. Cuando leemos nuestro pasado desde la opinión dominante, la historia se vuelve muda ante nuestro presente. De ahí que, como ha señalado David Rieff, la memoria no sea siempre una herramienta constructiva para el presente: puede tener un componente demoledor que, cuando no se sabe limitar, nos puede volver esclavos de las odiosidades del pasado. El desafío, por tanto, está en salir de los casilleros de nuestra historia, para que esta no someta a nuestro presente. En este sentido, el caso de los falsos exonerados, sobre todo por respeto a quienes sí sufrieron injusticias y vejaciones durante la dictadura, exige una reflexión más acabada y un tratamiento que esté a la altura de las circunstancias.