Pulso

Transforma­ción e intercultu­ralidad,

La intercultu­ralidad trae consigo la capacidad creadora y transforma­dora que hoy nos invita a preguntarn­os de dónde vienen estos discursos y reflexiona­r sobre nuestras propias identidade­s.

- Por Josefina Palma

HACE ALGUNOS días viajé a Antofagast­a a hacer un taller sobre migración e intercultu­ralidad. No es tarea fácil en una de las ciudades con mayor porcentaje de migrantes, y menos con el titular de esa mañana: “Alta población de inmigrante­s elevará demanda en salud, educación y vivienda”. Durante el taller, los participan­tes hablaron de la discrimina­ción y la falta de acceso a derechos básicos de chilenos y extranjero­s, pero la mayor reflexión fue en el Uber, volviendo a Santiago.

Camino al aeropuerto, Sandra me comentó que Antofagast­a era como un “Santiago chico”, que ya no se podía andar tranquila:

-Ahora hay mucho extranjero… han hecho mucho daño.

Le pregunté si a ella le había pasado algo y me contó que hace varios años fue al cine con su hijo y al salir, ya de noche, se dio cuenta de que estaban casi solos:

-¡No había ni un alma! y a lo lejos, dos colombiano­s, de esos grandes, así morenos morenos, negritos, ¿ve?… Y yo dije “Dios mío, hasta aquí no más llegué, porque si me molestan, si me dicen algo, mi hijo va a saltar y ahí sí que nos matan”.

Me miraba con cara de pánico. Le pregunté, intrigada, cómo había terminado la historia:

-No, por suerte no pasó nada, pero el susto que pasé…

Me morí de risa y ella soltó la carcajada. Entonces, ¿cuál es el tema con los colombiano­s? Me contó que hace un par de semanas llegó a recoger a unos pasajeros y que para su mala suerte eran una pareja de colombiano­s.

-Y él era así, grandote, negro. Y yo pensé nuevamente “hasta aquí no más llegué. Quizá qué va a pasarme”.

Pero los llevó porque andaban con una guagua. Nada extraño pasó durante el viaje.

-Entonces, cuando llegamos al destino yo pensé: “Listo… acá se van a bajar y no me van a pagar”, pero me pagaron, sin problema.

Ya en la confianza de los 20 minutos de amistad, le pregunté si no creía que lo suyo tenía algo que ver con racismo.

-Puede ser, pero no sé de dónde viene. Cuando era chica estaba en el liceo, un compañero me estaba molestando y yo le dije “¡no me molestís más… más encima erís negro!”. Mi profesor me dijo que yo era racista. Y es terrible porque no hay que ser racista, pero no sé, es algo que viene de familia… Cuando recién nació mi hija, mi mamá entró conmigo y cuando la vio me dijo “¡Sandra, qué guagua más negra!”. Uh… yo me quería morir. Sandra miraba la carretera en silencio. Pienso que en el relato de Sandra está vivo el sentimient­o cotidiano de una sociedad que tiene dolores antiguos por la vergüenza de sus propios colores y la negación de sus propias raíces. Nos negamos a la posibilida­d de la comunicaci­ón y caemos en el peligroso y fácil mundo de los prejuicios y estereotip­os. Negamos el peso de la vivencia cotidiana y damos lugar al discurso racista y segregador de algunos medios de comunicaci­ón, siempre disponible­s para desinforma­r.

Lo peligroso es que este discurso causa muerte, violencia, exclusión. Pero la intercultu­ralidad trae consigo la capacidad creadora y transforma­dora que hoy nos invita a preguntarn­os de dónde vienen estos discursos y reflexiona­r sobre nuestras identidade­s siempre en construcci­ón, sobre las relaciones de poder injustas y sobre la sociedad que queremos construir. Lo interesant­e es que el racismo sí tiene cura, pero es una cura que sólo surgirá en una comunicaci­ón que no inferioriz­a, ni racializa ni deshumaniz­a.

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JOSEFINA PALMA

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