Congreso, Estado y despilfarro
INVESTIGACIONES de diversos medios han puesto en el centro de la discusión las asesorías externas contratadas por el
Congreso. Este nuevo escándalo tiene, a lo menos, dos componentes. Un primer elemento es la actitud del cuerpo legislativo y sus integrantes, que de alguna manera parecen transmitir a los ciudadanos que, en su calidad de fiscalizadores del Ejecutivo, no están sujetos a fiscalización o control de ninguna especie. En la práctica, se confunde la independencia de un poder, o el uso discrecional de los recursos, con una noción de inmunidad. Los congresistas no son los únicos que han adoptado esta postura: el Poder Judicial se ha vuelto cada vez más intolerante ante las críticas a su gestión, confundiendo también un cuestionamiento legítimo con eventuales intentos por coartar su independencia. Un segundo elemento es el mal gasto de los recursos fiscales. De no ser por los millones de contribuyentes que pagan impuestos y otros tributos, el Estado no tendría dinero. Por esta sencilla razón no es irrelevante el uso y administración que se haga de los recursos públicos, siendo el mayor peligro de todos precisamente el mal gasto. Una democracia representativa, construida en torno a nociones como Estado de Derecho e imperio de la ley, debe abordar con seriedad el uso de los recursos fiscales. Una democracia sana y madura implica que los electores-contribuyentes tomen plena conciencia de que es su dinero el que se destina al presupuesto del gobierno, del Congreso y los tribunales y que, por tanto, tienen tanto el derecho como el deber de informarse sobre su destino. Asimismo, evitar una espiral de gasto público es una tarea de largo plazo, pues implica un cambio cultural respecto de cómo se emplean los recursos fiscales. También requiere aceptar que la responsabilidad fiscal es un componente central para un sistema que respete la dignidad y derechos de sus ciudadanos.