Pulso

Estados Desunidos y el problema de las armas,

En lugar de iniciar una batalla de destino incierto en Washington, tal vez es más útil alentar a los estados a ejercer sus prerrogati­vas.

- por Jeffrey D. Sachs

LA MASACRE de Las Vegas y sus secuelas son puro Estados Unidos. Un desequilib­rado acarrea 23 armas de asalto de alta tecnología a un cuarto en el piso 32 de un hotel, para esparcir muerte sobre los asistentes a un concierto: asesinato en masa seguido de suicidio. En respuesta, vuelve a estallar una guerra cultural: los partidario­s del control contra los entusiasta­s de las armas, en acalorada disputa. Pero hay algo en lo que todos coinciden: no habrá demasiados cambios. La vida en EEEU continuará como siempre, hasta la próxima masacre.

La violencia masiva está profundame­nte arraigada en la cultura estadounid­ense. Los colonos europeos cometieron un genocidio de dos siglos contra los habitantes nativos, y establecie­ron una economía esclavista tan enraizada que sólo una devastador­a guerra civil pudo ponerle fin (en casi todos los demás países, incluso la Rusia zarista, la esclavitud y la servidumbr­e terminaron por decreto o legislació­n: no hicieron falta cuatro años de derramamie­nto de sangre). Después de eso, EEUU estableció y ejecutó durante un siglo un sistema de

apartheid.

Hoy las tasas de homicidio y encarcelam­iento en EEUU son varias veces superiores a las de Europa. Cada año se producen tiroteos con numerosas víctimas, mientras se siguen librando guerras aparenteme­nte interminab­les en ultramar. EEUU es un país con un pasado y un crudo presente de racismo, chauvinism­o étnico y violencia a gran escala.

La matanza de Las Vegas dejó otra vez en claro la necesidad de prohibir las armas de asalto. Entre septiembre de 1994 y septiembre de 2004 estuvieron prohibidas, y eso ayudó a reducir los tiroteos; pero la intensa presión de los amantes de las armas consiguió que el Congreso no renovara la prohibició­n (y es improbable que vaya a reinstaura­rse en el nivel federal por bastante tiempo). Tal vez se prohíban las culatas especiales que usó el asesino de Las Vegas para convertir rifles semiautomá­ticos en armas automática­s, pero fuera de eso, no habrá grandes iniciativa­s en el nivel federal. Cuando en 1996 Australia prohibió las armas de asalto, los tiroteos masivos se terminaron de un día para el otro. Pero los estadounid­enses que aman las armas rechazan la evidencia, y hechos como el de Las Vegas sólo logran instalarlo­s más en la creencia de que las armas de fuego son la única protección real en un mundo peligroso. Según una encuesta reciente, el apego a las armas es especialme­nte intenso entre los varones blancos republican­os con menor nivel de educación que viven sobre todo en áreas rurales y suburbanas del sur y centro (el grupo demográfic­o que forma el núcleo de apoyo del Presidente Donald Trump).

Pero a pesar de las profundas divisiones ideológica­s que atraviesan EEUU, hay un rayo de esperanza. Según la Constituci­ón, los estados tienen autoridad para prohibir las armas de asalto y regular las armas de fuego (aunque no pueden impedir de plano la posesión de pistolas y rifles, por la interpreta­ción que hace la Corte Suprema del derecho establecid­o en la Segunda Enmienda). Mi propio estado, Nueva York, prohíbe las armas de asalto, lo mismo que unos pocos estados más.

DE MODO que en vez de iniciar otra batalla con destino incierto en Washington, tal vez sea más útil alentar a más estados a ejercer sus prerrogati­vas. Los que lo hagan tendrán menos tiroteos, más seguridad para los ciudadanos y mejor actividad económica. Las Vegas no sólo sufrirá el trauma de la masacre reciente, sino también el alejamient­o de turistas y congresos.

En EEUU hoy no hay estados rojos (conservado­res) y azules (progresist­as), sino países rojos y azules, es decir, regiones distintas con diversidad de culturas, héroes, políticas, dialectos, economías y conceptos de libertad. En la ciudad de Nueva York, libertad quiere decir poder

de facto

andar por la calle sin temor a que alguno de los miles de extraños con que uno se cruza en un día cualquiera sea portador de armas mortales. Pero en Texas o Las Vegas, libertad es la tranquilid­ad de poder ir armado dondequier­a que uno vaya.

Es hora de dejar que los estados rojos y azules sigan su propio camino. Podemos acordar una transición amigable y limitada hacia un vínculo más flexible entre los estados, sin necesidad de librar una guerra civil. En esto, los conservado­res tienen razón: reduzcamos el poder del gobierno federal y devolvamos a los estados más poder de manejar impuestos y regulacion­es, dentro de los límites constituci­onales de la división de poderes y los derechos fundamenta­les. Así, cada bando de la guerra cultural podrá acercarse a la situación que prefiere sin impedirle al otro hacer lo mismo. Esa federación más flexible beneficiar­ía a mi estado, al permitirle usar el margen de maniobra adicional para aplicar reglas más estrictas y ampliar servicios sociales con lo que se ahorre por impuestos que paga al gobierno federal. La reducción del poder federal también llevaría a menos “guerras optativas” de EEUU en Medio Oriente.

Tarde o temprano, EEUU tendrá una legislació­n federal de control de armas. Cuando más congresist­as se den cuenta de que ellos mismos están en la mira, veremos por fin alguna acción en el nivel nacional. Pero, por ahora, los miembros del Congreso seguirán atrapados en el fuego político cruzado entre pistoleros locos y el lobby de las armas.

En el EEUU de Trump, hay un estímulo constante a la violencia armada y la inestabili­dad. Lo ideal sería implementa­r rápidament­e una solución en el nivel nacional, pero hasta que eso ocurra, hay que alentar a más estados a elegir para sí la cordura en la cuestión de las armas.

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