Conflicto en Medio Oriente y efecto en cristianos libaneses
Opinión
LA SEMANA pasada el primer ministro sunita del
Líbano, Saad al Hariri, anunció desde el Hotel
Ritz de Riad que renunciaba a su cargo, alegando que Irán y
Hezbolá tenían un plan para asesinarlo. Las circunstancias y la forma en que dio a conocer su dimisión indicaron al Gobierno libanés que habría sido forzado por la monarquía saudita. Esta situación era previsible; en cuanto terminara la guerra contra el Estado Islámico, se exaltaría la guerra entre chiítas y sunitas, que se sustenta en la rivalidad entre Arabia Saudita e Irán por la hegemonía de la región. La ventaja estratégica iraní se hace evidente con la inminente continuidad territorial hasta Líbano y el acceso a Tartus, el puerto de salida al Mediterráneo.
De esta manera Irán ha logrado su objetivo al establecer una poderosa influencia política y comercial asociado al Gobierno iraquí, a los kurdos y al régimen sirio, ahondando su predominio político al sur de Líbano. Si no consiguen frenar la escalada, sería el inicio de una “guerra proxy” -tipo de conflicto que se produce cuando dos o más potencias utilizan a terceros como sustitutos, en vez de enfrentarse directamente-, la que comenzaría en Líbano, pero de imprevisibles consecuencias en la región. A su vez, el Presidente cristiano, Michel Aoun, admitió que Líbano atraviesa “una línea roja”: si el país es atacado será una guerra prolongada y dura, que puede terminar en guerra civil, como en Yemen, entre shiítas y sunitas, destruyendo el delicado equilibrio político en un país donde el enfrentamiento sectario siempre está latente. Cualquier conflicto entre musulmanes pone en peligro este sutil equilibrio y dejaría a los cristianos libaneses, y en especial a los maronitas, en una situación de extremo cuidado para su supervivencia.