Después no nos quejemos...
ENTRE 1986 y 1991 trabajé en el consultorio del Departamento de Asistencia Legal y Práctica Profesional de la UC en la ex Penitenciaría. Durante ese tiempo presencié el hacinamiento, condiciones de alimentación, salud e higiene de la población penal. Veintiocho años después, al leer el informe de la Corte Suprema sobre 53 penales, los términos se repiten dramáticamente: sobrepoblación, hacinamiento, largos encierros, privación de comida por muchas horas, falta de servicios higiénicos, de capacitación laboral y escasas o nulas posibilidades de reinserción. Sin duda algunos dirán que esta dramática situación se justifica, que las condiciones en que viven esas personas parecen ser la consecuencia de sus actos y una especie de retribución social al mal causado. Un deber de toda sociedad democrática es abstenerse de cometer las barbaridades que, autojustificadas, son recurso habitual de las dictaduras y totalitarismos y, por cierto, de los criminales. Las penas de privación de libertad consisten precisamente en la reducción del ser humano a espacios limitados, coartando posibilidades de decisión y autonomía, pero no pueden redundar en la destrucción y despojo de su integridad, salud y mínimo bienestar. Con la misma fuerza que abogamos por sanciones drásticas y oportunas que eviten la escalada delictual en Chile, esforcémonos en la creación de espacios de cumplimiento donde el ánimo criminal se supere con oportunidades laborales, educación y mayores esperanzas, sobre todo para los jóvenes que aún podemos salvar. Si no somos capaces de darnos cuenta de eso, después no nos quejemos.