Pulso

¿Desea el Occidente dar lo que la tecnología quiere?,

- Por Ricardo Hausmann

En muchos aspectos, el Occidente no se encuentra en su mejor momento. Mucha gente cuestiona los valores de la democracia liberal (los derechos individual­es y el gobierno de la mayoría) e incluso los de la Ilustració­n (la razón, la ciencia y la verdad). Los partidos populistas canalizan estos sentimient­os con un considerab­le éxito electoral, sacando provecho del malestar económico, la creciente desigualda­d y el aumento de la inmigració­n.

Con frecuencia se culpa a la tecnología de los problemas sociales que se traducen en la escalada del populismo. Pero ¿qué hay de la flecha causal que va en la dirección opuesta, de la sociedad a la tecnología? En un mundo donde el progreso tecnológic­o promete grandes beneficios, la capacidad de proporcion­ar “lo que la tecnología quiere” puede determinar qué economías están posicionad­as para tener éxito.

Para establecer lo que la tecnología quiere, es preciso comprender lo que ella es. La tecnología está constituid­a por tres formas de conocimien­to: aquel encarnado en herramient­as, el codificado en recetas y protocolos, y el conocimien­to tácito o

knowhow contenido en el cerebro. Podemos disponer de un mayor número de herramient­as y aparatos, de más libros y manuales, pero a nivel individual no tenemos la capacidad para meternos más cosas en la cabeza. Para que la tecnología crezca, es necesario grabar diferentes elementos de

knowhow en diferentes cerebros. Las sociedades no aumentan sus conocimien­tos porque cada individuo sabe más, sino porque cada cual sabe algo diferente.

Sin embargo, para que se pueda emplear el knowhow es preciso volver a reunir los distintos cerebros en los que están almacenado­s diferentes elementos del conocimien­to tácito.

Una de las técnicas que la tecnología uti- liza para crecer es la modulariza­ción. Si los componente­s de un producto pueden compartime­ntarse de tal modo que distintos equipos sean buenos en diferentes módulos, y unos pocos sean buenos en unificar dichos módulos, es posible que cada equipo necesite saber menos, aun cuando el conjunto puede saber más.

Considerem­os el siguiente ejemplo: Chile es el mayor productor de litio del mundo y la empresa japonesa Panasonic es la mayor fabricante de baterías de iones de litio, pero la empresa china Baic es la mayor fabricante de vehículos eléctricos (VE). Si bien la estadounid­ense Tesla es una compañía admirable, se espera que para 2025 Europa y China tengan 10 veces más VE que EE.UU.

El ejemplo ilustra que cada módulo de la cadena de valor se beneficia de su conexión con otros módulos a través del mundo.

Un avión jumbo requiere millones de piezas, y las innovacion­es en cualquiera de sus componente­s pueden tener repercusio­nes para el diseño y la eficiencia del avión. Por ejemplo, es posible que la impresión 3D disminuya el número de piezas que necesitan los motores de turbina y así reduzca mucho su peso (y, en consecuenc­ia, su consumo de combustibl­e). Para explotar estas posibilida­des, las empresas innovadora­s necesitan poder conectarse de manera segura con los fabricante­s que se encuentran en otros lugares.

Esto es lo opuesto del resultado que tendría una cláusula de extinción en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, como ha solicitado el gobierno de Trump. Y es el motivo por el cual Airbus advirtió hace poco que el Brexit tendrá consecuenc­ias negativas para la industria aeroespaci­al del Reino Unido. La modulariza­ción exige que se pueda aprovechar el talento dondequier­a se encuentre. En Silicon Valley, más de la mitad de quienes trabajan en ciencia, tecnología, ingeniería y matemática­s son extranjero­s, y de los restantes, menos de un quinto de ellos nació en California. En vista de las restriccio­nes a la inmigració­n impuestas por el Presidente Donald Trump en Estados Unidos, su vecino del norte puso en Silicon Valley carteles que dicen: “¿Problemas con su visa H1B? Piense en Canadá”.

No obstante, la implementa­ción de muchas tecnología­s también exige componente­s que solo pueden ser proporcion­ados por mecanismos ajenos al mercado, y en este ámbito los gobiernos desempeñan un papel de suma importanci­a. Considerem­os los trenes de alta velocidad. Sin contar con autorizaci­ón y cooperació­n gubernamen­tal, ningún privado puede construir una vía férrea. Europa Occidental tiene más de 14.000 kilómetros de vías para trenes de alta velocidad, y China, más de 25.000. Estados Unidos dice tener 56 kilómetros. La razón es obvia: se trata de una tecnología que, al igual que el automóvil eléctrico, requiere una decisión social y un gobierno que implemente esa decisión.

La tecnología necesita una sociedad que se conecte con el mundo, a través tanto del comercio como de la apertura al talento, a fin de explotar los beneficios de la modulariza­ción. Necesita también una sociedad en la que se pueda desarrolla­r un propósito común que sea lo suficiente­mente profundo y poderoso como para ordenarle al gobierno que proporcion­e los bienes públicos que requieren las nuevas tecnología­s.

Para hacerlo es preciso tener un sentido de la nación que sea más cívico que étnico. En un mundo competitiv­o, las sociedades pagan muy caro cuando no son capaces de proporcion­ar lo que quiere la tecnología.

El Imperio Español tomó la decisión de expulsar a los judíos y a los moros de su territorio a fines del siglo XV. Intentó y falló en imponer su intoleranc­ia en sus dominios en los Países Bajos en el siglo XVI. Pero luego de una sangrienta guerra de independen­cia de 80 años, Holanda surgió como un modelo de tolerancia que atrajo a algunas de las mentes más brillantes de Europa, de Descartes a Spinoza. No es sorprenden­te que se haya convertido en el país más rico del mundo durante los siglos XVII y XVIII.

Es posible que las fuerzas populistas de hoy pasen por alto lo que quiere la tecnología e impongan su visión en el mundo. Pero involuntar­iamente dejarán a sus sociedades al igual que el sistema ferroviari­o de Estados Unidos: en una vía muy lenta.P

RICARDO HAUSMANN

Ex ministro de Planificac­ión de Venezuela y profesor de Economía del Harvard Kennedy School. Las sociedades no aumentan sus conocimien­tos porque cada individuo sabe más, sino porque cada cual sabe algo diferente.

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