- OPINIÓN: La trinidad imposible, por Juan Ignacio Eyzaguirre
El décimo aniversario de la quiebra de Lehman Brothers y la gran crisis financiera han generado debates sobre sus causas, lecciones y efectos. Respecto de los últimos, se ha cristalizado una narrativa sobre la profunda herida que la crisis financiera habría dejado en el capitalismo y a la democracia.
En Estados Unidos y Europa, la legitimidad de la élite gobernante habría quedado en jaque por los contrastes entre Wall Street y Main Street. Ejecutivos impunes recibiendo bonos a costa de salvatajes financiados con dinero fiscal, según las políticas impulsadas por Bancos Centrales con líderes no elegidos democráticamente. En el intertanto, los salarios de los trabajadores se han mantenido estancados.
El electorado, frustrado e iracundo, sería caldo de cultivo para liderazgos “populistas”. Orbán en Hungría, Luigi di Maio en Italia, el partido de la Ley y Justicia en Polonia, Marine le Pen en Francia, el partido Alternativa para Alemania, Jeremy Corbyn en Inglaterra, el Partido Demócrata en la mesurada Suecia y, claro, Donald Trump, han puesto en jaque los consensos construidos por Occidente.
Luego, Duterte en Filipinas, Erdogan en Turquía, Andrés López Obrador en México y Bolsonaro en Brasil ya no resultan del todo exóticos al lado del locuaz y, a veces, surreal presidente norteamericano. Antes de Trump, hubiese sido impensable que los Consensos de Washington, que han cimentado la globalización, comenzarían a ser atacados desde la Casa Blanca.
Circunscribir estos fenómenos, dada su magnitud, a una narrativa cuya causa es estrictamente económica parece superficial.
Dani Rodrik, académico de Harvard, propone algo más profundo y complejo. En sus libros The Globalization Paradox (2011) y
Straight Talk on Trade (2017) explica que el avance de la globalización no puede coexistir en el largo plazo con un ordenamiento de naciones soberanas con regímenes democráticos. Bajo su mirada, la integración global, la soberanía nacional y la democracia no podrían coexistir sin engendrar indefectiblemente tensiones irremediables. En sus palabras, una trinidad imposible.
Rodrik construye su tesis bajo el convencimiento de que una mayor integración global acotará a la mínima expresión la viabilidad de acuerdos político-sociales en naciones soberanas. Pues, con su fluidez global, el capital se llevará el empleo y el progreso a regiones sin políticas sociales ni restricciones medioambientales o regulatorias, y con bajos impuestos.
La globalización restringiría el campo de acción de la política y del gobierno. La pérdida de soberanía afectaría la legitimidad de los políticos, pues serían solo un eslabón inerme y torpe en la red económica global.
Tal esquema deja, en sus extremos, tres alternativas: 1. Un mundo hiperglobalizado con una democracia global, desplazando las soberanías nacionales. 2. Democracias quebradas por dictaduras económicamente integradas a la economía global, que manejan (y oprimen) sus pactos sociales eximidos de los vaivenes del electorado. 3. Naciones-Estado y políticos que limitan la integración económica por medio de controles de capital, tarifas a la importación y limitaciones a la inmigración, coartando el yugo que la globalización establecerían a sus pactos sociales.
La primera opción es tan utópica como orwelliana e impracticable. Pero una mezcla de las otras dos rima con algunos fenómenos actuales, pues tanto la integración global como la democracia parecieran ir en retroceso.
La guerra comercial de Trump es un claro ejemplo. A su vez, es una respuesta a China, que exitosamente ha sabido administrar, gracias a la maniobrabilidad de su gobierno no-democrático, su integración económica. He ahí una explicación a la paradoja de que el paladín actual de la globalización sea Xi Jinping.
Luego, Brexit es un energético y caótico es- fuerzo para salvar la soberanía británica que se diluía en manos de la Unión Europea. Su inminente escisión comercial tiene a Theresa May y la economía inglesa en jaque.
La receta de Rodrik es la reivindicación de la soberanía para proteger la democracia, a costa de una globalización tamizada. El problema es que nadie sabe muy bien cómo hacerlo. Por lo demás, ir contra los principios de Adam Smith y David Ricardo, la autarquía, es la mejor receta para el fracaso y la pobreza.
Adicionalmente, los contrastes en la política industrial se suman a las tensiones. Por un lado, la creación de campeones industriales en China ha puesto en jaque las políticas antimonopolio de Occidente. Para contrapesar la escala de los gigantes chinos, Occidente deberá ceder competencia en sus mercados. La esperada decisión del regulador respecto de la contenciosa fusión de Alstom y Siemens es justamente el caso. La concentración del eventual campeón europeo sería inédita, pero no queda alternativa para enfrentar la escala de CRRC, el gigante productor de trenes resultante de la fusión empujada por el gobierno de Xi Jinping.
Hace unas semanas, Google anunció que relanzaría su servicio en China a costa de acceder a los controles del gobierno chino. Eric Schmidt, su presidente, explicó que la razón para revertir la decisión histórica es el convencimiento de que el internet se dividirá en dos: uno dominado por China con sus controles, y el que conocemos en Occidente.
Quizás una cuarta alternativa sea un mundo que converja a un equilibrio similar, con integraciones económicas independientes y paralelas, entre países con políticas sociales, tributarias y medioambientales armoniosas.
Pero más allá de diseños voluntaristas y prescripciones globales, vale preguntarse qué arista de la trinidad imposible -integración comercial, soberanía y democracia- es la más débil y propensa a quebrarse. La mera pregunta resulta escalofriante. ℗
Más allá de diseños voluntaristas y prescripciones globales, vale preguntarse qué arista de la trinidad imposible -integración comercial, soberanía y democracia- es la más débil y propensa a quebrarse. La mera pregunta resulta escalofriante.