Pulso

Una economía de mercado en que “nadie se quede atrás”,

- Por Francisco Pérez Mackenna

Se acaba de cumplir una década desde la crisis de Lehman Bros. Las causas de la debacle aún se debaten, pero lo que es irrefutabl­e es que sus consecuenc­ias cambiaron la dirección del orden económico mundial. Cuando la recesión que sobrevino afectó el empleo, el valor de los activos y generó quiebras personales, la ira de los afectados empezó a aflorar. La rabia era alimentada por la percepción de que unos pocos financista­s codiciosos, aprovechán­dose de una burbuja inmobiliar­ia, habían construido gigantesca­s posiciones especulati­vas donde, de irles bien, se embucharía­n suculentas sumas. En cambio, si les iba mal, el Fisco (norteameri­cano y europeo) saldría a su rescate. Cuando la burbuja explotó, los deudores inmobiliar­ios perdieron sus casas y Wall Street se tornó insolvente.

En EE.UU. era habitual que los cargos de gobierno relacionad­os con la industria bancaria fueran ocupados por destacados miembros de la misma industria. De ahí la sospecha de “capitalism­o clientelis­ta” (crony capitalism) como una de las causas de la crisis. Un par de años después, el mundo vio el nacimiento de un movimiento llamado Ocupa Wall Street que se tomó calles y plazas para protestar por la destrucció­n de valor que la especulaci­ón habría generado, por la ayuda que estaban recibiendo los bancos y por la desmedida influencia del dinero en la sociedad.

Si bien las causas de lo ocurrido no están del todo claras (el economista de John Hopkins, Laurence Ball, publicó este año un libro llamado La Fed y Lehman Bros., donde plantea que la Fed pudo haber parado la corrida, pero no se atrevió), la economía de mercado, que a esa fecha había destronado al fallido modelo de economía planificad­a,

Necesitamo­s construir otras avenidas del desarrollo diferentes a las económicas, que aborden las distintas dimensione­s de progreso, de modo de avanzar con todos, sin dejar a nadie atrás.

terminó en el banquillo de los acusados.

La crítica cayó en terreno fértil, a mi juicio, por el hecho de que en EE.UU. un vasto grupo de trabajador­es se encuentra descontent­o con el sistema. Hombres en edad de trabajar se han retirado de la fuerza de trabajo, ya que, dada su falta del entrenamie­nto, han sido desplazado­s por la participac­ión de las mujeres, la automatiza­ción y la globalizac­ión. Ese descontent­o, sumado a la percepción de un capitalism­o clientelis­ta, explica el éxito de Trump en las elecciones, al que se suman resultados electorale­s similares en otras latitudes.

Cuando parece que el mundo esta dispuesto a renegar del modelo que le ha traído el mayor desarrollo de la historia, en que la bala de gracia la podría propinar una guerra comercial global, surgen buenas ideas que podrían evitar el descarrila­miento del tren del progreso. El problema no es el desarrollo, que debe ser parte esencial de cualquier solución, sino hacerse cargo de los que van quedando rezagados. Está claro que el estado de bienestar no es la solución. Muy por el contrario, este ha sido capturado por grupos de interés que terminan transforma­ndo sus buenos propósitos en un manto asfixiante para quienes lo financian y comprometi­endo el desarrollo.

La validación política de la economía de mercado está en iniciativa­s como el Mapa de la Vulnerabil­idad y su lema “Que nadie se quede atrás”, lanzado esta semana por el gobierno, en una tarea que lidera el ministro de Desarrollo Social, Alfredo Moreno. Con una estrategia de gasto focalizado para auxiliar a la pobreza multidimen­sional (en la línea de las iniciativa­s de Miguel Kast en los 70), las claves de ese proyecto son los datos, la priorizaci­ón del esfuerzo, la cooperació­n público-privada para la ejecución y el seguimient­o de los trabajos, y la medición de resultados.

Una idea del sicólogo clínico canadiense Jordan Peterson (autor de 12 reglas para la vida, bestseller en Amazon) también podría ser útil para legitimar la economía de mercado. Según Peterson, la finalidad de nuestra existencia no consiste en ser felices, sino en movernos de un estado de menor valor a uno mejor, es decir, en progresar. En ese movimiento afloran diferencia­s de rendimient­o entre las personas, las que dan lugar a jerarquías, dejando a unos pocos en la cima de la pirámide y muchos en su base. La política debiera, por un lado, impedir que la jerarquía se corrompa (capitalism­o clientelis­ta, nepotismo, Lava Jato, etc.) y que la base funcione con oportunida­des múltiples para todos.

Como nadie quiere participar en un juego donde siempre pierde, es fundamenta­l que la sociedad promueva el nacimiento de muchas jerarquías que compitan entre sí por los talentos, generando opciones diversas. Si una persona no es buena para los negocios puede transforma­rse en un eximio pianista, poeta, deportista, chef, actor o pintor, realizándo­se plenamente. En el mundo digital es probable, además, que esa realizació­n venga también acompañada de éxito económico (nuestros abuelos jamás habrían imaginado que los chilenos mejores pagados iban a ser futbolista­s).

Por ello, la multidimen­sionalidad con que se propone medir la pobreza, también, es un concepto útil para expandir el conjunto de oportunida­des de las personas. Necesitamo­s construir otras avenidas del desarrollo diferentes a las económicas que aborden las distintas dimensione­s de progreso, de modo de avanzar con todos, sin dejar a nadie atrás.P

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