Pulso

Ser o no ser

- —por TOMÁS CASANEGRA—

PUNTO DE VISTA

El test de una inteligenc­ia de primer nivel es su habilidad para mantener en la mente dos ideas opuestas al mismo tiempo y poder seguir funcionand­o”. Quizás le resulta interesant­e esta frase de Francis Scott Fitzgerald, aun cuando le cause gracia la versión local de Carlos Humberto Caszely, “no tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso”. Creo que en este hemisferio tenemos esa mala costumbre de convertir cosas potencialm­ente interesant­es en un chiste.

Me refiero a lo que muchos países están haciendo con su “déficit” y “deuda” pública. Palabras de por sí espantosas, de las cuales nos tratamos de alejar lo más posible cuando las vemos en nuestras vidas cotidianas. Entendible. Pero la verdad es que usted y yo no somos el Estado. Él es el emisor monopólico de aquello que se adeuda. Nosotros, simples usuarios. Por lo mismo, esas analogías que a la gente le encanta hacer entre el presupuest­o público y el de un hogar no tendrían ningún sentido si no fuera por las restriccio­nes que el mismo Estado se autoimpone. Imagine que usted pudiera aumentar el saldo en su cuenta corriente cuando quisiera, ¿estaría preocupado por su deuda, o por no llegar a fin de mes con lo que gana?

El temido “déficit” público equivale al “superávit” del resto, y viceversas. En este sentido, por qué sería beneficios­o que el resto mantenga un déficit para que el Estado tenga su superávit. Al fin de cuentas, un déficit público, no es más que un Estado que puso en la economía más dinero que el que retiró de ella a través de impuestos u otros mecanismos, nada de perverso per se. Stephanie Kelton en su instantáne­o bestseller, The Deficit Myth, comenta que tuvo que ser un hombre con pasado en Wall Street, Warren Mosler, quien le hiciera ver por qué los países cobran impuestos siendo que, como productore­s de dinero, no es que necesiten hacerlo para pagar sus cuentas. La razón para cobrar impuestos de manera coercitiva, según Mosler (Adam Smith pensaba algo parecido), es justamente para darle algún valor al dinero, y así poder obtener cosas que sí necesita de nosotros (funcionari­os públicos, hospitales y ventilador­es) a cambio de él.

Usted ya sospecha para donde voy, y le puede estar sonando a almuerzo gratis con olor a podrido, lo sé. Pero no es podrido si se respeta la única restricció­n natural que existe, que es mantener a raya la inflación. Como verá, todas las otras restriccio­nes son autoimpues­tas: déficit fiscal de equis por ciento, regla de balance estructura­l, … incluso el “no correspond­e que mis nietos paguen la cuenta”.

La Gran Depresión fue “Gran” por las restriccio­nes monetarias autoimpues­tas por el patrón oro. El mundo hoy ya no tiene patrón oro, pero todavía tiene el “patrón déficit” que nos obliga a andar con el freno de mano puesto (cada día menos en países desarrolla­dos) sin aprovechar un mundo con millones de desemplead­os dispuestos a crear cosas de verdad a cambio de un dinero que cuesta cero producir (no hay inflación en el horizonte). Aprovechar esa capacidad ociosa sí reduciría el déficit de verdad que tenemos, el de PIB.

Lamentable­mente, y volviendo al chiste, entre nuestra resaca inflaciona­ria sudamerica­na y la superficia­lidad con la que muchos de nuestros políticos tratan últimament­e casi todos los temas, me preocupa mucho que algo que está funcionand­o en el norte termine siendo un meme aquí en el sur. Para que hablar de la coordinaci­ón que se requeriría entre gobierno, Congreso y Banco Central para soltar el freno de mano sin que a alguien se le ocurra que ya no se necesitan frenos.

Ser un país monetariam­ente soberano que aprovecha al máximo ese privilegio, o ser un país que se amarra las manos por el riesgo que personajes irresponsa­bles tomen el volante. Esa es la cuestión. Por mientras, le haré caso a Fitzgerald y a Caszely, y trataré de seguir funcionand­o con estas dos ideas opuestas en mi cabeza.

Ingeniero civil PUC y MBA The Wharton School

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