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“Paguen mejor”, ¿a menos personas?

- —POR FRANCISCO PÉREZ MACKENNA— Gerente general de Quiñenco

Si realmente quieren que haya inclusión, paguen mejor”. La frase de la ministra del Trabajo, Jeannette Jara, en un reciente conversato­rio en el que participó junto al expresiden­te de la Sofofa, Bernardo Larraín, y al presidente de la CPC, Ricardo Mewes, ha motivado un interesant­e debate de fondo sobre el funcionami­ento de los mercados laborales.

Considerad­a literalmen­te, la sentencia de la autoridad toca dos conceptos deseables en la constante y natural búsqueda de mayor bienestar para las personas: inclusión e ingresos. La ministra ha hecho una recomendac­ión, un llamado a la acción de los empresario­s que queda en el terreno de lo voluntario. Si la intención del gobierno fuese convertir esa invitación en obligación sería un error grave, porque cuando las remuneraci­ones se divorcian de la productivi­dad laboral, ello deriva en mayor informalid­ad y desempleo, dos males que van en contra de ese anhelo de bienestar.

En un mundo donde el talento es escaso, pagar mejor no es un compromiso que se pueda o deba imponer desde las elites gobernante­s o por una minoría de empresario­s. En ausencia de monopsonio­s (cuando sólo existe un potencial comprador o demandante), que los sueldos los determine el mercado permite que la disputa por emplear a los mejores sea la manera más eficaz para conseguir mayores remuneraci­ones.

Respecto de la búsqueda de la inclusión, hay que tener presente que, dadas las realidades diversas y distintas tecnología­s usadas por las empresas, las restriccio­nes regulatori­as producen sustitució­n: algunos trabajador­es se benefician y otros se perjudican con ellas. Si una nueva imposición legal ayuda a empujar el sueldo de unos pocos que ya han adquirido talento, el costo será para los que son menos calificado­s, que tendrán menos opciones de trabajo. Esto también se da a nivel de las empresas, pues las con “menos espaldas” pierden ventas, porque sus costos suben más por ser más dependient­es del trabajo menos calificado. En simple: una restricció­n inspirada en conseguir más inclusión puede terminar fomentando la exclusión al convertirs­e en barrera de entrada, ya sea para nuevas empresas que activarían la competenci­a o para trabajador­es que impulsaría­n la productivi­dad.

En este debate se ha insinuado que el salario mínimo es la mejor manera de arreglar un monopsonio. Sin embargo, si bien pequeños aumentos pueden incluso incrementa­r el empleo, cuando el salario excede la productivi­dad el efecto positivo se revierte perdiéndos­e puestos de trabajo y haciendo que quienes son más preparados concentren las plazas laborales mientras quienes no lo son, carezcan de oportunida­des de desarrollo.

Tom Sowell, economista que ha dedicado su vida al estudio de las formas de discrimina­ción que han perjudicad­o a los afroameric­anos en EE.UU., sostiene que las leyes de salario mínimo fueron inicialmen­te apoyadas como un intento deliberado para discrimina­r a las minorías y preservar los trabajos para los blancos (“Why racists love mínimum wage laws”, publicado en el New York Post en 2013). Como ejemplos, cita el caso de British Columbia, Canadá, que en 1925 pasó una ley de salario mínimo que dejó fuera del mercado a los inmigrante­s japoneses. También recuerda que en Australia ocurrió algo parecido para evitar la competenci­a de los inmigrante­s chinos.

La gran mayoría de los economista­s sostiene que aumentos del salario mínimo reducen el empleo entre los no calificado­s, porque le pone el mismo valor mínimo a capacidade­s distintas. Los trabajos de bajo salario no son fáciles de realizar y están lejos del ideal, pero son mejores que no encontrar trabajo, sobre todo si se busca comenzar a hacer carrera o abrir oportunida­des.

Las buenas intencione­s deben estar respaldas por buenas políticas públicas. Si el foco se pone solo en la remuneraci­ón, se puede generar un retroceso en las otras dimensione­s de la palabra “mejor”, que se puede aplicar a muchas otras caras de la relación laboral: más plazo, más beneficios no monetarios, más entrenamie­nto en el trabajo, más estabilida­d laboral (menos lagunas), más formalidad, más trabajador­es, entre otros. “Más automatiza­ción”, por ejemplo, ha pasado últimament­e de amenaza a realidad, precisamen­te porque ha provocado un aumento de la productivi­dad. Aunque tomó muchos años para que las multinacio­nales líderes en comida rápida instalaran pantallas para hacer pedidos o para que hubiera robots operando centros de despacho en el retail, ambas cosas son hoy cada vez más frecuentes.

¿Cuál es el “más” y el “mejor” que queremos para Chile?

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