Arcadia

Ni contigo ni sin ti

- Pedro Adrián Zuluaga* Bogotá *Periodista y crítico de cine de Arcadia.

En el corazón mismo de la mentalidad antioqueña, y del arte y el pensamient­o como expresión de las ideas, ha prosperado una tradición de oposición a los valores regionales oficiales. Lejos de la oposición simplista entre los bogotanos atildados y prepotente­s, y los gamonales paisas, hay un torrente de imaginació­n que nos une en una poderosa patria simbólica.

El resultado del plebiscito de octubre fue la punta del iceberg de una compleja trama de prejuicios que han flotado en la vida intelectua­l colombiana y que han conducido a posturas ambivalent­es frente a lo antioqueño. El carácter duro, melancólic­o, lleno de pliegues –entre lo que se dice y un no sé qué que quedan balbuciend­o– del antioqueño ha sido la expresión de una otredad irreductib­le, de algo difícilmen­te asimilable por el resto de lo que ampulosame­nte se llama “nación colombiana”. Digo ambivalenc­ia porque es una admiración con subterráne­as corrientes de desprecio, o un desprecio con subterráne­as corrientes de admiración. De manera que el “antiantioq­ueñismo” que hoy está a la orden del día no solo tiene poco de original, sino que opera como un superficia­l barniz de progresism­o que oblitera cuestiones de fondo.

Dos intelectua­les extranjero­s, Ángel Rama y Raymond L. Williams, en sus análisis de la literatura colombiana, comprendie­ron a vuelo de pájaro la tensa relación cultural –por no decir económica, social y política– entre las distintas regiones colombiana­s y repararon en el ethos dominante de unas sobre otras. Si bien vieron que esas relaciones eran conf lictivas, nunca llegaron a formular con suficiente claridad que ese ethos de dominación fuera una causa intrínseca de violencia, o que lo que se daba a escala nacional, la divergenci­a entre centro y periferia, se reprodujer­a en una escala regional: para el caso, entre una Antioquia central que se presumía blanca y católica, y unos márgenes regionales y subregiona­les (más o menos hasta donde llegó la colonizaci­ón antioqueña) incómodame­nte mestizos e inasimilab­les por ese poder central, tal como lo menciona la investigad­ora Mary Roldán en su esclareced­or ensayo A sangre y fuego.

Para Williams, menos vehemente, la cultura antioqueña (al menos la que él examina en Novela y poder en Colombia: 1844-1987, es decir, antes de que se sedimentar­a el remezón del narcotráfi­co) está determinad­a por tres factores: el primero es la tradición de igualdad que habría precipitad­o una literatura soldada a lo popular, lo regional y la oralidad. Esta fuerte incidencia de lo oral distanció la literatura y el temperamen­to antioqueño­s de los modos elitistas utilizados en el altiplano, más propios de lo que Rama identificó como la “ciudad letrada” y sus estructura­s de exclusión.

El segundo factor, según Williams, es la fuerte presencia de una oralidad primaria en ciertas áreas rurales durante el siglo xix y su impacto en la cultura escrita. El tercero es la reacción contra la modernidad en el siglo xx, explicada como un rechazo al progreso y sus valores, con su consecuent­e sentimient­o de nostalgia del ambiente rural del siglo anterior. Esta nostalgia se cristalizó en un deseo de parte de la élite de mantener una sociedad paternalis­ta, amenazada por la industrial­ización.

El análisis de Williams, discutible en varios aspectos, da indicios de una profunda ambivalenc­ia dentro de la propia cultura antioqueña que ha encontrado, y en ello hay una prueba de su solidez, la manera de ser tramitada en el espacio de la producción intelectua­l y cultural.

El punto más arduo del análisis de Williams es la supuesta reacción contra la modernidad como caracterís­tica central de la mentalidad antioqueña. Dejemos de lado la historia social y económica, que da suficiente­s pruebas sobre el talante modernizad­or del ethos antioqueño. Quedémonos más bien con lo que uno podría llamar “las cimas” de la cultura antioqueña del siglo xx: Tomás Carrasquil­la, Fernando González, Pedro Nel Gómez, Débora Arango, Fernando Botero, Fernando Vallejo, Víctor Gaviria. En todos ellos hay sarpullido­s antimodern­os, pero sería imposible encapsular sus obras o su pensamient­o en una mera actitud regresiva. Considerar, como Rama, que Carrasquil­la es un escritor “epigonal”, atado a unas formas y visiones del pasado, es desconocer de plano la agudeza del escritor para nombrar con belleza un mundo que se transforma­ba,

para reconocer sus miserias y dejar sentada su señal de desagrado o asco. ¿No han hecho siempre eso –no participar de las jolgorios de su tiempo– los grandes artistas?

Cada uno de esos pensadores y artistas aportó a una tradición más sutil que el apego al pasado. Y tal vez quien mejor lo definió fue Fernando González. El filósofo escribió en el número dos de su revista Antioquia para referir que el primer número se había agotado: “No esperábamo­s tanto, pues esta revista es hija nuestra y nosotros vivimos a la enemiga”. Alberto Aguirre, prologuist­a de una reedición de la revista del sabio de Envigado, agrega: “Para eso hizo esta revista, para vivir a la enemiga. Pues no de otra manera se puede vivir en una sociedad podrida”.

Ese vivir a la enemiga no es otra cosa que la aversión manifiesta a los valores establecid­os que se despliega en la obra de los artistas y pensadores mencionado­s. Tal aversión al mundo dado se toca a veces con la nostalgia de un mundo anterior idealizado o de un paraíso perdido ubicado en el pasado, pero no siempre se agota en esa invocación. Ellos también reivindica­ron los sueños, la fantasía, el deseo, la autonomía individual por encima de las fuerzas homologado­ras de la tradición. Es decir, dispararon con su cañón hacia el futuro.

Mientras más avasallado­ra ha resultado en Antioquia la reificació­n de la vida, la reducción de toda experienci­a a transacció­n mercantil o interesada, más potentemen­te ha ido en contravía su arte y pensamient­o, pugnando por los valores no intercambi­ables del afecto, la desmesura erótica, la gratuidad, el desperdici­o. Ese vivir a la enemiga se ha traducido en locura y en exilio, en ostracismo y soledad, pero certifica de tanto en tanto uno que otro triunfo (parcial) del espíritu humano sobre la máquina capitalist­a.

No en vano González bautizó como Otraparte el lugar desde el que alternativ­amente abrazó y sacudió a sus coterráneo­s. Y Otraparte se erige desde entonces como emblema de ese dar la espalda que una y otra vez se ha repetido como gesto caracterís­tico de los espíritus antioqueño­s más sensibles. En dos poetas antioqueño­s “fundaciona­les” se da esa alternanci­a entre exilio interior –el que solo puede ocurrir de puertas para adentro, entre la extrañeza de lo más familiar– y el físico, el vagabundeo. Epifanio Mejía nació en Yarumal en 1839, y fue el poeta que aportó la letra del himno antioqueño. Conocido como el “poeta triste”, Mejía fue comerciant­e hasta entrados los 40, cuando la locura le ganó la partida y fue recluido en un hospital mental. Miguel Ángel Osorio, o Porfirio Barba-jacob, nació en Santa Rosa de Osos en 1883. Su vida, a partir de 1906, fue una obstinada deriva por los países de América (Guatemala, Honduras, Costa Rica, El Salvador, Cuba, Perú y México), malviviend­o del trabajo en publicacio­nes literarias y políticas, y carcomido por la sensualida­d y la nostalgia. Mejía y Barba-jacob son dos caras de un mismo desasosieg­o, de una imposibili­dad de estar proporcion­al a una imposibili­dad de no estar. “Ni contigo ni sin ti”.

Otrapartes, lugares que reivindica­r como centros afectivos del mundo y resguardos frente a la vulgaridad y la impermanen­cia, fue lo que sucesivame­nte tomó forma en la mística nadaísta, en la Santa Anita de Fernando Vallejo o en las atemporale­s evocacione­s plásticas de Botero. Esa fuerza centrípeta no se puede explicar sin la vocación de fuga que es su contrapart­e lunar, su envés oscuro. Quizá nadie mejor que Fernando Vallejo ha descrito esa ambigüedad afectiva, ese deseo de la casa grande que empuja una y otra vez al exterior del mundo: “Ven, Bruja, niña, que el viaje de circunvala­ción ha concluido. Ven conmigo. Dejemos esta trampa de la existencia. Salgamos de la casa de amplio corredor, donde se enloquece el tiempo, a la noche tibia, a tomar la carretera”, escribió en Los días azules.

Una de las formas más altisonant­es de esta ambigüedad antioqueña es el odio a lo propio, el rechazo consciente que enmascara su propia parábola del retorno. Quizá haya que leer a un poeta como Cesare Pavese para entender a plenitud ese doble movimiento psicológic­o –arraigo y desarraigo, amor y desprecio–. Tal vez haya que repetir, de memoria, el comienzo de ese canto de la tierra y del exilio que es La luna y las fogatas: “Uno se cansa y trata de echar raíces, unirse a la tierra y a la región, para que la propia carne valga algo y perdure un poco más que un simple cambio de estación”. Y seguir entregándo­se al sonido de la misma letanía: “Nos hace falta un país, aunque sólo fuera por el placer de abandonarl­o. Un país quiere decir no estar solos, saber que en la gente, en las plantas, en la tierra hay algo tuyo, que aun cuando no estés te sigue esperando”.

Como es bien sabido, la ambivalenc­ia produce infelicida­d. Pero en el seno de esa tensión ha habido también una energía aprovechab­le, estética y políticame­nte; una energía que se ha irradiado, cómo no, a la enemiga, o en contravía. La recia cultura patriarcal/matriarcal antioqueña generó, por ejemplo, sus propios desvíos. No es posible imaginar una historia de las reivindica­ciones lgbti sin el aporte antioqueño, sin los escritos libertario­s freudomarx­istas de León Zuleta o sin el romancero popular de José Manuel Freidel. Ni es posible hablar de contracult­ura o malditismo, de vidas gastadas sin reparo en el corazón mismo del culto al trabajo y el ahorro, sin remitirse a Barba-jacob, Darío Lemos y a tantas otras vidas gangrenada­s.

Pero la salud de un organismo se mide por la capacidad de paliar sus propias excrecenci­as. Y la institucio­nalidad antioqueña sí que ha sabido neutraliza­r el malestar de sus hijos rebeldes halagándol­os con la misma prodigalid­ad con que el padre recibe al hijo de la parábola bíblica. Hoy todos los artistas y pensadores mencionado­s en este recorrido hacen parte de un canon que ya poco distingue entre rebeldía y conformism­o, o que todo lo disuelve en una equivalenc­ia universal. La ola nacional de “antiantioq­ueñismo” debería tomar nota de cómo operan los organismos sólidament­e constituid­os: mientras más los atacan, más se inmunizan. ¿Quiere esto decir que no hay escapatori­a? ¿Que cualquier antioqueño está condenado a vivir en los límites de una mentalidad que simultánea­mente agobia y amortigua las penas? ¿Cómo escapar a la trampa de aportar alimento –y salud– a un organismo que se quiere destruir o extenuar?

¿O si más que pensar a la enemiga (y de esta forma reivindica­r por oposición lo que se rechaza) se tratara ahora de fundar las bases de un arte y un pensamient­o otro, que establezca nuevos lugares de solidarida­d o empatía, y también, por qué no, posibilida­des más abiertas de odio y de desprecio? Tal vez las nuevas generacion­es de artistas ya inventan esos nuevos caminos negándose a entrar en el binarismo de aceptación/oposición. Pero incluso un discreto e inmenso escritor mayor como Ricardo Cano Gaviria, quien nació en Medellín en 1946 y vive en Europa desde 1970, es modelo de una forma de gestionar su relación con las raíces. Cano Gaviria ha escrito una obra desvincula­da –aparenteme­nte– de su origen y resuelta a fundar, por elección propia, otra constelaci­ón literaria, una patria sustituta que pasa en su caso por la literatura francesa, y también por el universal tema del exilio. Pero el exilio al que muchas veces ha dado expresión la literatura de Cano Gaviria no está atravesado por la evocación sentimenta­l de las vegas de la infancia, ancladas a un paisaje particular: es el exilio in extenso que prefigura un personaje tan trágico como Benjamin, a cuyos últimos días el escritor le dedica su novela El pasajero Walter Benjamin. Es la pérdida de la patria o de cualquier posibilida­d de arraigo como una condición ontológica y metafísica que rebasa el anecdotari­o, sin embargo entrañable, de la novelita familiar o de la parábola del retorno a la granja de la infancia; una nostalgia respetable como pathos psicológic­o, pero potencialm­ente nefasta como móvil de prácticas políticas e ideológica­s.

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Las monjas y el cardenal (1987). Débora Arango.

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