ASESINOS POR NATURALEZA
Los rumores comenzaron pronto, y eran aterradores: hablaban de centenares de muertos en poblados remotos de la provincia de Morazán, en El Salvador. Los hechos comenzaron en El Mozote después del mediodía del jueves 10 de diciembre de 1982. Centenares de refugiados de otras zonas consideradas menos seguras atiborraban el lugar, cuando sintieron el estruendo de los helicópteros que aterrizaban muy cerca de allí.
Y cuando en la madrugada del sábado los soldados del batallón Atacatl terminaron su orgía de violencia, más de 700 personas de todas las edades, desde un bebé de dos días hasta una pareja centenaria, yacían muertas. Acuchilladas, ametralladas, quemadas, violadas, abandonadas a morir lentamente en el charco de su propia sangre. Murieron para pagar un único pecado: vivir en una región que el Ejército salvadoreño consideraba aliada de los guerrilleros del Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional, (fmln).
De eso trata Masacre: la guerra sucia en El Salvador, lanzado en Colombia por la editorial Malpaso. Es una versión del extraordinario reportaje escrito por el norteamericano Mark Danner y publicado en 1993 por The New Yorker, que por segunda vez en su historia dedicaba su edición entera a un solo texto. Y contiene además una amplia compilación de documentos sobre el caso, incluidas varias piezas periodísticas escritas en los meses siguientes.
Danner viajó a la región en 1992, es decir once años después, cuando el asunto había regresado a la atención internacional tras la firma del acuerdo para terminar la guerra civil. Uno de sus puntos ordenaba esclarecer la verdad de lo sucedido, lo que permitió la llegada del equipo argentino de antropología forense. Basado en los descubrimientos de esta, y en el testimonio de algunos sobrevivientes, Danner dedica la primera parte del libro a describir el horror que vivieron las víctimas. Pero no todo lo que cuenta es nuevo.
De hecho, casi todas las atrocidades ya habían salido a la luz poco después, el 27 de enero de 1983, en las primeras páginas de los diarios más importantes de Estados Unidos. Primero llegó al lugar de los hechos Raymond Bonner, de The New York Times, y poco después lo hizo Alma Guillermoprieto, de The Washington Post, y ambos coincidieron en denunciar que allí no había tenido lugar un combate, como decían el gobierno y la embajada norteamericana, sino una matanza pura y simple de civiles; una masacre cometida por los soldados del Atacatl, y su fanático comandante, el coronel Domingo Monterrosa, alumnos aventajados de la infame Escuela de las Américas.
En otras circunstancias, esos reportajes habrían tenido efectos demoledores en la política norteamericana. Pero corrían los años posteriores a la derrota en Vietnam, y ni la Casa Blanca ni el Capitolio querían pasar a la historia como los que ‘perdieron’ El Salvador, otra ficha en la Guerra Fría. Por eso Danner dedica la segunda parte del libro, tal vez la más importante, a demostrar que el gobierno, consciente de que financiaba y entrenaba un ejército de asesinos, decidió negar la veracidad de los reportajes y acusar a los periodistas de formar parte de una conspiración procomunista. De hecho, al día siguiente de las publicaciones, Reagan certificó que el gobierno de José Napoleón Duarte respetaba los derechos humanos, y el Congreso no tuvo inconveniente en aprobar la continuidad del apoyo militar al régimen. La tragedia quedó por largo tiempo sepultada en la indiferencia.
Hoy el mundo se enfrenta a una era en la que algunos gobernantes intentan opacar la realidad con mentiras disfrazadas de “verdades alternativas”. Por eso resulta tranquilizador que en este caso, aunque tuvieron que pasar muchos años, los hechos denunciados por los medios quedaron al descubierto, los periodistas denunciantes fueron reivindicados y las víctimas, al menos, sacadas para siempre del olvido.