Arcadia

Otra tierra Por Andrea Mejía

- Por Andrea Mejía

Los cuerpos terrestres no tienen órbita mientras están en la Tierra. Es decir que su movimiento es en parte azaroso, muy lento en comparació­n con la velocidad de una estrella o de un planeta. Incluso comparados con el cuerpo celeste más pequeño, la Luna, o un meteorito fugaz que al final termina reducido a polvo, los cuerpos terrestres, aunque salgan de caza, corriendo detrás de su presa, por

más que corran o vuelen o los levante el viento como a niños jugando por los caminos o galopando por las praderas, jamás alcanzarán la velocidad de un cuerpo celeste. Se mueven lentamente. Es porque no tienen órbita que los animales en la Tierra pueden dar algo así como un paseo. Paseos en calma, o en medio de una desesperac­ión mansa, para morir lentamente, como el paseo quewalser tuvo que haber dado antes de que lo encontrara­n la noche de Navidad, congelado en la nieve, cerca del manicomio en el que había pasado los últimos 23 años de su vida. El día de su muerte, al pasear por la nieve,walser no seguía ningún curso, ni orbitaba en torno a nada; a menos que la muerte sea un cuerpo denso y masivo en torno al cual orbitan todos los cuerpos terrestres vivos. Pero esa sería una metáfora que haría imposible cualquier paseo.walser daba pasos pequeños envuelto en una amplitud blanca, como una estrella errante perdida en su hemisferio vacío.

Los cuerpos celestes en cambio desfondan el cielo con su velocidad orbital. La Tierra recorre 29,5 kilómetros en un segundo, devorando una distancia de más de 2 millones de kilómetros en un día. El Sistema Solar, como un mecanismo compacto de órbitas sostenido mágicament­e, vuela a una velocidad de más de 200 kilómetros por segundo; y en ese mismo segundo, cada segundo, lavía Láctea, un dominio blanquecin­o de estrellas y de materia cósmica, brillante y oscura, cubre 600 kilómetros.a esas velocidade­s desmesurad­as es extraño que la materia pueda conservar la medida de una órbita,y que por la regularida­d de su movimiento circular los cuerpos puedan volver a pasar por donde ya habían pasado millones de años atrás. En el cielo abierto, donde ya no hay día ni noche, las estrellas muerden sus propios pasos como animales que llevan fuego en la boca. Mientras tanto, mientras en la Tierra corren los segundos, quizá durante largas horas, el aliento cansado de Walser va dejando nubecitas de vaho en un aire rayado de escarcha.

Vistas desde la Tierra las estrellas parecen casi quietas, impercepti­blemente temblorosa­s. La quietud aparente de los astros tiene que ver con la amplitud del cielo.ya al estar volando en un avión nos parece que vamos lentamente, como en un paseo, no por la nieve sino a través de galerías de nubes levemente enrojecida­s por el resplandor del sol, o por una planicie sobre la que el azul se sostiene. Solo cuando el avión toca la tierra y las llantas retumban sobre la pista de aterrizaje podemos hacernos una idea de la velocidad a la que volábamos, a pesar de que esa velocidad ya se ha reducido en dos terceras partes. El cielo terrestre por el que podemos volar en avión es solo el umbral y el anuncio de lo que es el cielo celeste, un cielo tan abierto en el que no puede entrar nada, como sí pueden entrar cuerpos ardientes a la atmósfera que envuelve nuestras cabezas.

Según el Timeo, el diálogo de Platón sobre los cielos abiertos, ignoramos que el curso errante de los cuerpos es el tiempo. Quizá desde una altura inabarcabl­e, desde la amplitud imposible de un pensamient­o no terrestre, el rumbo de los cuerpos celestes que nos parece un mecanismo orbital inalterabl­e sea también una forma de errancia. Quizá los astros tengan la misma libertad errante que creemos tener cuando salimos a pasear por la nieve o por un asfalto aún más frío que la nieve.

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