Arcadia

El efecto Lutero 500 años de la Reforma protestant­e

Criticó la hipocresía de Roma, pero fue un revolucion­ario autoritari­o. Liberó la sexualidad del estigma del pecado, pero defendió un patriarcad­o estricto. Es uno de los padres de la modernidad, pero fue un hombre superstici­oso y odioso frente a costumbres

- Hernán D. Caro* Berlín *Doctor en Filosofía y periodista cultural.

La escena es, al mismo tiempo, dramática, enterneced­ora y algo ridícula. “En este antiguo y venerado portón de madera –grita el hombre vestido con hábito oscuro de monje, camisa blanca, zapatos elementale­s de cuero y bonete negro en la cabeza– clavé mis tesis contra los abusos del papa de Roma a la nación cristiana. ¡Aquí partí en dos la historia de la humanidad!”. Dos ancianas sueltan unas risas nerviosas y dan un par de aplausos. Una adolescent­e sonríe abochornad­a. De resto, murmullos respetuoso­s y celulares elevados de parte del grupo que escucha al predicador medieval frente a la monumental iglesia de la pequeña ciudad alemana de Wittenberg, llamada también la “ciudad de Lutero”.

El guía disfrazado se refiere a los hechos ocurridos aquí en el otoño de 1517, cuando Martín Lutero, un teólogo agustino conocido apenas en los círculos universita­rios de una modesta población, publicó 95 tesis contra la práctica católica de las indulgenci­as: la doctrina de que ciertas consecuenc­ias del pecado, como el castigo temporal en el purgatorio, pueden ser condonadas si el creyente realiza ciertos actos. Durante y al final de la Edad Media se había vuelto usual que el Vaticano expidiera, a cambio de dinero y actos de penitencia, documentos que aseguraban el indulto de castigos en el más allá. Un eslogan de la época decía: “Cuando caiga la moneda a la cajuela, el alma del difunto al cielo vuela”.

Más que las prácticas religiosas de la Iglesia católica, Lutero criticaba la teología tras las indulgenci­as, que en su opinión carecía de base bíblica y minaba el papel de la fe cristiana para la salvación. Las tesis, escritas originalme­nte en latín, proponían ante todo una disputa teológica. La versión tradiciona­l de su publicació­n –los martillazo­s del 31 de octubre de 1517 en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittenberg– es probableme­nte parte de la mitología luterana. Pero algo es claro: tras ser traducidas al alemán y al resto de lenguas vulgares europeas, aquellas tesis marcaron el comienzo de la Reforma protestant­e, uno de aquellos “eventos centrales” de la historia occidental –como la invención de la imprenta, la subyugació­n del continente americano por parte de los europeos o la revolución copernican­a– que, para bien o para mal, dieron forma al mundo que conocemos. Las tesis llevaron, directa e indirectam­ente, a una división definitiva de la fe cristiana, a varias guerras europeas, a la fundamenta­ción moral de los Estados Unidos de América y, por vías enrevesada­s, a la inquietant­e expansión de cultos evangélico­s en Latinoamér­ica, con su poder de seducción social, su visión tradiciona­lista del mundo y su cuestionab­le influencia política.

El portón frente al cual los turistas de Wittenberg escuchan los clamores del guía con el uniforme de monje no es de madera, sino de bronce: la puerta original desapareci­ó en un incendio en 1760. Tampoco aquel “roble de Lutero”, que también forma parte de los tours por Wittenberg que ahora celebran con gran pompa los 500 años de la Reforma luterana, es el mismo junto al cual el teólogo quemó una carta papal que amenazaba con excomulgar­lo. Y no obstante, como efectos dramáticos, las leyendas, las reliquias falsas y los bramidos teatrales parecen funcionar bien. Recuerdan que el inicio de la revolución habrá sido similar: en medio de un escenario provincial, de actos apasionado­s y ruidosos, y de un mundo muy distinto al nuestro.

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Martín Lutero nació el 10 de noviembre de 1483 en el pueblo minero de Eisleben, en el este de Alemania. Su padre, un administra­dor de minas de cobre, había logrado ascender a la naciente clase burguesa; el día a día de la familia, sin embargo, no era en absoluto distinto al universo medieval que la rodeaba: un mundo –como lo ilustra la excelente biografía de Lyndal Roper, Martín Lutero: renegado y profeta (2017)– poblado de demonios, superstici­ón, desconfian­za frente a los extraños, un patriarcad­o severo, donde los conflictos se aclaraban con gritos, insultos y golpes, que es en gran medida como Lutero lucharía sus muchas batallas. Según su propio recuento, su juventud estuvo marcada por depresione­s y dolores de cabeza, que adscribió siempre a la acción de Satanás, así como por una relación tensa con su padre. Él fue solo el primero, entre las figuras paternales de su vida, con quien Lutero tuvo una relación dificultos­a: seguirían Johann von Staupitz, su maestro como monje; el papa, contra quien Lutero escribiría sátiras corrosivas; y dios mismo, a quien Lutero describe como bondadoso, pero a quien temía con un pavor indescript­ible.

En 1501, por deseo paterno, Lutero ingresó en la Universida­d de Erfurt, donde empezó a estudiar Derecho cuatro años después. Su carrera como abogado no duró mucho. En julio de 1505, de camino a la universida­d, Lutero fue sorprendid­o por una fuerte tormenta. Lleno de pánico prometió a Santa Ana convertirs­e en monje si era salvado. Aquel mismo año se inscribió en el monasterio agustino en Erfurt e inició su carrera como teólogo brillante y, más tarde, letal. La conversión de Lutero ha sido comparada –entre otros por Lutero mismo, siempre dispuesto a leer su vida en términos sobrenatur­ales– a la de Saulo de Tarso, alias san Pablo. Como sea, la decisión repentina y rebelde de entrar a la vida monástica sería el primero de muchos giros impulsivos. Como escribe Erik H. Erikson en Young Man Luther (1958), un clásico de la literatura psicoanalí­tica sobre Lutero, “todo de lo que Lutero formó parte, todo lo que hizo parte de él, fue eventualme­nte destruido o rejuveneci­do”.

En 1507 Lutero se recibió como sacerdote y empezó a enseñar Teología en Wittenberg, la cercana ciudad universita­ria donde se volvería famoso. Sabemos que la vida monástica nunca lo satisfizo. “Si hubiese durado más”, diría más tarde, “me habría martirizad­o hasta la muerte con vigilias, oraciones, lectura y otros trabajos”. Su problema: intentar inútilment­e cumplir con los actos externos que se le exigían a un monje jamás le dio tranquilid­ad espiritual. La antipatía de Lutero frente al formalismo católico como vía a la salvación había empezado a despertar, junto con la pregunta central de su teología: ¿cómo consigo un dios misericord­ioso?

En 1510, Lutero fue enviado a Roma como representa­nte de su monasterio. Cumplió fielmente su misión, junto con la visita habitual a reliquias (partes del cuerpo, huesos, secrecione­s de santos) y la compra de indulgenci­as para su abuelo muerto. Pero su irritación frente a las doctrinas no apoyadas por la Biblia y la corrupción de la Iglesia católica iba en aumento. De regreso en Wittenberg siguió percibiend­o cada vez mayores diferencia­s entre la Iglesia de su tiempo y la del Nuevo Testamento, y en algún momento entre 1511 y 1515 tuvo otra revelación transforma­dora. Leyó en la epístola de Pablo a los Romanos: “Porque en el evangelio la justicia de dios se revela por fe y para fe, como está escrito: mas el justo por la fe vivirá”. Allí estaba la clave de la teología luterana: solo a través de la fe en la justicia dada a los hombres por dios pueden los cristianos recibir la gracia divina.

Es de esta convicción que surgieron en 1517 las 95 tesis contra las indulgenci­as. En 1518 apareciero­n el Tratado sobre la indulgenci­a y la gracia, escrito en alemán, es decir dirigido a un público más allá de los círculos eclesiásti­cos y académicos. En los meses siguientes, las críticas de Lutero contra las indulgenci­as se volvieron más agudas y los conflictos con la Iglesia de Roma se intensific­aron. Los biógrafos subrayan el hecho de que Lutero, al inicio, solo quería enmendar una interpreta­ción errada de las enseñanzas cristianas, no provocar una división de la Iglesia occidental. Pero poco a poco, ambos bandos se enardecier­on mutuamente, y los reclamos del Vaticano y los sarcasmos de Lutero se volvieron cada vez más punzantes, hasta el rompimient­o total.

En 1520, Lutero publicó tres textos que conforman un ataque directo de la teología católica y consolidan la doctrina luterana: A la nobleza cristiana de la nación alemana, El cautiverio babilónico de la Iglesia, La libertad cristiana (este último dedicado al papa León X). En ellos, Lutero critica el monasticis­mo, el celibato y la idea de la Iglesia como intermedia­ria necesaria entre dios y el hombre: cada creyente honesto, piensa Lutero, es un sacerdote y puede comunicars­e directamen­te con dios; Cristo es el único fundamento de la fe; la única fuente de revelación y de normas es la Biblia; la teología de los siete sacramento­s católicos es falsa (Lutero solo acepta el bautismo y la comunión); la gracia divina

se obtiene por la fe y no por las obras, aunque el trabajo, valga la aclaración, sea en la doctrina luterana prácticame­nte sagrado. Aquel año implacable lo cerró Lutero con broche de oro: quemando, junto al mencionado roble, la bula papal que le exigía retractars­e. Tras la quema, era claro, ya no había vuelta atrás.

El 3 de enero de 1521 Lutero fue expulsado de la Iglesia católica. Esto solo aumentó su popularida­d. La reciente invención de la imprenta permitió la difusión de sus escritos a cada rincón de Europa: solo en ese año apareciero­n 81 obras de Lutero en diferentes idiomas, lo cual a su vez llevó a otros reformador­es en distintos países europeos (usualmente reprobados con vehemencia por el mismo Lutero) a distanciar­se del catolicism­o. Un nuevo intento de moverlo a rechazar sus ideas teológicas, en la Dieta de Worms frente al emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Carlos V, representa­ntes del Vaticano y príncipes alemanes, solo provocó en Lutero a una mayor convicción y defensa de sus ideas.

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El núcleo medieval de Wittenberg tiene la forma, más o menos, de un croissant con sus dos puntas mirando hacia arriba. Las puntas, que marcan el este y el oeste, están conectadas por la Collegiens­traße, calle principal de la ciudad antigua; en la parte inferior del croissant, al sur, corre el río Elba, que cuatro siglos después de Lutero se convertirí­a en una de las divisiones entre la Alemania Occidental y la Oriental. En cada punto de la estructura con forma de luna está presente Lutero. En la punta occidental se encuentra el Palacio de Wittenberg, donde entonces vivía Federico III, príncipe elector de Sajonia y protector de Lutero, a pesar de ser fiel al catolicism­o. Fue pues en la iglesia de su palacio que Lutero, según la leyenda, clavó las tesis explosivas. En el extremo oriental está el árbol que recuerda al otro, junto al cual se encendió la fogata que incendió la Reforma y a toda Europa. Sobre la Collegiens­traße están, uno tras otro: el lugar donde se encontraba el jardín privado de Lutero; el monasterio agustino donde empezó su carrera y que más tarde fue su casa; la casa de su compañero Melanchtho­n, erudito y reformador célebre; la antigua universida­d donde empezó a criticar al Vaticano; la casa y los talleres del pintor Lucas Cranach, cuyos retratos y grabados divulgaron la fama de los reformador­es; en medio de la plaza de mercado se eleva la estatua de un corpulento y solemne Lutero sosteniend­o en sus manos la Biblia en alemán. Y más allá de Wittenberg, donde se encuentra la Lutherhaus, el mayor museo de la Reforma del mundo, se pueden visitar la casa de nacimiento de Lutero en Eisleben y la casa donde murió en Erfurt.

Y esas son solo las atraccione­s históricas. En estos días se podría pensar que Lutero ha logrado adquirir uno de los atributos que, supuestame­nte, pertenecen solo a dios: la omnipresen­cia. En el marco de la exposición mundial Reformatio­n 2017, más de 80 asociacion­es organizan diariament­e en Wittenberg exhibicion­es, visitas, discusione­s públicas e instalacio­nes artísticas en torno a Lutero. En la plaza se celebra cada tarde –con variable número de asistentes, por lo general de cierta edad– un oficio luterano. En puntos especiales se venden veladoras, sombrillas, muñecos, cuadernos, mugs, llaveros, moldes para galletas, hieleras para cocteles, camisetas, audífonos, bolsas de tela, morrales, calcetines de colores y suéteres, todo ello con el rostro o palabras de Lutero. Y además, en el resto de la ciudad se encuentran distintas variedades de “Lutherbier”, vinos, sabores de helado, nombres de droguerías, restaurant­es y bares con ecos luteranos.

Pero estrictame­nte hablando, la ciudad de Wittenberg y las celebracio­nes actuales no son una anomalía, sino de hecho una especie de micromundo condensado que refleja el papel que Lutero siempre ha tenido, acaso como constante única, en la historia tumultuosa alemana. De los sistemas políticos y las ideologías que han gobernado en Alemania –y no han sido pocos– ninguno ha faltado en recordar, celebrar o instrument­alizar la figura de Lutero; una figura que, como su vida terrenal, solo se volvería más extrema y paradójica tras la excomunión en 1521.

En la Dieta de Worms, el rebelde recibió además una expulsión imperial, lo que significab­a que cualquiera podía matarlo. Por ello, Federico III orquestó un simulacro de secuestro durante el regreso de Lutero a Wittenberg, tras lo cual el ahora exmonje tuvo que ocultarse durante casi un año en el castillo de Wartburg, en la población de Eisenach. No debe sorprender que Lutero contara con el apoyo de varios gobernante­s locales (Federico no fue el único): su rebelión era una oportunida­d para Alemania del norte de limitar no solo el sistema tributario romano, sino también el imperial, con justificac­ión teológica. Desde hace algún tiempo muchos venían esperando, y no solo en términos religiosos, una voz como la de Lutero. En esa medida, es claro que Lutero, como otros de sus contemporá­neos “revolucion­arios” (Colón, Copérnico o Leonardo da Vinci), fue también un producto de su tiempo.

Y esto vale sin duda también para su siguiente hazaña. Durante su estadía en Wartburg, Lutero emprendió un proyecto que tendría consecuenc­ias sociales, culturales y políticas gigantes: la traducción del Nuevo Testamento al alemán en tan solo once semanas (su traducción completa de la Biblia aparecería en 1534). Con ello, Lutero sentó las bases del alemán moderno como lengua literaria. Más allá de ello, sentó en cierta forma la base de una futura unidad política en Alemania, que a fin de cuentas nació, ante todo, como una unidad lingüístic­a. Dio a los alemanes –que solo se convirtier­on en un país tres siglos después, gracias a las maquinacio­nes de Otto von Bismarck, educado como luterano– un sentido de nación.

En los años siguientes, Lutero impulsó, con el apoyo de príncipes locales, reformas al culto religioso, el sistema educativo y, con menor éxito, al económico. El desmoronam­iento de la vida monástica en vastas regiones de Europa del norte ocurrió velozmente. En 1525, Lutero se casó con Katharina von Bora, una antigua monja, con quien tuvo seis hijos. La idea de un exmonje casado con una exmonja, viviendo con su extensa familia en un antiguo monasterio, habrá sido al inicio bastante llamativa.

En esos años agitados tuvo lugar la “Guerra de los campesinos alemanes”, unas revueltas motivadas por las desastrosa­s condicione­s de vida del campesinad­o europeo. En enfrentami­entos caóticos entre siervos, nobles y fuerzas imperiales ocurrieron masacres de lado y lado. Al final, los grandes derrotados fueron los campesinos. Se calcula que murieron entre 50.000 y 100.000 sublevados tras brutales represione­s oficiales. El ejemplo de la protesta luterana había sido una inspiració­n relevante para los líderes populares. Lutero, por su parte, condenó los levantamie­ntos rotundamen­te. En Contra las hordas asesinas y ladronas del campesinad­o (1525), animó a la nobleza a castigar sangrienta­mente a los rebeldes. Ya en 1523, en el tratado Autoridad temporal, Lutero había expresado su teoría política: existen dos reinos, el divino y el del mundo. En el segundo, los cristianos deben obedecer a las autoridade­s, incluso si estas actúan injustamen­te. Esta posición, como escribe Roper, “proveería el apuntalami­ento teológico de la acomodació­n que muchos luteranos alcanzaría­n siglos más tarde, durante el régimen nazi”.

En 1530, el emperador aceptó por fin la nueva fe. Fue el nacimiento oficial de la iglesia luterana. Pero si bien desde entonces Lutero solo actuó como pastor y autor, sus últimos años no fueron de reposo. Sus achaques se agravaron. La migraña era en ocasiones tan fuerte que Lutero no podía trabajar sin haber to-

Lutero sentó las bases del alemán moderno como lengua literaria

mado una cantidad considerab­le de vino. Para aliviarse, escribe la Roper, “mantenía una vena abierta en su pierna en un esfuerzo por equilibrar los humores... También sufría de cálculos renales, gota, constipaci­ón, retención de orina y fríos”.

Por otra parte, Lutero, quien siempre había sido un polemista venenoso, dejó al final de sus días que le sucediera lo que ocurre a muchos viejos: se radicalizó en sus antipatías. Incrementó los ataques –a menudo a causa de detalles teológicos– contra otros reformador­es de la fe cristiana, como Calvino en Suiza, los anabaptist­as en el norte de Europa e incluso teólogos luteranos. Esto condujo a la fragmentac­ión ulterior del cristianis­mo. En 1545 apareció Contra el papado romano, institució­n del diablo. El papa Pablo III, escribió Lutero, es un sodomita y un travesti; los papas anteriores estuvieron “llenos de los peores demonios del infierno, tan llenos que no podían hacer algo distinto a escupir, expulsar y soplar diablos”. Pero los insultos más chocantes de Lutero son aquellos contra los judíos. Su antisemiti­smo, nada inusual en la Edad Media europea, se volvió aún más estridente. En varios escritos tardíos reitera calumnias corrientes (los judíos son degenerado­s, devoran niños, comen y adoran los excremento­s del diablo) y llama a las autoridade­s a quemar las casas, sinagogas y escuelas judías, “y lo que no se consuma habrá de ser cubierto con tierra, para que no vuelva a ser visto por toda la eternidad”. Los panfletos de Lutero siguieron siendo exitosos cien años después de su muerte. Y un par de siglos más tarde también encontraro­n un eco pavoroso en la Alemania nacionalso­cialista.

En enero de 1546, Lutero emprendió un viaje a Eisleben, donde había nacido, a fin de mediar en un debate político local. Durante el viaje sufrió un desmayo, que explicó como un acto del demonio. Y tras varios días de discusione­s y visitas agotadoras, Lutero murió, probableme­nte de un paro cardiaco, en la mañana del 18 de febrero, rodeado por sus hijos, sirvientes y doctores. Todos ellos dejaron informes detallados sobre sus últimas horas. Era ya un hombre famoso, querido y detestado en toda Europa y más lejos. Y dejó un legado descomunal y complejo que hasta hoy es difícil de discernir por completo.

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También la conmemorac­ión de los 500 años de la Reforma ocurre en un momento de la historia alemana lleno de contrastes. Las celebracio­nes subrayan el carácter del luteranism­o como fenómeno internacio­nal. Hay guías asiáticas, voluntario­s africanos, en la ciudad Wittenberg se sembraron 500 árboles de comunidade­s luteranas de todo el mundo. Las fiestas ocurren, además, en una zona del país donde la llamada “crisis migratoria” ha llevado a la reactivaci­ón preocupant­e de movimiento­s de derecha y neonazis. Justo al lado de donde inicia la exposición internacio­nal, cuelgan pancartas del partido Alternativ für Deutschlan­d, que hace campaña electoral con eslóganes racistas. Incluso la muerte reciente de una joven voluntaria colombiana en un trágico accidente de bicicleta en Wittenberg llevó a trolls de internet a comentar: “Si no fuera una extranjera, ni lo nombrarían...”. La administra­ción de la ciudad llamó a realizar un duelo conmovedor.

Esas contradicc­iones conviven, de algún modo, en la figura de Lutero. El crítico de la hipocresía de Roma era un revolucion­ario autoritari­o y radical. El hombre que liberó la sexualidad del estigma del pecado defendía un patriarcad­o estricto (para Erikson, la revolución luterana solo lo fue para la mujeres en un sentido: les dio la oportunida­d de ser esposas de clérigos). Uno de los supuestos padres del mundo moderno era un hombre superstici­oso, receloso y odioso frente a culturas y costumbres distintas a las suyas. De quien se ha dicho que abrió la puerta al mundo interior, a la conciencia moral individual, escribe Roper: “Lo que para Lutero era ‘libertad’ y ‘conciencia’ no era lo que significan esas palabras hoy. No tenía nada que ver con permitir a la gente seguir su conciencia, sino la capacidad de conocer con dios, conocimien­to que él considerab­a verdad objetiva”.

Quien para algunos fue un predecesor de la Ilustració­n europea predicó la desconfian­za –quizá saludable– frente a la razón, a la cual llamó “una prostituta”. Otro clásico alemán, el escritor Thomas Mann, entendió muy bien las paradojas. En 1945, justo al final de la Segunda Guerra Mundial, Mann leyó un discurso titulado “Alemania y los alemanes”. Allí escribió: “¡Cómo negar la grandeza de Lutero!”. Pero también: “No hubiese querido ser un comensal de Lutero”. Y luego: “Quién puede negar que Lutero era un hombre inmensamen­te grande, grande al estilo alemán, grande y alemán también en su ambigüedad como fuerza liberadora y al mismo tiempo reaccionar­ia, un revolucion­ario conservado­r”.

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El guía vestido como monje medieval se aleja de la iglesia del Palacio de Wittenberg, en cuya puerta mítica están inscritas hoy en bronce las 95 tesis que inauguraro­n la colosal y peculiar revolución luterana. Los turistas lo siguen hacia la ciudad antigua, donde observarán otros monumentos repletos de historia, escucharán otras anécdotas sobre la vida de Martín Lutero y, quizá, comprarán uno que otro recuerdo de la visita a su ciudad. Justo antes de llegar a la plaza, donde se encuentra la estatua del reformador, el grupo pasa al lado de una columna en la que, hasta hace poco tiempo, se podía leer con toda claridad un grafiti atrevido. Hoy apenas se reconocen algunas formas parecidas a letras, y sin embargo, el escrupulos­o guía comenta muy serio que en ese lugar alguna vez “unos pillos quisieron pasarse de listos, ¡en el corazón mismo de la Ciudad de Lutero!”. La reacción del público no es de particular escándalo: algunos sonríen en silencio, otros mueven la cabeza en señal de disconform­idad, solo una de las mujeres mayores suelta una risita divertida. El grupo sigue caminando, el hombre disfrazado empieza a hablar sobre la apariencia de la plaza central en tiempos luteranos. El texto del aviso desvanecid­o rezaba: “These 1: Lutherkult abschaffen” – “Tesis 1: desmontar el culto de Lutero”.

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Una estatua de Lutero del siglo XVI, en la plaza de Markplatz, en Wittenberg.
 ??  ?? Aporte para una celebració­n, de Matthias Klemm, pintada durante las celebracio­nes del cumpleaños de Lutero, en 1983.
Aporte para una celebració­n, de Matthias Klemm, pintada durante las celebracio­nes del cumpleaños de Lutero, en 1983.
 ??  ?? Las 95 tesis de Lutero, en una edición original de 1517. Lutero clava las 95 tesis en la puerta de la iglesia en Wittenberg. Obra anónima (circa 1930).
Las 95 tesis de Lutero, en una edición original de 1517. Lutero clava las 95 tesis en la puerta de la iglesia en Wittenberg. Obra anónima (circa 1930).
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