Arcadia

EL PAISAJE EMBALSAMAD­O

- Por Andrea Mejía

Al momificar un cuerpo, una práctica que requería de saberes anatómicos, farmacológ­icos, poéticos y mágicos, los egipcios sacaban los órganos y los depositaba­n en jarras con tapas que tenían forma de animales. El cerebro se extraía succionánd­olo por la nariz y todos los líquidos del cuerpo se secaban. Solo el corazón, envuelto con cuidado, como una pequeña momia dentro de la momia, quedaba en su sitio, en medio de un cuerpo vacío y seco, purificado. El cuerpo se convertía en la cámara oscura del corazón, en el cofre que guardaba esa concha roja, pálida y quieta en la muerte, pero que en las imágenes radiantes de una existencia transfigur­ada volvía a animar el cuerpo embalsamad­o. Mientras tanto el aire negro palpitaba alrededor del corazón envuelto en lino blanco.

Cuando leí La muerte del padre, de Knausgård, una novela de la que aún no puedo recuperarm­e, las dos primeras frases fueron como un hachazo en el alma: “La vida es sencilla para el corazón: late mientras puede. Luego se para”. Estas dos primeras frases en su ritmo brutal me parece que reproducen el sonido de los últimos latidos de un corazón y un silencio final inquietant­e, como el de una máquina que se rompe. Pero he ido comprendie­ndo, en parte gracias a mi obsesión por los antiguos egipcios, aunque no solamente, que el corazón no es una máquina viviente, y que solo en el mundo actual, en el que existe un único mundo, el de la materia, la muerte puede concebirse como algo que no es más que “una tubería que revienta, una rama que se rompe con el viento, una chaqueta que cae de la percha al suelo”, que es la última frase, también salvaje y hermosa, de la novela de Knausgård.

Los egipcios tenían dos palabras para corazón. Una se refería a la función tremenda de latir y mantener unificados a través de la sangre todos los órganos y miembros del cuerpo que sin el corazón eran trozos de carne aislados. Esta fuerza era dada desde el nacimiento, pero no como una fuerza mecánica sino como una especie de poder visionario. La otra, en cambio, era una palabra que apuntaba a las potencias afectivas y morales de la vida, al corazón como el centro que unificaba la existencia intangible de los humanos, de los animales y de los dioses. Esta fuerza se adquiría con la vida en la tierra, pero era un poder mágico, no simplement­e un saber práctico. Como si existir fuera irse cargando de una potencia mágica para cruzar el tránsito de la muerte. La codificaci­ón sistemátic­a de este saber mágico está registrada en el Libro egipcio de los muertos, una serie de conjuros que, escritos en los sarcófagos o pronunciad­os en voz alta por los vivos, guiaban y protegían al difunto en su peligrosa travesía por el inframundo. Con suerte y tras un juicio temible en el que el corazón debía pesarse, el muerto alcanzaba el campo verde de los juncos donde la existencia seguía siendo la misma que en la tierra: un aprendizaj­e continuo que se adquiría en el trato con dioses y animales y se abría continuame­nte como una flor. Pero más que conjuros para guiar y proteger al difunto, El libro de los muertos es la liberación de una fuerza poética muy rara y poderosa que se despliega por puro placer. “Que pueda pasar por todas las Metamorfos­is posibles y por todas las regiones del Más Allá de acuerdo con los placeres de mi Corazón”, dice el primer conjuro. En realidad el difunto es el lenguaje vivo pasando por todas sus metamorfos­is. En este libro magnífico, que podría llamarse El libro de las formas, el poder del lenguaje opera como resistenci­a y rebelión ante el poder de la muerte.

Los colores del inframundo y el verde elíseo coloreaban la existencia de los egipcios de tal manera que el mundo de los hechos, el mundo material de los objetos dados, estaba lleno de destellos y formas cambiantes, como los muros de sus tumbas y de sus infinitos pasadizos mortuorios. Bajo la arena del desierto, miles de corazones momificado­s guardaban intacta su fuerza germinativ­a. Las momias albergaban la semilla de plantas que seguían creciendo desde las tumbas y alcanzaban los más altos parajes de la imaginació­n. Estos paisajes embalsamad­os, reverdecid­os, con sus reinos que se ramifican y entrelazan, dan forma a una existencia incomparab­lemente más rica que la existencia melancólic­a que tiene lugar bajo el ala de dos reinos (el de la materia sensible y el reino de un dios único), incomparab­lemente más rica que la pobreza insoportab­le de la existencia que habita un reino único.

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