DOS DOCUMENTALES SOBRE EL PROCESO DE PAZ
El primero, El silencio de los fusiles (2017), no es realmente un documental: en él no hay edición, falta el contraste de puntos de vista y no se desarrolla ningún acontecimiento ni ningún personaje. Más bien parece un compendio de noticias que sirviera como propaganda gubernamental. Aspira a sostenerse a través de un relato en primera persona —la de la directora, Nathalia Orozco— que, con una voz (en off ) un tanto infantil y otro tanto lacrimosa, repite lugares comunes sensibleros y metáforas pobres acerca de la paz, y cuenta cómo fue de importante presenciar el proceso. Pero ¿quién es esta primera persona, con su orgullo y asombro colegiales? ¿Por qué se pone delante de todas las demás voces? Quizás la directora quiere añadir un nivel anecdótico a la narrativa, pero no llega a contar ninguna anécdota; es decir, no introduce en su testimonio ningún contenido ni remotamente paradojal. Tal vez quiere hacer referencia a una aventura —a su aventura—, pero no parece tener ninguna aventura que contar.
La película tiene de interesante la escena en la que, con dolorosa torpeza o —más probablemente— con dolorosa desfachatez, el presidente Santos dice que él prácticamente nació en el Country Club de Bogotá, y que no tienen razón los miembros de la “élite” que dicen que les entregó el país a las Farc, pues, por el contrario, está salvándoles a ellos el Country Club. También tiene escenas ricas y memorables sobre la labor periodística de las Farc, y otras en las que se les anuncia el final de la guerra a los combatientes rasos. El guion no desarrolla este último tema, que podría ser realmente dramático y fecundo. Allí lo deja, y parece retomarlo To End a War (2017), de Marc Silver, que inicia y culmina con la pregunta sobre la vida de los guerrilleros tras la dejada (la fuerza de la lengua todavía no me deja decir “dejación”) de las armas.
Ambos documentales, el primero muy malo y el segundo no tanto, parecen dos borradores de una misma obra y dos versiones de una misma mirada, que más que mirada es un vistazo general. To End a War corrige algunas fallas de El silencio de los fusiles. Tiene un hilo coherente, justificado y razonado: la voz del periodista Jorge Enrique Botero, que tanto ha cubierto la guerra y la paz, anuda la narrativa por medio de la transmisión de noticias —de diversos reportes de un “hoy”—.
De To End a War son sugerentes a la vez que impactantes las secuencias sobre Bojayá y la petición de perdón de Pastor Alape a la comunidad. Son impresionantes las escenas del desminado y las del hallazgo de fosas comunes. Es elocuente la serie de imágenes de monumentos bogotanos cubiertos con la bandera del “Sí”, como vestidos con delantal. El director escogió las palabras más sabias y expresivas que el presidente Santos ha dicho en sus dos mandatos, más una reveladora escena en la que el brillante Sergio Jaramillo les explica, desenvuelto y sin condescendencias, la importancia del proceso de paz a un grupo de colombianos del campo. Los close-ups de los gestos de los participantes en el proceso han sido escogidos con cuidado. El odio iracundo de Uribe, el destemple de Paloma Valencia (mirada con inequívoco paternalismo por su patrón) y el hervor infernal de los manifestantes antioqueños contra la paz quedan retratados con precisión.
La película es, por otra parte, reiterativa hasta el desespero. Recurre demasiado a tomas de relleno para las transiciones (Jorge Enrique Botero al volante de un carro, varias vistas panorámicas de Bogotá). No penetra en ningún aspecto de la historia que cuenta. Es plana e inflexiblemente lineal. Hacia el final hay una escena en la que Humberto de la Calle sugiere, con un dejo de triste arrepentimiento, que a la campaña por el “Sí” le faltó alegría: parece un comentario sobre la película. Uno se pregunta si el proceso de paz fue tan aburridor como lo representan, y a lo mejor sí lo fue, si uno recuerda el tedio de la gran mayoría de los discursos que unos y otros actores pronunciaron públicamente a favor y en contra de la paz.
To End a War, que supuestamente se ocupa del proceso de paz, no contiene el proceso de paz. Habría sido provechoso que se preguntara concretamente por cómo fueron las conversaciones, cómo se llegó a los acuerdos del Acuerdo: ese sería, a mi juicio, un documento con el que podría producirse un documental interesante, que fuera algo más que un repaso e incluyera alguna medida de investigación.
A la película le falta información y tiene un ritmo que se me ocurre llamar burocrático. Sus abrumadoras dilaciones se ven amplificadas por el desacierto de la música de Gustavo Santaolalla, mezcla de new age, folclor e iglesia, pretendidamente elegante e incoherentemente lánguida. El guion no es lo bastante explicativo sobre el proceso colombiano para un extranjero que no conozca el tema, mientras que a los colombianos no nos dice casi nada que no conozcamos ya en tres copias al carbón. Esperamos que el proceso de paz pueda inspirar en el futuro la imaginación de alguien, y, si no, que la inspire la pasada guerra. Y esperamos también que no tengamos que ser complacientes con todas las blandeces que el arte produzca sobre el posconflicto.