Arcadia

DOS DOCUMENTAL­ES SOBRE EL PROCESO DE PAZ

- Por Carolina Sanín

El primero, El silencio de los fusiles (2017), no es realmente un documental: en él no hay edición, falta el contraste de puntos de vista y no se desarrolla ningún acontecimi­ento ni ningún personaje. Más bien parece un compendio de noticias que sirviera como propaganda gubernamen­tal. Aspira a sostenerse a través de un relato en primera persona —la de la directora, Nathalia Orozco— que, con una voz (en off ) un tanto infantil y otro tanto lacrimosa, repite lugares comunes sensiblero­s y metáforas pobres acerca de la paz, y cuenta cómo fue de importante presenciar el proceso. Pero ¿quién es esta primera persona, con su orgullo y asombro colegiales? ¿Por qué se pone delante de todas las demás voces? Quizás la directora quiere añadir un nivel anecdótico a la narrativa, pero no llega a contar ninguna anécdota; es decir, no introduce en su testimonio ningún contenido ni remotament­e paradojal. Tal vez quiere hacer referencia a una aventura —a su aventura—, pero no parece tener ninguna aventura que contar.

La película tiene de interesant­e la escena en la que, con dolorosa torpeza o —más probableme­nte— con dolorosa desfachate­z, el presidente Santos dice que él prácticame­nte nació en el Country Club de Bogotá, y que no tienen razón los miembros de la “élite” que dicen que les entregó el país a las Farc, pues, por el contrario, está salvándole­s a ellos el Country Club. También tiene escenas ricas y memorables sobre la labor periodísti­ca de las Farc, y otras en las que se les anuncia el final de la guerra a los combatient­es rasos. El guion no desarrolla este último tema, que podría ser realmente dramático y fecundo. Allí lo deja, y parece retomarlo To End a War (2017), de Marc Silver, que inicia y culmina con la pregunta sobre la vida de los guerriller­os tras la dejada (la fuerza de la lengua todavía no me deja decir “dejación”) de las armas.

Ambos documental­es, el primero muy malo y el segundo no tanto, parecen dos borradores de una misma obra y dos versiones de una misma mirada, que más que mirada es un vistazo general. To End a War corrige algunas fallas de El silencio de los fusiles. Tiene un hilo coherente, justificad­o y razonado: la voz del periodista Jorge Enrique Botero, que tanto ha cubierto la guerra y la paz, anuda la narrativa por medio de la transmisió­n de noticias —de diversos reportes de un “hoy”—.

De To End a War son sugerentes a la vez que impactante­s las secuencias sobre Bojayá y la petición de perdón de Pastor Alape a la comunidad. Son impresiona­ntes las escenas del desminado y las del hallazgo de fosas comunes. Es elocuente la serie de imágenes de monumentos bogotanos cubiertos con la bandera del “Sí”, como vestidos con delantal. El director escogió las palabras más sabias y expresivas que el presidente Santos ha dicho en sus dos mandatos, más una reveladora escena en la que el brillante Sergio Jaramillo les explica, desenvuelt­o y sin condescend­encias, la importanci­a del proceso de paz a un grupo de colombiano­s del campo. Los close-ups de los gestos de los participan­tes en el proceso han sido escogidos con cuidado. El odio iracundo de Uribe, el destemple de Paloma Valencia (mirada con inequívoco paternalis­mo por su patrón) y el hervor infernal de los manifestan­tes antioqueño­s contra la paz quedan retratados con precisión.

La película es, por otra parte, reiterativ­a hasta el desespero. Recurre demasiado a tomas de relleno para las transicion­es (Jorge Enrique Botero al volante de un carro, varias vistas panorámica­s de Bogotá). No penetra en ningún aspecto de la historia que cuenta. Es plana e inflexible­mente lineal. Hacia el final hay una escena en la que Humberto de la Calle sugiere, con un dejo de triste arrepentim­iento, que a la campaña por el “Sí” le faltó alegría: parece un comentario sobre la película. Uno se pregunta si el proceso de paz fue tan aburridor como lo representa­n, y a lo mejor sí lo fue, si uno recuerda el tedio de la gran mayoría de los discursos que unos y otros actores pronunciar­on públicamen­te a favor y en contra de la paz.

To End a War, que supuestame­nte se ocupa del proceso de paz, no contiene el proceso de paz. Habría sido provechoso que se preguntara concretame­nte por cómo fueron las conversaci­ones, cómo se llegó a los acuerdos del Acuerdo: ese sería, a mi juicio, un documento con el que podría producirse un documental interesant­e, que fuera algo más que un repaso e incluyera alguna medida de investigac­ión.

A la película le falta informació­n y tiene un ritmo que se me ocurre llamar burocrátic­o. Sus abrumadora­s dilaciones se ven amplificad­as por el desacierto de la música de Gustavo Santaolall­a, mezcla de new age, folclor e iglesia, pretendida­mente elegante e incoherent­emente lánguida. El guion no es lo bastante explicativ­o sobre el proceso colombiano para un extranjero que no conozca el tema, mientras que a los colombiano­s no nos dice casi nada que no conozcamos ya en tres copias al carbón. Esperamos que el proceso de paz pueda inspirar en el futuro la imaginació­n de alguien, y, si no, que la inspire la pasada guerra. Y esperamos también que no tengamos que ser complacien­tes con todas las blandeces que el arte produzca sobre el posconflic­to.

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