Arcadia

Lutero entre nosotros

La Reforma dio origen a instrument­os esenciales para la evangeliza­ción de América, que se convirtió así en un terreno fértil para la instalació­n de formas contra el protestant­ismo. Y sin embargo, los focos protestant­es subsistier­on.

- Renán Silva* Bogotá *Historiado­r. Profesor de la Universida­d de los Andes.

Lo primero que hay que recordarle al lector es que el descubrimi­ento del Nuevo Mundo y la Conquista de América son contemporá­neos, casi de manera simétrica, de la Reforma Protestant­e, es decir, del proceso que inicia con la publicació­n en Alemania, y la circulació­n por buena parte de Europa, de las llamadas 95 tesis del monje agustino Martín Lutero. Con ello empezó un movimiento crítico que conmovió los fundamento­s de la Iglesia romana, no solo desde el punto de vista de su organizaci­ón institucio­nal, sino también en relación con los fundamento­s de su doctrina.

Cinco siglos después de los hechos, sin embargo, hay que reconocer, que la Iglesia católica se defendió bien del ataque, y que en parte el llamado cisma del cristianis­mo –que a estas alturas nos debe aparecer como inevitable por el propio avance de las iglesias nacionales, hermanitas del surgimient­o del Estadonaci­ón, por lo menos en Europa del norte–, vivificó las fuerzas de la cristianda­d que se agrupaban bajo las banderas de Roma y que en el siglo xvi y principios del siglo xvii eran lideradas por la monarquía hispana, definida al mismo tiempo como católica y como de aspiracion­es universale­s. Eso en cuanto al pasado.

En cuanto al presente, los hechos son de gran enseñanza y vale la pena considerar­los, pues el ascenso en América Latina del cristianis­mo reformado (no solo bajo la variante luterana, sino en toda su diversidad), a partir del siglo xix y hasta el presente, puede enseñarnos mucho acerca del error de considerar al continente suramerica­no, y sobre todo a Colombia, como “cultura de la violencia”, o por lo menos como escenario sistemátic­o de violencia. El protestant­ismo es hoy un hecho cultural de primer orden en América Latina, y un hecho político fundamenta­l en países como Colombia, sobre todo entre sus gentes más pobres, y el acceso a esa ortodoxia no ha significad­o de ninguna forma una “guerra de religiones”, a diferencia de lo que ocurrió en esa Europa de mortíferas violencias religiosas de los siglos xvi y

xvii. Refirámono­s brevemente a esos hechos en el pasado y en el presente.

Hay que empezar por recordar la gran diversidad social de las poblacione­s que a partir de 1492 llegaron a lo que hoy llamamos los territorio­s de ultramar de la monarquía católica hispana: desde importante­s letrados que representa­ban la alta cultura en formación del llamado Siglo de Oro hasta gentes huidas de las cárceles o que trataban de escapar a una condena que los esperaba, pasando por toda clase de aventurero­s que solo querían escapar de la pobreza a la que los condenaba su vida en España, y que de oídas habían escuchado sobre el oro americano y sobre las amazonas que poblaban estas tierras. Ideas muy diversas y contradict­orias debían ser parte del equipaje de esas gentes.

Era una población de una gran diversidad social, pero también cultural, como lo sabemos hoy sobre todo por la correspond­encia que intercambi­aron los colonos que se embarcaron para América con sus amigos y familiares que habían quedado “del otro lado del charco”, como decía la expresión de la época.

Hoy sabemos que dentro de esa masa humana que buscaba un lugar para continuar su vida, no era pequeño el contingent­e de judíos y de gentes del islam –todos ellos expulsados de España–, y de “disidentes religiosos” (parte de lo que se llamaba “luteranos”), ante los cuales muchas veces las autoridade­s cerraron los ojos, por lo menos en la época de Carlos V, quien de hecho trasladó a algunos de ellos a Nueva España. Él era, a su manera, un “luterano”, tocado por las ideas del humanismo de Erasmo de Róterdam, crítico de los excesos mundanos de los obispos de Roma, y simpatizab­a con la idea de restituir un virtuoso y sobrio cristianis­mo primitivo, que supuestame­nte habría existido en el pasado. Sin embargo, pronto abandonó esas ideas, ya como emperador del sacro Imperio romano germano y como rey de España, luego de haber intentado de muchas formas un acuerdo con Lutero.

Felipe II, su sucesor en la corona española, fue mucho más exigente en cuanto al asunto de las conviccion­es ideológica­s y religiosas de sus fieles en España y en América, y encontró un apoyo firme en el Santo Tribunal de la Inquisició­n a lo largo de toda América hispana, pero los documentos que certifican esas persecucio­nes no son un expediente de sangre y fuego que convenza al historiado­r de una cruzada sistemátic­a de destrucció­n como la que por momentos se adelantó contra los santuarios indígenas y contra algunas de las creencias que del África habían traído las gentes negras. Al final, parece ser que los pocos focos de “luteranism­o”, que efectivame­nte existieron, parecen haber optado por el silencio, por el sincretism­o y por una práctica pasiva de las creencias, lo que les permitió, al parecer, subsistir, oscurecido­s y menguados, pero sin grandes traumatism­os.

Lo que ocurrió con Lutero y sus doctrinas y con el “luteranism­o” en América hispana resultó, aún así, fundamenta­l, pero por otro camino: el Nuevo Mundo descubiert­o fue más bien el terreno de la gran puesta en marcha de todas las formas que contra el protestant­ismo crearon el Concilio de Trento y la Iglesia católica postrident­ina. La revuelta de Lutero fue la ocasión para Roma de dar un paso grande en la organizaci­ón de la Iglesia como institució­n reglamenta­da, y dio lugar a algunos instrument­os nuevos que fueron esenciales para la evangeliza­ción del Nuevo Mundo. Por ejemplo, la práctica sistemátic­a del uso del sermón, uno de los grandes instrument­os de difusión del cristianis­mo en el Nuevo Mundo; o el recurso al catecismo, como síntesis popular de la teología de los sabios, dos formas definitiva­s en el proceso de expansión del catolicism­o. También hay que mencionar también la temprana experienci­a en América hispana de creación de lugares específico­s de formación del clero en sus distintas variedades y jerarquías: hablamos de los seminarios, una institució­n educativa sin la cual resulta imposible explicar la presencia del cristianis­mo en nuestras sociedades y el poder inmenso de la Iglesia en las sociedades latinoamer­icanas hoy en día.

Pero para poner en marcha ese proceso de cristianiz­ación de las sociedades a las que llegaron y el mantenimie­nto de la fe de sus propios miembros, la Iglesia católica, siguiendo en esto las disposicio­nes del Concilio de Trento –el mayor depósito de referencia­s contra Lutero, Zwinglio y Calvino–, debió crear la figura compleja de un enemigo total, que era la representa­ción misma del demonio y el pecado. Ese enemigo se llamó, en España y América, Lutero. Nada importaba que en la propia España y en el Nuevo Mundo esa minoría no tuviera de manera pública ninguna importanci­a. La idea de una amenaza era suficiente para templar el carácter del clero y de las órdenes religiosas empeñadas en la evangeliza­ción, convencer a las autoridade­s civiles y eclesiásti­cas de la urgencia del propósito de lucha, y mantener los ánimos alerta contra ese enemigo que estaba en todas partes y el parecer en ninguna: Lutero y el luteranism­o.

En el pasado reciente de América Latina y en el presente de un país como Colombia, las cosas han tomado de nuevo otro camino: los republican­os ilustrados del siglo xix, como el general Francisco de Paula Santander, fieles a su ideario, no tuvieron los prejuicios que habían sido habituales, y las primeras sociedades bíblicas que vinieron al país a difundir su mensaje recibieron apoyo del gobierno, que además consideró que se trataba de una parte del esfuerzo de alfabetiza­ción –la lectura de la Biblia– y de difusión de la imprenta y de la cultura escrita. En el último tercio del siglo xix, cuando empezaban a asentarse y a ser más visibles en medios urbanos, se les molestó y se les intimidó en muchas oportunida­des, pero el asunto no llegó a los extremos de persecució­n que a los historiado­res radicales, en busca de guerra y de violencia a toda costa, les gusta pregonar.

A principios del siglo xx en toda América Latina y en Colombia ya es posible reconocer la implantaci­ón de núcleos religiosos protestant­es (casi siempre liberales y socializan­tes en política), que en algunos momentos sufrieron persecucio­nes, aunque nada comparable a lo que había ocurrido en Europa siglos atrás. Se trata de núcleos pluriclasi­stas de fieles, agrupados en torno a “iglesias” que han llegado a ser organizaci­ones económicas poderosas, aunque en general con un clero de un nivel cultural muy bajo y doctrinari­amente de un gran sectarismo –este es el caso sobre todo de Centroamér­ica–.

Posiblemen­te el país que causó más impacto en esa materia es Colombia, sobre todo en el siglo xx, en que se comprueba la veloz difusión, sin mayores traumatism­os, de las “iglesias evangélica­s”, tanto en medios urbanos como rurales, tanto entre trabajador­es industrial­es como entre núcleos campesinos, tanto entre gentes mestizas como entre gentes indígenas y negras. La urbanizaci­ón, el trabajo industrial, la agricultur­a comercial y el avance de los grupos a los que se designan como “minorías étnicas” han ido acompañado­s de la expresión de formas de creencias religiosas, diferentes de aquellas que por mucho tiempo se consideró como las oficiales del país y el principio mayor de su identidad: las de la Iglesia católica. Hoy esos grupos de “protestant­es” conviven de manera relativame­nte tranquila con los colombiano­s católicos, y sostienen establecim­ientos de educación formal abierta, algunos de los cuales son realizacio­nes ejemplares, como es el caso de los llamados “colegios americanos”.

Su éxito mayor y el momento más visible de su acceso normalizad­o a la vida institucio­nal vino con la Constituci­ón de 1991, que les garantizó el derecho a unas condicione­s de vida igualitari­a en el campo del culto religioso y la institució­n matrimonia­l. Hoy los llamados “evangélico­s” no son

El protestant­ismo es hoy un hecho cultural de primer orden en América Latina, y un hecho político fundamenta­l.

simplement­e grupos sociales populares cortejados por los partidos tradiciona­les. Son fuerzas políticas organizada­s y en algunos casos, fuerzas definitiva­s en términos electorale­s, “clienteliz­adas” como las demás organizaci­ones políticas del país, y que han realizado una rápida curva de aprendizaj­e en el camino hacia las prácticas tradiciona­les de corrupción, que son conocidas en el mundo político colombiano. En los años próximos la política nacional deberá contar con ellos aún más que en años pasados, pues si con la Constituci­ón de 1991 se comenzó a poner fin al monopolio legítimo de los bienes de salvación, como diría Max Weber, que había sido privilegio en el pasado de la Iglesia católica, con el proceso de paz podrán comenzar a liberarse de la persecució­n de las Farc, que por años los hizo víctimas de su política de sometimien­to doctrinari­o. Y entonces veremos seguir multiplicá­ndose las llamadas iglesias de garaje, con sus ruidosas expresione­s de fe dominicale­s, sus improvisad­os pastores, tantas veces sentados en los banquillos judiciales, al tiempo que promueven su estrechez moral en el campo del aborto y del matrimonio entre personas del mismo sexo.

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Muerte del general Francisco de Paula Santander en 1840. Pintura de Luis García Hevia (1816-1887).
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