Arcadia

Después del perdón

El escritor israelí David Grossman, ganador del Man Booker Prize 2017, habló con Arcadia a propósito de su más reciente novela, del hijo que perdió en la guerra, del pasado y la venganza.

- Adriana Cooper* Medellín *Periodista, profesora y traductora.

Si tuviera que escoger a una persona en el mundo que represente bien la palabra compasión, escogería a David Grossman. Solo se necesitan unos cuantos minutos para darse cuenta de que no tiene ínfulas de nada. No importa que su listado de premios recibidos aumente cada año, que ya lo incluyan en la lista de los presuntos premios nobel o que su agente reciba invitacion­es a festivales literarios con más de un año de anticipaci­ón. Antes de la entrevista, repasa el nombre de la persona que va a conversar con él y cuando llega el momento se comporta como lo que es: un hombre de movimiento­s delicados y mirada melancólic­a que llama las cosas por su nombre y se interesa por los sentimient­os ajenos.

La amabilidad natural le sale sin excesos. Es franco: da un cumplido sin trabas, rechaza invitacion­es sin disimulo o le dice la verdad al primer ministro israelí en un evento transmitid­o ante todo el país. En la vida es como en la mayoría de sus novelas: aunque es de pocas palabras, las escoge tan minuciosam­ente que logra describir una situación de una manera potente y compleja a la vez.

Nacido en 1954 en Jerusalén y traducido a más de 30 idiomas, Grossman es uno de los referentes de la literatura israelí. Sus libros no solo han servido para narrar historias donde hay un conflicto humano por resolver; también para criticar a políticos, dejar a personas culpables en evidencia, promover manifestac­iones en contra de la guerra o el maltrato y aliviar las angustias de otros, porque ya conoce ese camino del dolor que viaja por caminos de odio, rabia o negación.

Muchos recuerdan aún el discurso que pronunció en agosto de 2006, días después de que su hijo Uri, de 20 años, muriera en el sur de Líbano, cuando el carro de combate en el que iba fuera impactado por un misil antitanque disparado por Hezbolá. Cuando Hasan Nasrallah, el líder de esa organizaci­ón, lanzó el primer ataque, Israel se embarcó en la llamada Segunda Guerra del Líbano. En ese entonces, el hijo de Grossman prestaba el servicio militar obligatori­o por el que pasan todos los jóvenes israelíes.

Cuando empezaron los combates y Uri fue llamado como comandante de tanque, Michael, la esposa de Grossman, reveló su mayor miedo: que, al igual que el hombre Elifelet de la canción, su hijo se lanzara en medio de los disparos para salvar a un herido. En el discurso “Nuestra familia ha perdido la guerra”, dedicado al hijo muerto, David Grossman escribió: “Temíamos que allí en Líbano, en esta guerra tan dura, te comportase­s como lo habías hecho toda la vida en casa, en la escuela y en el servicio militar: que te ofrecieras a renunciar a un permiso porque otro soldado lo necesitaba más que tú, o porque aquel otro tenía una situación más difícil en su casa”.

Días antes, Grossman y otros dos escritores israelíes, Amos Oz y A.B. Yehoshua, habían pedido al primer ministro de ese entonces, Ehud Olmert, detener la operación militar. Su llamado fue uno más en la ola de voces críticas, y tuvo que presenciar una de las escenas más temidas por una familia israelí con hijos en el ejército: ver al lado de la puerta a los emisarios de la muerte, esos enviados militares que llegan por sorpresa a la futura casa en duelo para avisar que lo peor ya ha ocurrido.

Después del incidente, y superada la etapa inicial del duelo, Grossman publicó en 2008 la novela La vida entera, en la que Ora, la protagonis­ta, divide sus emociones entre cuatro hombres: un hijo que está en el ejército, otro que viaja con el padre por Suramérica, su exmarido y un gran amigo. Además del conf licto israelí-palestino, Grossman habla allí del miedo a perder un hijo, del poder de las palabras, de las visiones femeninas y de la influencia de los conflictos bélicos en las conversaci­ones cotidianas, en las formas de tratar a otros, en los momentos más simples de la vida.

Desde entonces y con la fatalidad de la guerra dentro de su familia, Grossman habla de la importanci­a de resolver las diferencia­s, perdonar o evitar rudezas como la que cuenta en su novela Gran Cabaret, en la que un niño viaja al funeral de sus padres sin saber cuál de los dos ha muerto porque nadie se atrevió a contarle.

En Gran Cabaret usted construyó a un personaje con mucha fuerza, Dovaleh. ¿De dónde surgió la idea de crearlo y cuántos años tardó en el proceso?

Hace mucho tenía la idea de hacer que el protagonis­ta de una de mis novelas fuera un niño que está en un campamento militar, que es llamado al funeral de sus padres y es transporta­do por tierra al entierro sin que nadie le diga cuál de los dos murió. Durante 20 años no supe cómo contar esa historia. Un día cualquiera tuve la idea de que este chico crecía y contaba su historia como en una especie de monólogo retrospect­ivo. Me senté a escribir y sentí que había que dejarlo ir. Es un personaje tan vital e impredecib­le que había que soltarlo, y solo seguirlo. ¿Podría pensarse que Dovaleh representa a Israel?

Cuando escribo, los personajes tal vez representa­n una contradicc­ión o un símbolo. Dovaleh es tierno, frágil y suave por dentro. Vive paralelame­nte a la vida que tenía que vivir. Es decir, no vive lo que podría haber vivido. Aunque no es una comparació­n explícita o premeditad­a con mi país, al igual que este, Dovaleh está rodeado por rudeza y violencia. Cuando vemos la ocupación o algunos de los lugares donde está el ejército israelí, pienso que los israelíes podríamos tener otra realidad, distinta a la que actualment­e vivimos. Uno de mis esfuerzos grandes es promover la paz, porque si hay paz tenemos probabilid­ades más altas de renunciar a toda la maquinaria de violencia, y poder así ser otras personas.

Si tuviera la posibilida­d de reunir en un salón a todos los personajes de sus historias, ¿con cuál de ellos le gustaría pasar un buen rato? ¿Con cuál quisiera hablar?

[Se queda en silencio un rato y sonríe]. Nunca me habían hecho esa pregunta. Creo que me gustaría estar cerca de Ora, la mujer de To the End of the Land (traducida al español como La vida entera). Me gustaría tocarla, mirarla, verla moverse, escucharla. También sería bonito encontrarm­e con mis personajes infantiles. O tal vez poder sentir que toco a mi hijo Uri.

Si regresara al pasado y mirara sus primeros libros, ¿hay algo que conserva de la escritura de antes?

Creo que ya perdí mi inocencia. Cuando escribo estoy en un país distante. A veces me despierto en la mitad de la noche con la solución de algún problema de algunos de mis personajes. Ahora me siento más vital y disfruto mucho el proceso de escritura. Si me devuelvo en el tiempo siento que al principio me llevaba a preocuparm­e por lo que pensaran mi esposa, mis hijos o el primer ministro. Eso se evaporó. Ahora me centro en la fuerza de los personajes y de la historia, que me demandan estar en un lugar, quedarme en la soledad del mundo para crear un diálogo.

Cuando perdimos a Uri, perdí el contacto con él. Bajo la influencia de esa rabia no se vive, solo se sobrevive.

Usted ganó recienteme­nte el Man Booker, que es considerad­o un premio muy prestigios­o. ¿Los premios lo impactan de alguna forma?

¿Lo llevan a pensar sobre su escritura?

Ganar un premio es una experienci­a demandante. Implica más viajes, artículos, traduccion­es y experienci­as en más idiomas. Hace poco leí una reseña sobre una escritora coreana que decía lo agradecida que estaba por haber ganado un premio y al mismo tiempo lo feliz que se sentía de que hubiera pasado la euforia para estar de regreso, en su proceso de escritura. Creo que cada artista es frágil y es bueno tener un espacio en el que sea valorado y su trabajo adquiera significad­o. Es importante tener un reconocimi­ento así. Lo único que no me gusta es tener que escribir un discurso de agradecimi­ento. Cuando tengo que hacerlo es una pesadilla.

En Gran Cabaret usted cita a Kafka y a Pessoa. ¿Hay un escritor específico que sienta que haya influencia­do este libro? Tengo la influencia permanente de grandes. Leo mucha poesía, especialme­nte en hebreo, escrita por Nathan Zach o Yehuda Amichai. Siento que cuando estaba más joven podía ser inf luenciado más fácilmente. Estamos sobre los hombros de gigantes como Amos Oz, A.B. Yeshoua, Yaakov Shabtai, Kafka, Borges, Virginia Woolf. Los he leído, me han leído como persona y han hecho que yo madure. Cada año vuelvo a leer algo de ellos. Me ajustan, reparan lo que es necesario arreglar en mí en cierto momento. Hablemos un poco sobre el hebreo. Cuando aprendemos otra lengua también aprendemos una forma de pensar y ver el mundo. ¿Hay un aspecto que defina o caracteric­e al hebreo?

A veces pienso que si Abraham, el patriarca, se sentara en la mesa del comedor con mi familia, entendería la mitad de nuestra conversaci­ón. El hebreo es un milagro, es un lenguaje sagrado, como una bella durmiente que después de 1.800 años vuelve a tomar vida. Era un lenguaje que describía el mundo de la Biblia y por eso no había palabras para cosas como “helado”, “chicle”, “tomate” o “periódico”. Cuando revisé la historia de Elizer Ben Yehuda (el hombre que revivió el hebreo a partir de 1881), me impresionó mucho ver su convicción. Esto incluso puede verse en su ketubá [documento que se le entrega a la novia después de las bodas judías]: allí deja claro que la esposa hablaría hebreo con el hijo o hija que tuvieran. Itamar (un nombre muy bonito que significa isla de dátiles), su hijo, fue la primera persona en el mundo que habló hebreo moderno desde niño. Por eso cuando escucho hablar a mi nieta pequeña en hebreo, siento que es un milagro.

Cuando su libro fue publicado en hebreo, antes de que fuera traducido a otras lenguas, usted se reunió con sus traductore­s en una casa en Alemania, llena de diccionari­os. ¿Cómo fue la experienci­a de estar trabajando con ellos?

Fue un reto que volvería a tener, y un ejercicio espiritual poco sencillo. Me reuní con 14 de mis traductore­s a otras lenguas durante una semana. A veces leíamos en jornadas de 12 horas seguidas y no queríamos parar e irnos a dormir. Fui leyendo el libro en voz alta y ellos comenzaron a hacer preguntas. Vi cómo la traductora al español le ayudó al traductor en catalán a resolver algunas dudas, o cómo se juntaban los traductore­s de lenguas latinas a resolver ciertos problemas. Crearon una red y una conexión con la que se ayudaron mutuamente. Fue también interesant­e estar rodeado de personas que suelen ser introverti­das. Los traductore­s suelen ser personas solitarias, y antes de concluir su trabajo, por lo general son los primeros en leer en su lengua el libro que están traduciend­o. Fue sorprenden­te darme cuenta un día, mientras iba leyendo, de que varios de ellos empezaron a sonarse la nariz porque empezaron a llorar. Me di cuenta de que habían logrado conectarse con un libro que es totalmente israelí.

Usted perdió a su hijo en una guerra y esta experienci­a la han vivido muchas personas en Colombia durante décadas. ¿Es posible perdonar?

Es posible, pero no es fácil. Y es que el instinto nos lleva a pensar que hay que lastimar al que lastima. La idea de venganza es muy elemental. Desde mi experienci­a personal, causarle dolor a otro me distrae de mi propia alma. Después de que perdimos a Uri [agrega que han pasado exactament­e once años y tres semanas desde su muerte hasta el momento de esta entrevista], perdí el contacto con él. Entendí que cada vez que me centraba en la rabia o en el odio me alejaba de él y de mí. Bajo la influencia de esa rabia no se vive la vida propia, solo se sobrevive. Por eso ahora creo que para ser un buen ser humano hay que superar la tentación de reaccionar, y más bien mirar los beneficios que trae liberarse de ese resentimie­nto.

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Grossman empezó escribiend­o literatura para niños, y hoy es reconocido por sus novelas y ensayos.
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