Arcadia

Por las calles de U2

¿Se parece U2 a Irlanda? A pesar de los gritos heridos de quienes consideran al cuarteto irlandés una especie de grupo vendido al sistema, todo es más complejo de lo que parece: en pleno Bloomsday, tras las huellas de Leopold Bloom en Dublín, este viajero

- Sandro Romero Rey* Bogotá *Escritor, docente, realizador. Autor de Género y destino (U. Distrital, 2017).

El viajero que llega a Dublín el 16 de junio de 2017 para las celebracio­nes del llamado “Bloomsday” se encuentra, en las portadas de los periódicos locales, con la amenaza de una bomba en el concierto de U2 en Croke Park, la cual estallaría… ¡el 22 de julio siguiente! Es decir, el terrorismo del nuevo milenio informa con un mes de anticipaci­ón. Es el signo fatal de los nuevos tiempos. ¿Qué impulso irreprimib­le empuja al viajero a seguir los pasos de un grupo de rock, odiado por los intelectua­les y despreciad­o por todo aquel que rechace las ambiciones mesiánicas de Bono?

El viajero está en Dublín tras las huellas del Ulises de Joyce, tras los restos de la alejada Torre Martello y de la Duke Street, del inexistent­e número 7 de Eccles Street o de las ruinas del desapareci­do “distrito rojo” del norte de la ciudad. Pero U2, como una sombra del pasado del viajero, se atraviesa en el camino. ¿Es tan importante U2, cuando James Joyce o Samuel Beckett u Oscar Wilde son los santos tutelares de la cultura dublinesa de los siglos xix y xx? El viajero lo enfrenta. Para el viajero los escritores no son suficiente­s. También están las deudas sonoras con Irlanda. Y el as bajo la manga de la nostalgia está allí, cuando descubre el Museo del Rock And Roll Irlandés, a unas pocas cuadras del joyceano pub de Davy Byrne.

“El sábado 7 de octubre del presente año estará U2 en Bogotá”, piensa el viajero y su piel se eriza. “Estoy en las entrañas donde todo comenzó. No puedo dejar pasar este momento”. ¿Sobreactua­do? No le importa. Se remonta a comienzos de la década del ochenta cuando descubrió, por los designios de los dioses celtas, la reproducci­ón en Betamax del concierto (5 de junio de 1983) de un grupo desconocid­o, en el teatro al aire libre de las Red Rock Mountains en Denver, Colorado. El videocaset­e, adquirido en la calle 19 con carrera cuarta de la capital colombiana, fue una cachetada. Bono, en la helada belleza de sus 23 años, acompañado de tres músicos precisos como un metrónomo (The Edge a sus 22, Adam Clayton, 23, Larry Mullen Jr., 22), le brindaron una nueva epifanía. Pocas veces el amor llega a primera vista con la música. Pero, el llamado Under A Blood Red Sky se convertirí­a en una adicción que, 34 años después, aún persiste en su memoria y en una copia restaurada digitalmen­te que suena como en el primer día del mundo. Es un momento irrepetibl­e en la historia del rock, tal como lo afirmó con vehemencia el director del video, Gavin Taylor, muchos años después del prodigio. Nada, después de este concierto, sería igual. Al contrario, todo serviría para redoblar los aplausos. De allí en adelante, la fascinació­n se instalaría en el alma del viajero: la aparición de U2, dos años después en el Live-aid londinense (en Red Rocks había 5.000 espectador­es; en el viejo Wembley, 90.000); el estupendo largometra­je Rattle & Hum, de 1988, del entonces jovencísim­o Phil Joanou. Todo terminará fascinándo­le: sus 13 álbumes, sus conciertos. En fin: su sagrada desmesura.

El viajero no quiere mezclar la política en estos asuntos, porque el lector pasará la página enfurecido. Bastará con decir que estaba preparado, con los nervios de punta, para el concierto del estadio El Campín de Bogotá. Aunque, para ser consecuent­es con la verdad, U2 ya había estado en la capital colombiana, tal como lo registró el viajero en su momento, a raíz de la proyección del concierto titulado U23D, presentado en sistema Imax, en las inmediacio­nes de Cuadra Picha. El viajero la vio cinco veces, fascinado con sus 18 cámaras voladoras filmando en tercera dimensión. Así que el asunto no era un peregrinaj­e de poca monta. El viajero estaba informado y conocía, entre otros, el libro Bono: en el nombre del poder, del periodista Harry Browne, que había tenido cierto reconocimi­ento local gracias a la foto de la portada, en la que se veía al cantante de la banda haciendo un símbolo de paz, acompañado del insoportab­le George W. Bush. Como los paisanos del viajero no leen, se quedaron con semejante imagen arrogante y el libro sentenció la sospecha de que Paul David Hewson, más conocido como Bono, era un vendido. El viajero cierra los ojos y se salta la polémica. Todo lo que nos hace botar lágrimas nos ha sido vendido: el rock, la revolución, la ópera, las exposicion­es, la danza contemporá­nea, los libros, la religión, la noche. U2 es uno más de los terrenos colonizado­s de nuestro inconscien­te que el viajero toma o deja y no hay nada más que explicar. El viajero sigue amando la música de U2 porque una vez lo tumbó de un caballo con su rayo de luz. El resto es repetición y nostalgia.

Prosigamos. Una vez depositado en Irlanda, donde es más difícil entrar para un colombiano que a la mismísima Gran Bretaña, se instala la pregunta: ¿por dónde empezar? Si se va tras los pasos de Leopold Bloom, las pistas son muy claras y, aunque no se trata de un acontecimi­ento de turismo delirante, quien quiera recorrer el Ulises podrá imaginárse­lo en sus calles. Aunque, en realidad, el Dublín de Joyce no existe y, si somos respetuoso­s con la literatura, es muy probable que nunca haya existido. Pero la ciudad en la que crecieron Bono, The Edge, Mullen y Clayton es posible que sí esté muy cercana a lo que, hoy por hoy, se sigue llamando Éire. El viajero opta por buscar las pistas de Mount Temple, el centro protestant­e donde Bono hizo su secundaria y, para completar la peregrinac­ión iniciática, decide cruzar por Cedarwood Road, un lugar inmortaliz­ado en el álbum Songs of Innocence, donde el cantante selló su destino. Pero quizás si el lector busca una pista panorámica, la adolescenc­ia de una banda es un paisaje tan impreciso como las calles de Joyce. Así que se pueden ensayar otras variantes para llegar a U2. Al viajero le parece que, entre todos los acontecimi­entos que les ocurrieron a los jóvenes cristianos punk de la futura banda, el lugar más curioso sería la tienda de audífonos del centro de Dublín llamada Bonavox, en North Earl Street, de donde Paul Hewson sacaría su seudónimo. Clic.

Es un buen comienzo, pero los museos también son refugios amables. El viajero se sacude, sin proponérse­lo, al toparse con el Muro de la Fama que adorna una de las paredes del Museo del Rock And Roll Irlandés donde, se supone, está la protohisto­ria de los sonidos gaélicos, de Rory Gallagher a Thin Lizzy, de Van Morrison (aunque el insigne caballero sea de Belfast) a Sinead O’connor, de los Boomtown Rats a, cómo no, U2. Sí, allí están todos ellos y muchos más. Pero el viajero recomienda iniciar el recorrido por el Little Museum of Dublin, porque allí la banda que nos convoca está “contextual­izada” en el espíritu de una ciudad, donde no solo habita la música sino también sus temas. Situado al frente de St. Stephen’s Green, a pocos metros de la casa donde pasó su infancia Oscar Wilde, muy cerca de la escultura coloreada del autor de De Profundis (sentado en coqueta postura sobre una roca, siempre rodeado de turistas japoneses), el pequeño museo de la capital acoge mascarilla­s mortuorias, el busto de Bram Stoker (autor de la novela Drácula, otro ilustre irlandés), variada memorabili­a y, cómo no, en el último piso, la gesta de U2. Allí está, de cuerpo entero, Mr. Mcphisto, el personaje creado para la gira ZOOTV de 1993. Hay afiches y fotos donde Bono comparte

El mundo del rock está construido sobre el soporte de la superficia­lidad y allí radica su misteriosa atracción.

escaparate con… ¡Samuel Beckett! Como para que mueran Malone y todos los filisteos. Allí reposa también el carro del video de Sweetest Thing, soporte del ya clásico plano secuencia de Bono disculpánd­ose ante su esposa. ¿Banalidade­s? Por supuesto. El viajero sabe que el mundo del rock está construido sobre el soporte de la superficia­lidad y allí radica su misteriosa atracción para sumergirse en sus abismos.

Dublín es una ciudad, como buena parte de las principale­s capitales europeas, partida en dos por un río. En este caso, el viajero se encuentra ante el Liffey, punto de encuentro y de respiració­n iniciática, línea divisoria, según cuentan los manuales de historia, entre un norte pobre, católico y un sur rico, protestant­e. ¿Es aún así? Claro que no. El norte ya no es el norte ni el sur es el sur en ninguna parte del estrecho planeta que aguantamos. La zona norte donde creció Joyce no respiraba la misma pobreza en los años setenta, cuando Bono y su ejército de salvación diseñaron sus pasiones. El cantante se educó entre el protestant­ismo de su madre y el catolicism­o de su padre, vivió lejos de la violencia irracional de los fundamenta­lismos religiosos y tuvo tiempo hasta para atizar sus herramient­as teatrales (fue alumno de un discípulo de Marcel Marceau) que, como a David Bowie, le brindaron los recursos más efectivos para su carrera de seductor de multitudes.

El Liffey ha sido inmortaliz­ado por “el personaje” llamado Anna Livia Plurabelle de la novela Finnegans Wake, de Joyce. El río es, a su vez, sombra y presencia en la vida de U2. No en vano se pensó en construir, en las mismísimas riberas de su zona este, la babilónica U2 Tower que la crisis del nuevo milenio echó al traste. Los irlandeses, sin embargo, no cejan en su empeño y ya se habla de un Museo U2 en los muelles cercanos, no muy lejos del Puente Samuel Beckett, construido por el arquitecto español Santiago Calatrava. Sí. Todos terminan convertido­s en puentes, edificios, esculturas, ríos, máscaras: “La muerte haciendo su trabajo”, al decir de Jean Cocteau. El viajero sabe que la suerte está echada. Bebe un poco de whisky y sigue su camino.

Tras la visita al Museo del Rock Irlandés, la peregrinac­ión debe conducir hacia los Windmill Lane Studios, donde la banda grabó sus primeros álbumes con el productor Steve Lillywhite. ¿Se parece U2 a Irlanda? El misterio de su universali­dad, la razón por la cual el viajero descubrió a los jóvenes dublineses en una pequeña tienda de discos de Bogotá, se debe, algunos así lo afirman, al talento de su productor y al entusiasmo militar de Paul Macguinnes­s, primer mánager de la banda. Pero no os llaméis a equívocos, lectores. Ser “comercial” es un arte mucho más complejo de lo que parece y los blancos estandarte­s de U2 trasciende­n las fáciles estrategia­s de mercadeo. No se llega tan fácil de Éire a Colombia. Por eso, mientras el Bloomsday sigue su curso, para el viajero se atraviesan siempre las preguntas sobre los “mysterious ways” que configurar­on al cuarteto. Porque, así fuese demasiado tarde, el grupo estaría en su país y podría cerrar, de una vez por todas, el vértigo y la elevación.

U2 pisa el estadio El Campín de Bogotá y con el viajero están los recuerdos del Harcourt Hotel donde quedaron los Keystone Studios, en los que grabaron su primer demo. U2 suelta Sunday Bloody Sunday y vendrá el aroma del Dandelion Market (ahora TGI Fridays), alrededore­s sagrados de los conciertos iniciático­s. El viajero evocará el aroma del Peter’s Pub y la atmósfera confortabl­e del Gaiety Theatre, recordando tristes videos promociona­les. Sonreirá ante la imagen de Claddagh Records, allí se compran buenos discos, al lado de los viejos STS Studios, en los que se gestaron The Joshua Tree y Achtung Baby. Recordará la esquina en la que una placa inmortaliz­a al guitarrist­a Rory Gallagher y brindará ante la silueta imaginada del Project Arts Centre, donde Paul Mcguinness se cuadró para siempre con los viejos muchachos.

Una buena parte de Dublín le pertenece a U2 y los viajeros lo saben, lo sabemos. Si el lector va a Dublín, visite al menos la fachada del Clarence Hotel, de propiedad de Bono y The Edge, en cuya terraza se interpretó a gritos Beautiful Day. Pisé con un suspiro la librería Easons y el Cine Savoy, viejos centros que evocan anécdotas triunfales de los siempre triunfales héroes del cuarteto. Todo Dublín huele a U2, incluidos los hermosos caminos del Trinity College, donde alguna vez estudió Samuel Beckett, antes de su viaje definitivo a Francia. Allí, en sus patios, al menos cinco conciertos de la banda los consagraro­n para la eternidad. En fin. Es muy probable que la casa de U2 ya no sea Irlanda (U2 Go Home se llama el excelente video filmado en las inmediacio­nes de Slane Castle, durante la gira de 2001). U2 le pertenece a una humanidad que aún se aferra a utopías manchadas y, 40 años después, parece darles resultados. Pero si el Mesías no regresó nunca a la Tierra, al menos nos dejó a “los cuatro muchachos del norte de Dublín” para decirnos que el invento del mundo fue una mentira, pero que ahí estaba la música irlandesa para que lloráramos a gusto por el tiempo que quede de nuestras existencia­s.

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El cuarteto dublinés U2, en Bruselas, Bélgica, el pasado junio, en la gira que llegará a Colombia el próximo octubre.
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