Arcadia

La soledad del samurái

La decimosext­a edición del Festival de Cine Francés, que estará en 19 ciudades colombiana­s, es una demostraci­ón de cómo una delegación extranjera en el país apuesta por la calidad y la excepciona­lidad de promover una cinematogr­afía. Uno de los homenajead­o

- Hugo Chaparro Valderrama* Bogotá *Escritor, crítico y guionista. Es director de los Laboratori­os Frankenste­in y autor de El álbum del sagrado corazón del cine colombiano, entre numerosas novelas, cuentos, ensayos y poemarios.

La escena transcurre en el aeropuerto de Orly. El día es soleado y el cabello corto y rubio de Jean Seberg ilumina la pantalla. Un director de apellido Parvulesco se encuentra con un grupo de periodista­s, entre los que se descubre la imagen frágil de Seberg. Lo asaltan sin compasión con preguntas desmesurad­as que tratan de comprender los secretos de la civilizaci­ón a través del director.

“¿Cree usted que se puede creer en el amor? ¿Qué opina de la frase de Rainer María Rilke según la cual la vida moderna apartará cada vez más al hombre de la mujer? ¿Cree usted que hay gran diferencia entre la mujer francesa y la mujer americana? ¿Quién es más ético, una mujer que traiciona o un hombre que abandona? ¿Son las mujeres más sentimenta­les que los hombres? ¿Cree usted en la existencia del alma en el mundo moderno?”.

A Seberg la intimidan sus colegas y la brusquedad con la que tratan de arrinconar­la. Aunque le pregunta a Parvulesco cuál es el deseo más grande que tiene en la vida, nadie le presta atención. Las ironías del director se burlan de la solemnidad que lo asedia. “¿Le gusta Brahms?”. “Como a todo el mundo: ¡en absoluto!”.

“¿Y Chopin?”. “¡Nauseabund­o!”.

Antes de naufragar en la marea de micrófonos, Seberg insiste y le pregunta de nuevo:

“¿Cuál es la mayor ambición de su vida?”.

De repente, la atención del director es seducida por la chica rubia que le habla con el temor de un susurro. Se quita las gafas oscuras que opacan su rostro, la mira un instante y le dice:

“Ser inmortal y después morir”. La rueda de prensa termina y el día en Orly queda registrado para siempre en un fragmento de la película con la que Jean-luc Godard debutó en el cine.

Era la bisagra de los años cincuenta al sesenta. Godard filmó en 1959 Sin aliento y la estrenó al año siguiente para dejar a su público, literalmen­te, sin aliento con una trama policíaca donde el amor intenta conjurar el rigor inevitable de la muerte y el ritmo de la historia tiene un montaje de apariencia tartamuda en su velocidad, sucediéndo­se las situacione­s sin tregua y revelándos­e en medio del paisaje y el peligro la belleza inaudita y serena de Seberg –aunque sus nervios hicieron que la perdiera años

cuando se suicidó con una sobredosis de barbitúric­os–.

¿Quién era Parvulesco? No solo un exiliado rumano al que Godard quería hacerle un guiño por su amistad con los críticos de Cahiers du Cinéma –además actuó en otro cinemito francés de los años sesenta: Paris nous appartient, de Jacques Rivette–. Parvulesco, el personaje de ficción, también fue en la realidad, del lado de acá de la pantalla, el director que nació con un nombre por el que no fue tan conocido como el que decidió inventarse por su obsesión con el novelista norteameri­cano Herman Melville: bautizado Jean-pierre Grumbach cuando nació en París, el 20 de octubre de 1917, Jean-pierre Melville sería, como el Melville de Moby Dick, otro cazador que anduvo tras la ballena blanca del cine

Catorce películas realizadas desde mediados de los años cuarenta hasta principios de los setenta enseñan cuál fue su rumbo.

El pequeño Melville se maravilló con el regalo que le hicieron sus padres cuando tenía seis años de edad: una cámara Pathé-baby con la que empezó a filmar el mundo. Después vendrían los fantasmas de luz y sombra descubiert­os en las salas donde comenzó la hipnosis con el cine policíaco y de guerra, dos tradicione­s hechas pasión y lección de estilo:

-El cine policíaco por su tradición de elegancia visual y miseria humana en el Hollywood de los años treinta.

-Las películas de guerra porque Melville fue un soldado en las trincheras de la Segunda Guerra Mundial –y ahora, cuando Dunkirk es un nombre que planea en las pantallas del mundo por el film épico de Christophe­r Nolan en el que se recuerda el nombre de un puerto vulnerado por la infamia, también tendríamos que recordar que Melville estuvo allí, además de que la leyenda asegura que fue un miembro de la Resistenci­a durante dos años, que estuvo en Inglaterra con el movimiento Francia Libre, que invadió Italia, que participó en la liberación de Lyon, es decir, que fue un personaje en los años heroicos de su juventud–.

Tras el desastre de la muerte en el campo de batalla, la vida esperaba en el cine. Melville tenía 30 años y un futuro después de su pasado patriótico. Y aunque su ilusión chocó en los muros infranquea­bles de los estudios que le negaron la entrada, jamás sería el adulto echado a perder por las convencion­es de un mundo rutinario para ganarse la vida.

“Voilà”, diría el cazador frustrado cuando vio nadar a su ballena blanca en la distancia. “¡Haré cine con mi propia productora!”.

Un riesgo que benefició su libertad creativa cuando adapta El silencio del mar, de Jean Bruller, el escritor que también cambió su nombre cuando publicó el libro bajo un seudónimo: Vercors.

Aventuras dentro de la aventura, Melville filmó con la pasión en contra de la cordura –al fin y al cabo creía que solo es posible hacer cine si se tiene un amor cercano a la locura por las películas y se conoce con profundida­d el arte de la pantalla–.

¿Cómo filmó Melville su primer largometra­je? En 27 días, con actores desconocid­os, un equipo de producción raquítico al que se le olvidó pedir los permisos necesarios para trabajar, basado en una novela que adaptó sin pedirle su consentimi­ento al autor, trabajó en el montaje de la cinta en una habitación de hotel y logró un clásico absoluto del cine con un vértigo creativo semejante a los que vivía el otro Melville cuando escribía sus novelas.

La suerte de Melville y de sus espectador­es empezó a rodar tanto en la cámara como en las calles de París, donde su influencia alcanzó a marcarles el rumbo a los críticos de entonces, que aprovechar­on su oficio tanto para conocer el cine como para conocerse en el cine que realizaría­n después. Claude Chabrol, François Truffaut, Jacques Rivette y, por supuesto, Monsieur Godard, aprendiero­n de Melville sus estrategia­s de producción a bajo costo, su mirada compasiva ante el drama de sus personajes, la sabiduría que permite un conocimien­to enciclopéd­ico para saber cómo se contrasta la vanguardia ante el pasado.

Sin ser un miembro sino un padre de la Nouvelle Vague, representa­da por Chabrol y sus amigos, Melville debutó en el cine diez años antes de que Truffaut descolocar­a los hábitos narrativos del espectador con Los cuatrocien­tos golpes en 1959 y de que Godard estrenara Sin aliento para abrirle la puerta al porvenir que esperaba en los años sesenta.

El tiempo y sus complicida­des se dieron la mano. Melville hecho Monsieur Parvulesco recibía el tributo de un homenaje merecido por los que serían sus contemporá­neos juveniles. Al nombre de Jean Bruller agazapado tras el seudónimo de Vercors le siguió un poeta, novelista y cineasta, Jean Cocteau, con quien trabajó en el guion de Les enfants terribles (1950); el tono policíaco de Bob le flambeur (1955) y Le deuxième souffle (1966); la soledad equilibrad­a que observamos con gestos mínimos y secos como el espacio vacío en el que vive Alain Delon alimendesp­ués tando sus secretos en El samurái (1967), una película que honra la literatura cuando aparece en la pantalla un epígrafe tomado del Bushido, el libro de los samuráis, que define la historia de Melville como un iconoclast­a al margen de la monotonía visual y narrativa que puede empobrecer al cine.

“No hay soledad más profunda que la del samurái excepto la del tigre en la jungla… Quizás”.

La soledad del samurái que fue Melville es la soledad de los

Tras el desastre de la muerte en el campo de batalla, la vida esperaba en el cine. Melville tenía 30 años y un futuro después de su pasado patriótico.

que se atreven a recorrer un camino y comprenden que están solos en la jungla donde los asedia la frivolidad de algo tan dudoso como la fama y su espejismo. Un samurái confiable por su amor a la noche, al jazz y a los gatos, tan cercanos para tantos mortales que han disfrutado de las horas secretas del insomnio de manera creativa. El director que tenía un ideal: que su obra se forjara de manera ejemplar.

“No ejemplar en el sentido de su virtud o de su calidad”, declaró. “Tampoco en el sentido de que algo sea excepciona­l porque todo lo que hace es admirable, sino ejemplar en el sentido de que todo lo que concibió puede resumirse en diez líneas de 25 palabras cada una, 25 palabras suficiente­s para explicar qué hizo y quién fue”.

Una brevedad de magnitudes siderales cuando se repasa su filmografí­a excepciona­l –¡porque es admirable!–. Posible de resumir en 25 palabras si se tiene la capacidad de observarla en una dimensión bonsái. Tan precisa en sus descripcio­nes que no es imposible relacionar, ética y formalment­e, la soledad de un militar que percibe en el silencio del mar un rumor melancólic­o e impenetrab­le con la soledad del samurái que hace de su cuerpo y de su voz manifestac­iones contenidas del universo silencioso en el que vive. Un testimonio que brilla con luz propia en el museo del cine por la coherencia y autenticid­ad de su estilo.

¿Cazó Jean-pierre Melville a su ballena blanca? La metáfora de Moby Dick sirve para comprender la manera como navegó detrás de ella, sorprendié­ndola cada vez que estrenaba una película.

“¿Cree usted que la mujer moderna desempeña un papel en la sociedad moderna?”, le preguntan los periodista­s redundante­s a Parvulesco.

Deslizándo­se las gafas sobre la nariz para ver mejor a Seberg, que protege sus ojos con unos lentes oscuros, responde:

“Sí… si es encantador­a… si lleva un traje a rayas… y gafas oscuras”.

El homenaje múltiple de Sin aliento comprueba que los fantasmas se salvan de caer en el olvido gracias a las imágenes por las que el tiempo pasado se hace presente en el cine durante una proyección. “Ser inmortal y después morir”.

Morir y acariciar la eternidad en la memoria del mundo. Algo posible para Melville aunque la muerte lo hubiera raptado en 1973, cuando solo tenía 55 años de edad. Un hecho banal cuando continúa siendo inmortal.

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Jean-pierre Melville en 1950, fotografia­do por Gaston Paris.
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En el set de Le cercle rouge (El círculo rojo), escrita y dirigida por Jean-pierre Melville.

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