Historia de una pionera
A pesar de ser un epicentro de la exploración artística, Cali no es una buena plaza cuando de mercado del arte de trata. En medio de esa paradoja hay una galería en crisis que durante 30 años ha promovido el arte colombiano en la ciudad.
Sobre la avenida que bordea el río Cali en sentido nortesur, diagonal a la escultura del gato y su corte de gatas caprichosas, de Hernando Tejada, se encuentra la galería de arte contemporáneo más antigua la de la ciudad, que se llama igual que su propietaria: Jenny Vilá. Es una casa blanca, de cuatro pisos, con escaleras que evocan un dibujo de Escher. A lo largo de los años, su dueña ha ido transformando ese espacio de manera obstinada en busca del lugar ideal para mostrar lo que se convirtió en su obsesión: el arte contemporáneo colombiano. Pero decir que su galería es la más antigua de Cali quizás resulta inexacto. Habría que decir, más bien, que es la única. Porque cuando uno echa un vistazo a sus artistas, queda la sensación de que nadie en Cali, sino ella, ha estado allí, tan cerca de la evolución de la escena artística del país en los últimos 30 años.
Su historia comenzó en 1986. Aún no lograba sentirse del todo cómoda en esta ciudad, mucho más formal que su profuso espíritu caribeño, cuando decidió apostarle a un proyecto que diera rienda suelta a esa inclinación por el arte que había sentido desde niña. Hay que decir que Jenny Vilá es hija de Eduardo Vilá, fundador del mítico bar La Cueva, de Barranquilla; que buena parte de su infancia la pasó rodeada de intelectuales y artistas, como Gabriel García Márquez,
JENNY VILÁ
Alejandro Obregón y Álvaro Cepeda Samudio, quienes se paseaban por su casa como unos miembros más de la familia; que fue testigo de un montón de anécdotas que aún le emociona contar, como aquella de un Juan Antonio Roda recién desembarcado en Colombia, dibujando pescaditos en la sala de su casa. “¡Cómo no iba a terminar en esto!”, dice, todavía con acento costeño.
La primera sede de su galería estuvo ubicada en el barrio Versalles, en el norte de la ciudad, un sector que en aquella época concentraba la movida caleña. Había agencias de publicidad, restaurantes, casas de moda y estudios de fotografía. Y allí llegó a abrir su galería, una casa azul que fue llenando con obras de artistas locales y nacionales que el público, además de apreciarlas, podía comprar. Los caleños respondieron, en parte por los artistas que llevaba, pero también porque era una novedad. “No había espacios en la ciudad que vendieran obras de artistas como Beatriz González, Álvaro Barrios, Víctor Laignelet, Danilo Dueñas, Óscar Muñoz, Johanna Calle o Luis Roldán, así que ella empezó a posicionarse como una promotora del coleccionismo de arte en una ciudad en la que las galerías se cerraban a los pocos años de haber sido inauguradas”, asegura el crítico de arte Miguel González.
De aquellas épocas, muchos recuerdan la muestra Con qué objeto, que se realizó en dos ocasiones, y a la que invitó a artistas locales que transformaron objetos cotidianos en piezas de arte para vender en diciembre. Según recuerda el artista y curador Carlos Quintero, Pablo Van Wong llevó una tabla de picar con una Venus de Boticelli y una mesa de planchar. Óscar Muñoz llevó unas materas que en lugar de cactus tenían las manecillas del reloj. José Horacio Martínez llevó unos manteles y unos platos, y alguien llevó unos cuchillos eléctricos con una pareja haciendo el amor. “La idea, que parecía novedosa, no se volvió a hacer, quizás porque no funcionó, pero ya dejaba ver ella su interés en experimentar formatos no tradicionales en el arte y apostarles a figuras nuevas”.
En efecto, desde esos primeros años Vilá mostró un especial interés por los artistas jóvenes que se fue haciendo cada vez más notorio, sobre todo en su segunda sede en el barrio El Peñón, muy cerca del Museo La Tertulia. Allí, al tiempo que tumbaba muros y levantaba pisos –obsesión que heredó de su padre– iba a buscar nuevos talentos.
Entre los primeros artistas emergentes por las que apostó fue la bogotana Luz Ángela Lizarazo, quien con escasos 20 años llegó a Cali a mostrar sus primeras propuestas. “Yo era muy chiquita, y sin embargo, ella se fijó en mi trabajo. En esa época yo solo hacía pinturas, me arriesgaba mucho con la perspectiva y quería jugar con el color. Y eso a ella le gustó”, cuenta. Allí empezó una relación profesional que se ha mantenido en el tiempo. Lizarazo ha seguido exponiendo en Cali –su más reciente muestra fue Ornitografías en 2016– mientras su obra además circulaba en España, Brasil, Portugal, Vietnam, Italia, Francia y Marruecos, además de Bogotá, Barranquilla y Medellín. “De Jenny me gusta su visión superaguda del arte, al punto que hoy, a mis 51 años, confío tanto en su criterio que aún la llamo para que opine sobre muchos de mis procesos artísticos”.
Un caso similar es el del artista caleño Elías Heim, a quien presentó por primera vez en 1991 cuando recién había llegado de sus años de formación en la Escuela de Arte y Diseño de Bezalel, en Jerusalén. A Jenny la sedujo la propuesta de este artista judío que había regresado a Colombia resuelto a no hacer “escultura de bulto”, inf luenciado por Joseph Beuys, quien ponderaba las acciones y los procesos por encima de los objetos-obra, y por Gilberto Zorio, que trabajaba con materiales industriales.
Errante, la muestra que presentó en esa ocasión reflexionaba sobre la conexión que existía entre dos geografías: Colombia, su país de procedencia, y Europa, de donde venía de hacer sus primeros trabajos artísticos. “Mi interés, en ese entonces, era pensar el contraste que existe entre la forma en que nosotros hacemos y comprendemos el arte y la función social que tiene el arte en Europa”, dice Elías. Para ello, Heim viajó a la desembocadura del río San Juan, en Chocó, recolectó los troncos-escaleras que los nativos usan para subir a sus palafitos, y los relacionó, en una instalación, con los bocetos de la columna sin fin de Brancusi.
Lejos de concebir su trabajo como un producto, Heim le advirtió a Jenny que su obra no era precisamente vendible dentro de los cánones establecidos en la época. Pero eso a ella no le importó. Y es justamente eso lo que muchos curadores y artistas celebran: más allá del negocio del arte, se interesó en promover y divulgar el arte contemporáneo. “En una plaza tan difícil como Cali, ella se arriesgó a mostrar una obra muchas veces más conceptual que vendible, como la de Elías Heim y Danilo Dueñas, y más recientemente la de Adrián Gaitán, Ricardo León o Mónica Restrepo, con su buen ojo y un criterio para seleccionar artistas que se arriesgan con propuestas innovadoras”, explica Miguel González.
Alejandro Martín, curador del Museo La Tertulia, destaca el trabajo de Vilá porque sus exposiciones han estado en sintonía con los momentos importantes que ha vivido el arte en Colombia. “Si uno revisa el listado de artistas que han pasado por su galería, encuentra una curaduría seria y minuciosa de lo que ha ido sucediendo en el país”. Martín se refiere a Ricardo León, Luis Fernando Roldán, Nicolás Consuegra, María Isabel Rueda, Elías Heim, Luz Ángela Lizarazo, Juan Mejía, Víctor Laignelet, Lucas Ospina, Natalia Castañeda, Adrián Gaitán, Ana María Rueda, Fernando Uhía, Delsy Morelos, Mónica Restrepo, Gustavo Niño, Danilo Dueñas, Álvaro Barrios. A muchos de esos artistas, asegura Jenny, los fue conociendo en los salones nacionales y regionales, a los que viaja con regularidad para conocer las propuestas de los más jóvenes.
Hay, sin embargo, voces disidentes, como la del artista José Horacio Martínez, quien considera que, al estar jugando de local, Jenny Vilá debió apostarle más al talento caleño. “¿Cuántos de esos nombres son de Cali? ¿Cuántos de ellos han desarrollado su trabajo aquí? Durante muchos años, en un círculo de artistas de la ciudad –y me incluyo– ha existido la idea de que es una galerista bogotana. Siendo consciente de que la suya es la única galería que se había mantenido en el tiempo, creo que a Jenny le faltó apostarle a un puñado de artistas hechos en la ciudad, meter la mano al fuego por ellos, pero se fue más por lo seguro, sin asumir muchos riesgos. Esa es una deuda pendiente que tiene con Cali”.
Este año, y por primera vez en los últimos 12 años, Jenny Vilá no participará en artbo, una cita a la que asistía con disciplina y entusiasmo cada año. “Esta vez no se puede”, me dice en su galería, mientras muestra las exposiciones que acaba de inaugurar: El lobo bajo la túnica, de Lucas Ospina, y Mutuum Auxilium, de Juana Anzellini, esta última ubicada en la vitrina que da a la calle, una idea que la obsesionó desde principios de los noventa con el fin de acercar el arte al transeúnte. “En las últimas dos versiones de artbo mi ubicación no fue la mejor. De alguna manera quedé relegada a una zona de paso que no me benefició. Por eso este año, con pesar, no asistiré. Le tengo un cariño inmenso a esa feria por todo lo que he construido allí, pero hoy los costos superan el beneficio que me pueda traer, pues las ventas en Cali no pasan por su mejor momento”.
En un gesto generoso de amistad y ‘colegaje’, el galerista Alonso Garcés, quien tampoco estará en artbo, le cedió un espacio de su galería para que lleve una muestra a Bogotá durante la semana del arte. “Creo que Jenny ha sido muy valiente en su empeño de mantener abierto un sitio en un circuito tan cerrado como el de Cali”, insiste Garcés.
¿Qué salidas tiene la ciudad para movilizar el mercado del arte? Para Juan Sebastián Ramírez, artista y recientemente galerista, dueño de Bis / Oficina de Proyectos, no hay una salida rápida ni fácil. “Soy muy nuevo en el medio, pero en los siete años que llevo en Cali he entendido que aquí no hay un coleccionismo consolidado. No pasa lo que sucede en Bogotá, que quienes compran arte van a todas las exposiciones, hacen seguimiento a los artistas, los conocen personalmente y, sobre todo, tienen poder adquisitivo. Por eso mis obras las vendo en Bogotá o fuera del país. Llegar allá tomará mucho tiempo y necesariamente requiere de apuestas de otras instituciones, como la Cámara de Comercio, que entiendan que en el mercado del arte hay un potencial por explotar y lo impulsen con decisión”.
En eso coincide Elías Heim, también dedicado a la docencia, quien asegura que el talento que se desperdicia en Cali es mucho. “Mal contadas, Cali tiene cinco facultades de Arte de donde cada semestre salen una gran cantidad de muchachos deseosos de mostrar, hacer circular y vender su trabajo. Pero Jenny es una pequeña isla que no está en capacidad de absorber toda esa oferta. Faltan espacios, privados y del Estado, que impulsen el arte joven, que permitan su circulación y evaluación. De lo contrario, es difícil cambiar el panorama tan provinciano en el que nos hemos quedado”. Una golondrina no hace verano.
Este año, y por primera vez en los últimos doce, Jenny Vilá no participará en