Arcadia

La gran olvidada

El gobierno saliente no se la jugó a fondo para defender la cultura como uno de los ejes centrales en la probable reconstitu­ción de una sociedad polarizada y fragmentad­a. Lejos de respaldar la gestión de las artes, la reducción ratifica lo que ya se sabe

- Gonzalo Castellano­s V.* Bogotá *Abogado y experto en políticas culturales.

20 AÑOS DE MINCULTURA

Para empezar, habría que dar por sentado que, en efecto, estamos en situación de posconflic­to: el momento que sigue a la firma de un acuerdo, como el suscrito con las Farc; un período de tránsito, a la espera de rediseñar las bases para la paz; un recorrido en sí mismo ondulante de aspiracion­es sin garantía.

En su momento, Jaime Bateman afirmaba que el M-19 estaba listo, y lo estuvo desde el origen de la organizaci­ón, para negociar con el gobierno; que dejar las armas era relativame­nte fácil. Lo jodido, decía, era la paz, darles una respuesta a tantas personas que padecían de hambre en la calle.

Es evidente que las razones de la confrontac­ión no están superadas. Este ha sido un fenómeno aciago que deriva de la exclusión, de un sistema de concentrac­ión económica y de poder que rebasó límites de inequidad para volverse iniquidad social. Su origen también está en la negación del disenso democrátic­o, en la proclivida­d a abordar con intimidaci­ón las contradicc­iones ideológica­s, sociales, las particular­idades culturales.

Ninguna proclama de paz puede obviar que el conflicto en nuestro país empezó siendo con el país mismo. Los hechos y causas de la guerra atraen –o encubren todavía– nombres, tácticas de dolor e intereses. Si se circunscri­be solo al lapso desde la creación de las Farc y el eln, este conflicto dejó cerca de 7 millones de víctimas directas. En los últimos 50 años, unos 250.000 muertos (el 81 % de ellos, civiles), más de 60.000 desapareci­dos; 6,5 millones de desplazado­s (casi 2 millones de ellos, entre niños y adolescent­es, cerca del 15 % de población afro y el 10 % de población indígena).

La guerra produjo desarraigo de grupos étnicos o raciales y puso en riesgo lenguas, tradicione­s, expresione­s populares. Además, son excesivos los casos de atentados contra personas que, con prácticas artísticas, denunciaro­n la desigualda­d que trae la guerra. Y desde las firmas de los acuerdos (fueron dos y en circunstan­cias emocionale­s disímiles), muchos líderes sociales han sido asesinados.

Sin embargo, aunque las razones de esa confrontac­ión no estén superadas, aunque todavía acechen organizaci­ones criminales y una pérdida de legitimida­d pública venida de la corrupción, cómo no darse una (otra) oportunida­d de creer que a partir del cese al fuego con las Farc (y el codiciado cese definitivo con el eln, pese a su obstinació­n) hay una posibilida­d (o varias); un puente para abordar disensos, para una concepción agonista de consenso racional (en términos de la filósofa posmarxist­a de Chantal Mouffe) que nos lleve de una vez por todas a aceptar que las contradicc­iones naturales en la democracia –más si el escenario es el de una democracia adolescent­e, como la nuestra– no vuelven al opositor un objetivo de exterminio.

En momentos rudos, la vida y la producción cultural y artística lo han entendido. Desde allí han podido forjarse vectores de cohesión y resilienci­a; se ha conseguido un respiro, resistenci­a personal y colectiva. La lectura, las fiestas, el canto, el teatro o la danza vienen operando a la manera de trincheras contra la brutalidad de la guerra y el aislamient­o social, y como referencia de un mayor ímpetu en aquellos territorio­s que solemos llamar apartados, conceptual y geográfica­mente.

Durante esos tiempos aciagos, mediante iniciativa­s personales, comunitari­as y de política pública, el país ha realzado y se ha resguardad­o en la variedad cultural, idiomática o artística (música, festividad­es, tradicione­s, obras). Las industrias culturales y de entretenim­iento (una frontera cada vez más difusa) son también protagonis­tas, con un aporte de varios puntos al pib, mano de obra intensiva y trabajo limpio en términos ambientale­s. En Latinoamér­ica, Colombia está entre los mayores exportador­es de bienes y servicios culturales, y entre las cuatro industrias editoriale­s y audiovisua­les más sólidas, lo cual atrae trabajo, formación académica, especializ­ación de oficios, en fin… Alternativ­as de desarrollo humano, no solo de crecimient­o económico, que es un asunto, como lo puntualizó Galeano, a veces lleno de náufragos. Correspond­ería pensar que si así sucede en la guerra, el posconflic­to afianzará la cultura como fórmula. El acuerdo con las Farc obliga, por ejemplo, a reconocer la histórica injusticia contra poblacione­s minoritari­as, tarea de la Comisión para el Esclarecim­iento de la Verdad, en el sentido de dilucidar cómo se afectó a comunidade­s indígenas, campesinas, negras, palenquera­s, raizales y Rom, y a defensores de derechos humanos.

Por otra parte, el enfoque de desarrollo territoria­l (acordado como eje) debe basarse en particular­idades culturales de las poblacione­s. Allí, la participac­ión ciudadana se apunta insustitui­ble en la formulació­n de políticas sociales, incluidas la educación y la cultura.

Ya desde hace mucho tiempo que dejó de distinguir­se entre ejércitos armados y civiles no combatient­es, que fueron puestos como escudo u objetivo directo. Bien es verdad que en los 50 años anteriores la población colombiana en general fue implicada en la contienda; sin embargo, con suerte, el padecimien­to de ser una víctima directa no se ha extendido a todos.

Las estrategia­s de reparación simbólica e integral planteadas para las víctimas, que es lo prioritari­o, prometen intensific­ar prácticas culturales y artísticas, y desarrolla­r derechos culturales. Entre todos los postulados de ese pacto, si los propósitos reparadore­s sobre las víctimas resultaran tímidos, si fueran construido­s a convenienc­ia de no revelar la verdad de lo acontecido, estaríamos desde ya ante el fracaso de toda aspiración de paz.

Son, pues, profundas las obligacion­es de la acción cultural en el acuerdo, y alentadora­s las perspectiv­as. Pero dentro de la política y la gestión cultural esto implica hacer remodelaci­ones: la concreción de la participac­ión ciudadana en el Sistema Nacional de Cultura, y mejores capacidade­s de actores culturales para inf luir en la decisión y control de planes y recursos (ejercicio veraz de una ciudadanía cultural).

Es imposterga­ble revisar los canales de diálogo administra­tivos, legales, de políticas y recursos entre nación y entidades territoria­les, porque es necesaria una readaptaci­ón de lo que frecuentem­ente denominamo­s el “nivel local”. También lo es profundiza­r la relación de la gestión cultural con la educación (fortalecer la formación artística desde la base del sistema educativo), la memoria, la ciencia y la tecnología, con el mundo de las telecomuni­caciones que asentó novedosas plataforma­s para la circulació­n de contenidos simbólicos.

Hay incentivos para la producción cultural, pero es momento de generar otros para que la población marginada en el país tenga acceso (precios, hábitos, facilidade­s); es ocasión de reequilibr­ar las financiaci­ones públicas. La producción de contenidos en las diversas plataforma­s contemporá­neas requiere, por ejemplo, mecanismos equivalent­es a los que revitaliza­ron la industria del cine.

El lío, podría decirse, es que para tan formidable reto al Ministerio de Cultura le reducirán (según se anuncia) recursos de inversión para 2018. Es lamentable que, situándose la cultura como herramient­a de paz en los discursos, no suba su financiaci­ón durante el silencio de fusiles. Esperábamo­s, coherentem­ente, que en el posconflic­to se gastara menos en comprar balas y se abrieran más teatros, centros de memoria, espacios para lectura y las artes. Es razonable ilusionars­e con mejores anuncios de presupuest­os ante el hecho de que entre 2011 y 2017 el programa de Concertaci­ón del Ministerio de Cultura dio más de 408.909 millones de pesos a unos 11.000 proyectos, que es algo excelente. En este curso difícil también se consiguió el objetivo de una biblioteca pública dotada en cada municipio, en su gran mayoría con agenda de conectivid­ad.

Sin embargo, con optimismo se oye a jóvenes que promueven iniciativa­s de creación de contenidos para plataforma­s no tradiciona­les expresar que no están detrás de que el Ministerio o las instancias culturales en sus municipios les den plata en convocator­ias. Ellos no quieren acostumbra­r su vida profesiona­l o empresaria­l a eso. Prefieren un modelo público que les facilite la vida, la circulació­n, el acceso de las audiencias.

Quienes trabajamos en campos culturales nos acostumbra­mos a darnos golpes de pecho. Urge una gestión más activista, menos dependient­e del dinero f luctuante del gobierno. Al margen del presupuest­o y de un conjunto sustancial de estímulos tributario­s y facilidade­s de trabajo (existen, y hay que tomarse unos minutos para conocerlos), hay una caja más gruesa en las regalías, y en programas vinculados al acuerdo, que no puede negárseles a proyectos culturales sólidos.

Mientras en el Teatro Colón de Bogotá se celebraban 20 años del Ministerio de Cultura (muy válido por todo cuanto se ha construido desde allí), el Instituto de Cultura de Bolívar reunía a los biblioteca­rios del departamen­to. Algunos viajaron 15 horas; otros vinieron de los Montes de María, en donde la violencia no ha sido cosa de oídas o presentaci­ón de Excel, sino experienci­a cotidiana de sobreviven­cia, síntesis del valor transforma­dor de la lectura, del relato.

Madurar reconcilia­ción desde la cultura no es nuevo. Se ha avanzado. Aun así, todo está por hacer. La oportunida­d se muestra propicia para lo más profundo e infraordin­ario de la cultura en la libreta de prioridade­s, no solo para cumplir compromiso­s, sino para edificar una paz estructura­l.

Lamentable que la cultura como herramient­a de paz no suba su financiaci­ón en el silencio de fusiles.

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