Arcadia

EL FANTASMA DE SU PADRE

- Mauricio Sáenz

Cuando Lana Peters murió en 2011 en un ancianato, en Wisconsin, pocos residentes tenían claro quién era esa amable viejecita de 85 años cuya hija la visitaba con alguna frecuencia. No imaginaban que con ese final callado terminaba la vida novelesca de una mujer que nunca dejó de huir de sí misma y del fantasma de su padre. Porque Lana Peters era Svetlana Stalin, la consentida de uno de los dictadores más sangriento­s del siglo xx.

Rosemary Sullivan cuenta, en La hija de Stalin, la historia desgarrado­ra de esa mujer inteligent­e, contradict­oria e impulsiva que nació en 1926, cuando la revolución era joven, y pasó su infancia jugando en los corredores del Kremlin. Hasta sus 6 años todo iba bien y Stalin parecía adorarla; pero entonces comenzaron los dramas. Su madre, Nadezhda Allilúyeva, apodada Nadia, se suicidó a los 31 años tras discutir a gritos con su marido borracho. Eso habría sido la última gota de una desesperac­ión largamente acumulada.

Svetlana solo supo del suicidio años después, pero pronto su entorno comenzó a desmoronar­se. Sus tíos y otros parientes empezaron a desaparece­r, víctimas de las purgas de Stalin. La paranoia del tirano le hacía ver enemigos por todas partes y sus círculos más cercanos le parecían los más peligrosos.

A los 16 años conoció a su primer amor, el escritor de guiones Aleksei Kapler, que no solo tenía 38, sino que era judío. Ese romance platónico terminó cuando Stalin, abiertamen­te antisemita, acusó al hombre de espiar para los británicos y lo condenó al destierro en Siberia.

En su juventud Svetlana se casaría fugazmente dos veces, una de ellas en un enlace urdido por convenienc­ias políticas, y tuvo dos hijos. Muerto Stalin, en 1953, sus crímenes salieron a la luz, para consternac­ión de su hija, que lo ignoraba todo. Comenzó a usar el apellido Allilúieva y a tratar de poner distancia con el poder, mientras seguía buscando al hombre de su vida. Este pareció llegarle con un comunista indio que se encontraba en Moscú para tratarse sus dolencias, pero los nuevos dueños del Kremlin no la dejaron casarse. Brajesh Singh murió a los pocos años y Svetlana consiguió permiso para al menos esparcir sus cenizas en el Ganges.

Su vida nunca sería la misma: en una decisión sorpresiva, como todas, pidió asilo en la embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi. La noticia le dio la vuelta al mundo con grandes titulares, ante el desconcier­to de Moscú, que le quitó la nacionalid­ad y acusó a la cia de tramar su huida justo cuando la revolución cumplía 50 años.

Tras un viaje lleno de incidencia­s, Svetlana llegó a Estados Unidos en busca de la libertad. Pero en realidad nunca la consiguió. Era una papa caliente en un momento de acercamien­to con la Unión Soviética, y para justificar su visa el Departamen­to de Estado le consiguió un contrato de edición para sus memorias. Svetlana no solo era “libre” sino millonaria. También un peón en el ajedrez geopolític­o de la Guerra Fría.

La plata sería una nueva fuente de problemas, pues ella en realidad no entendía el concepto de dinero. Aparte de invertir la mitad en un hospital de caridad en India, prácticame­nte fue regalando su fortuna y perdió el resto a manos de su último marido, un arquitecto llamado Wesley Peters. Este enlace final, sin embargo, le dio a los 44 años una hija, Olga, que la acompañó en sus últimos años.

En Estados Unidos Svetlana nunca logró la tranquilid­ad: se mudaba constantem­ente y se sentía manipulada y explotada. De modo que en 1984, tras una temporada en Inglaterra, decidió regresar a su patria para tratar de recuperar a los hijos que había abandonado hacía tanto tiempo. Pero aunque la Rusia postsoviét­ica la recibió de brazos abiertos, aquellos ni siquiera quisieron verla y terminó de regreso en Estados Unidos. Nunca dejó su costumbre de mudarse: en sus últimos años vivió en varias residencia­s de la seguridad social, siempre esperanzad­a en que la siguiente sería mejor.

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La hija de Stalin Rosemary Sullivan 540 páginas Debate
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