Arcadia

Otra tierra

- Por Andrea Mejía

Los escritores se cansan o se mueren. De repente les falta por completo la energía necesaria para escribir. “Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece inútil, carente de valor por completo”, escribió Chéjov cuando estaba terminando El jardín de los cerezos, su última obra. Carver murió de un cáncer de pulmón. Nada se gana

pensando en cómo han muerto los escritores que amas, apilando formas de morir como se apilan platos. Pero me gusta.

Carver escribió un relato sobre la muerte de Chéjov en el que el médico que lo acompaña en los instantes antes de morir ordena champaña al camarero del hotel donde muere. Chéjov bebe una última copa junto con el médico y Olga, su mujer. No hay ninguna razón para brindar, así que beben en silencio. Al día siguiente, cuando Olga ha pasado la noche en la compañía quieta de su esposo muerto y se oyen los pájaros y el sol de la mañana baña el cuarto en silencio, vuelve a aparecer el camarero con tres rosas amarillas. Recoje discretame­nte del suelo el corcho de la botella destapada y lo cierra en su puño. Tal vez ese camarero sea Carver, nada menos que un escritor haciendo su trabajo. Tampoco nada más.

Mishima muere con la energía de un nacimiento. Kawabata, en cambio, deja correr el gas en un apartament­o a orillas del mar. Varias veces les había dicho a sus amigos que quería que su avión se estrellase en uno de sus viajes. A lo mejor estaba muy cansado. Benjamin también debía estar cansado cuando se deja morir en un cuarto de hotel en Portbou. Lucia Berlin, cansada o no, muere de un cáncer de pulmón, en Marina de Rey, un puerto industrial alineado con el azul del mar. Era el mes de noviembre. Juan Rulfo, igual; cáncer de pulmón. “Pulmones de escritor”, debería decirse, como se dice “dedos de pianista”. Sin contar la neumonía que se llevó a Tolstói en el frío del invierno en una estación de tren y la tuberculos­is que destruyó a Chéjov y a Kakfa. “Pulmones de escritor” o “hígado de escritor”. Suicidios, cirrosis, pulmones destruidos, aunque no siempre; Flannery O’ Connor murió de lupus, criando pájaros exóticos y gansos comunes en la granja de su madre. A Flaubert lo mata una hemorragia cerebral, una muerte que encuentro lo suficiente­mente vital para él. Sangre roja como la cresta de pavos de granja. Fante acaba

ciego y con las piernas amputadas: diabetes.

En alguna parte Carver escribe que al empezar a leer un cuento debe asaltarnos el sentimient­o de que algo va a ocurrir, de que las cosas dormidas van a despertar. Es cierto. Pero ese sentimient­o debe sostenerse en tensión con la posibilida­d de que no ocurra nada, la posibilida­d de que de las palabras dispuestas con cuidado, una al lado de la otra, no surja historia alguna, de que los objetos cotidianos mencionado­s no revelen nada, y se queden mudos, de que los personajes aparezcan solo para desaparece­r unas páginas más adelante. Esa tensión entre la esperanza expectante y la sospecha desesperad­a de que no pasará nada es una constante en la vida.

Leí una anotación de Chéjov sobre los campesinos rusos que cuando sabían que iban a morir decían “no puedo hacer nada, me iré en la primavera con el deshielo”. Hay algo bello y noble en ese gesto, en esa forma de desaparece­r, como un animal. Cuando Chéjov deliraba en su cama de muerte repetía que “no debe ponerse hielo sobre un estómago vacío”. Eran los delirios de un médico, tal vez; pero a lo mejor era la mente de un escritor trabajando hasta el último momento, incluso inundada de morfina, retorciend­o las palabras para dar con una imagen precisa de la muerte. Hielo sobre un estómago vacío –dijo. Y después murió.

También a pequeña escala nos quisiéramo­s ir a veces con el deshielo. Y no es triste, porque a lo mejor el cansancio sea una forma rara de purificaci­ón, de entrega, una renuncia que si fuera absoluta acabaría con la literatura y quizá con la vida, pero si solo dura unos días, o un momento, lo que demore en disiparse el ruido de las mentiras propias, entonces prepara algo así como la vuelta del silencio. Seguimos en la vida y un buen día la tormenta vuelve a estallar y las cosas pequeñas aparecen otra vez revestidas con los atributos de lo inmenso.

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