Arcadia

Otra tierra

- Por Andrea Mejía

Después de la tormenta de granizo empecé a leer a Pablo de Tarso, el judío y ciudadano romano que persiguió a una secta de galileos que seguía “la nueva vía” y empezaba a emerger por todos los confines del Imperio. En medio de un camino Pablo tiene una revelación, se convierte a la secta que perseguía y se vuelve el fundador de lo que hoy conocemos como cristianis­mo. Pasó de ser Saúl el perseguido­r, el hombre de ley, a ser Paulus, el pequeño. Aceptó la invasión de una cosa enorme y monstruosa que en vez de destruirlo lo salva. Aunque no deja de murmurar que tiene una espina enterrada en la carne, algo que resulta muy perturbado­r, su corazón parece una enredadera en flor, algo potente y reptante. La mayor parte del tiempo uno no tiene idea de lo que está hablando, tan duros y fuertes son sus enigmas. Y aunque soy más bien ignorante de los Evangelios, encontré en Pablo, a diferencia del resto del Nuevo Testamento, un pensamient­o intenso, personal, penetrante. Al mismo tiempo vital y amenazador. Con una traducción del griego lo más literal posible, no cristianiz­ada ni adormecida por siglos de reiteració­n doctrinal, y a pesar de que temblé de principio a fin leyendo sus cartas, salí de ellas transforma­da. Se necesita una mente disciplina­da para separar meteorolog­ía y teología. Yo no la tengo. En realidad no empecé a leer a Pablo por la tormenta sino por la calma pavorosa que al día siguiente cubrió la ciudad. Con esa calma, ese sol y los pájaros que volaban de una rama a otra como envueltos en una campana insonoriza­da, estaba en verdad asustada. Me puso inquieta tanta quietud. Era como si el mundo se hubiera tomado un ansiolític­o potente. Pensé que no solo no existe el fin del mundo, sino que el tiempo permanece idéntico, independie­ntemente de lo que contenga, de la dicha o la desdicha que lleve en su bolsa. No valen los desastres meteorológ­icos ni las violentas sacudidas. Ni las masacres, ni el amor, ni las fiestas. No vale la embriaguez histórica o individual en la que estamos dando vueltas como en remolinos. No vale lo corto y lo brutal, lo delicado y lo pasajero: el tiempo es siempre el mismo. Es como si la materia del presente permanecie­ra intocada en el fondo. Si esto es así, el tiempo es una ilusión, como escribió una vez Einstein acerca de la muerte de un amigo. “Michele se me ha adelantado en dejar este extraño mundo. Es algo sin importanci­a. Para nosotros, físicos convencido­s, la distinción entre pasado, presente y futuro es solo una ilusión, por persistent­e que esta sea”.

Qué consuelo más extraño. Mucha gente se toma el pensamient­o de que el tiempo es una ilusión con una placidez beatífica; pero yo, que prácticame­nte soy incapaz de tomarme cualquier cosa con calma, estaba muerta de miedo. Ese día después de la tormenta me alcanzó ese pensamient­o al que por alguna razón siempre había sido inmune, el viejo pensamient­o de que “todo es uno”. Todo es uno quiere decir que todo es lo mismo, eso mismo que en un poema de Celan nos pierde y nos olvida. “Lo Mismo nos ha perdido, lo Mismo nos ha olvidado, lo Mismo nos ha…”, eso escribió Celan. Era horrible. Las palmas de las manos me sudaban. Sentí que lo que conocíamos era apenas un filamento de luz en un mar de oscuridad amplio y atroz. En los días siguientes rogué por otra tormenta igual de violenta, por relámpagos y truenos, pero mis rezos no fueron atendidos: las mismas lluvias pasajeras, peleas y disputas, nada. Lo mismo.

Leer a Pablo disolvió la intensidad del horror que sentí. La forma que tiene él de concebir el tiempo le da sentido a cada vida individual, desprendié­ndola de la flor negra del presente en el que todas las distancias quedan abatidas. Pero la angustia es el precio a pagar por el sentido. La noche de la tormenta el granizo tardó en derretirse. Era el Día de los Muertos. Según Einstein los muertos no existen. No sabe lo que dice. La ciudad estaba llena de charcos oscuros y grandes como lagos, el cielo era limpio y negro. Los cristales de hielo brillaban sobre los andenes y sepultaban las briznas de hierba. En ese momento yo estaba dichosa. Caminado entre semáforos por los campos urbanos cubiertos de granizo, pensé en la caída en lo blanco, en la melancolía que no es otra cosa que la desacelera­ción de todo hasta la inmovilida­d más tensa. Luego, leyendo a Pablo, supe que había experiment­ado lo que él llama la contracció­n del tiempo, el anuncio de algo que tiene el nombre temible de “inoperanci­a”. Pensé en los anillos de Saturno, que son de hielo, en esta nieve ruda del Ecuador que es el granizo, y pensé en otro poema que es terrorífic­o: “White –Unto the White Creator–”. Vamos blancos hacia el creador blanco.

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