La ilusión de Dios. Richard Dawkins en Bogotá
“Búrlense de ellos. Ridiculícenlos en público. No se dejen intimidar por la convención de ser demasiado corteses para hablar de religión”, ha dicho Dawkins. Irónicamente, del 4 al 6 de diciembre estará en Bogotá, Medellín y Cartagena para debatir sobre la (in)existencia de Dios con el sacerdote jesuita Gerardo Remolina S. J.
Richard Dawkins, el ateo más famoso del mundo, no siempre fue ateo. En su extensa obra, que alcanza ya los 15 libros, poco dice de su idílica infancia en África, en donde creció como hijo de un servidor del Imperio británico. Pero cuenta lo suficiente como para imaginarnos al púber e inocente Richard en el jardín del Edén, con sus ojos grises hechizados por las selvas de Malawi, cavilando con asombro místico sobre la inteligencia divina en la naturaleza. Dawkins, en efecto, fue un creyente anglicano durante su temprana juventud y confiesa que la complejidad de la naturaleza lo impresionaba a tal punto que sentía que tenía que haber un diseñador detrás del espectáculo. Esa era su razón principal para creer en Dios. Hasta que, por supuesto, conoció la teoría de la evolución de Charles Darwin.
La experiencia debió ser algo parecido a una revelación o a una súbita “conversión”, y sin duda lo marcaría para el resto de su vida. Dawkins, hoy, no solo es un referente obligado de la biología evolutiva y uno de los más importantes popularizadores científicos, sino el más feroz crítico de la religión. Ha sido llamado “el Rottweiler de Darwin” por sus posturas a menudo agresivas contra el creacionismo y la tesis del diseño inteligente de la naturaleza. El apodo recuerda –no sin una dosis de ironía– a Benedicto XVI, a quien los medios llamaban “el Rotweiller de Dios” cuando oficiaba como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. La ironía no es gratuita: la evidencia muestra que Dawkins se ha otorgado a sí mismo la misión de defender radicalmente la ciencia y el secularismo –una manera soft de decirlo, por su postura fundamentalmente atea–.
Basta dar un breve vistazo a su página web para darse cuenta de su activismo comprometido: entre sus programas comunitarios se destacan Recovering from Religion (Recuperándose de la religión) o The Clergy Project (El proyecto clero), una iniciativa para apoyar a sacerdotes que dudan de su fe y ayudarlos a salir de sus ministerios. Ofrece ayuda profesional y apoyo psicológico, y presenta historias exitosas de “desconversión”. Su sección de noticias se mantiene bien nutrida y actualizada con estadísticas y artículos sobre el crecimiento del ateísmo en Estados Unidos y Europa. En 2008 la Fundación Richard Dawkins para la Razón y la Ciencia financió la campaña Autobús Ateo, que difundió sendos carteles en los autobuses rojos de Londres con el eslogan “Probablemente no hay Dios. Deja de preocuparte y disfruta tu vida”.y como toda fundación altruista, le recuerda continuamente al navegante desprevenido la necesidad de donaciones para continuar con su misión.
Parece haber un poco de delirio en el ateísmo militante de Dawkins. Sin duda, se siente uno sobrecogido por el poder casi sobrehumano de la vocación antirreligiosa de este devoto neodarwiniano. Sin embargo, fuera de broma, sus credenciales son impresionantes: Dawkins es un exitoso sobreviviente del tupido bosque de la intelligentia académica. Durante 13 años fue titular de la cátedra Charles Simonyi para la difusión de la ciencia en la Universidad de Oxford, creada con el objetivo expreso de que Dawkins fuera su primer titular. Ha sido editor de cuatro prestigiosas revistas académicas y consejero editorial de numerosas publicaciones científicas y de enciclopedias como la Encarta y la Encyclopedia of Evolution. Es doctor honoris causa de 11 universidades y ha recibido tantos premios y medallas por su labor literaria de difusión científica que la Alianza Atea Internacional decidió crear, en 2003, el Premio Richard Dawkins. Si alguien tiene una voz potente en el establishment científico internacional es este magnífico ejemplar de hombre ilustrado.
GENES, MEMES Y ROBOTS
Dawkins pasó de ser un biólogo cualquiera de Oxford a un fenómeno de la literatura científica con la publicación, en 1976, de El gen egoísta. En pocos años su ópera prima vendió más de un millón de copias y fue traducida a 25 idiomas, un logro sin precedentes para una publicación científica. Su éxito se debió a una lúcida combinación de originalidad, rigor académico y poder comunicativo. Además de explicar de un modo ameno e imaginativo la teoría de la evolución de Darwin, El gen egoísta difundió la tesis de que son los genes, y no los organismos, los que evolucionan. O para decirlo en la correcta jerga neodarwiniana: los genes son los entes que experimentan los procesos de selección natural. Los individuos –y desde luego nosotros, animales humanos– vendrían a ser una especie de máquina a través de la cual los genes se transportan, se reproducen, se replican y llevan a cabo su lucha desalmada por la supervivencia. Nosotros, que nos creíamos el ápice de la cadena alimenticia, la joya de la creación, no seríamos más que vehículos desechables de nuestros genes egoístas.
Esta visión genocéntrica de la evolución marcó un hito en la historia del darwinismo pero tiene, desde luego, sus problemas. Se la ha criticado con frecuencia por ser demasiado reduccionista. Al fin y al cabo, los genes no pueden sobrevivir solos y necesitan cooperar con otros genes para construir un individuo. No pueden operar como unidades independientes y aisladas de un sistema complejo.
Se le ha objetado también que existen muchos fenómenos biológicos que no pueden ser explicados satisfactoriamente desde esa postura, entre ellos nada menos que el altruismo. La filósofa Mary Midgley sostiene que el tremendo éxito de sus teorías se debe, en buena medida, a factores políticos y señala que su visión floreció justamente en la época individualista y materialista de Tatcher y Reagan. La ciencia, entonces, parece no estar totalmente separada de las ideologías políticas.
Más allá de los debates científicos, le debemos a El gen egoísta el original término “meme”, que se extendió rápidamente en nuestra cultura de redes. Con esta nueva palabra, Dawkins quería estimular en sus lectores la idea de que los principios darwinianos de selección natural se extendían más allá de los genes, al ámbito social y cultural. Un meme, como un gen, es una cápsula de información, un comportamiento o una idea que puede ser replicada y difundida en un grupo, con más o menos éxito que otros memes, dependiendo de su adaptabilidad al medio social.
EL DIOS PROBLEMA DE
Con los años, los debates puramente científicos fueron cediendo terreno a las tesis ateístas. Quizá Dawkins sintió la presión de evolucionar hacia el ámbito político y moral. O quizá comprobó que las tesis evolucionistas y las verdades científicas se encontraban bajo seria amenaza en un medio ambiente cada vez menos secular. Con seguridad el auge de los fundamentalismos religiosos y la difusión del new age estimularon su giro hacia el “ateísmo militante” –así llamó Dawkins a su popularísima conferencia TED–, por el que seguramente será recordado en la historia de las ideas.
En 2006 lanzó El espejismo de Dios, otro fenómeno editorial que superó sus propios récords: vendió más de tres millones de copias y ha sido traducido a 30 idiomas. El mismo Dawkins se refiere a su libro como “la culminación” de su campaña contra la religión. En pocas palabras –y a riesgo de pecar contra la
doctrina dawkiniana por falta de espacio– su tesis ateísta puede resumirse así: tenemos una necesidad de explicar el diseño del universo. Puesto que el universo que vemos es complejo, creemos que su diseñador debe ser aún más complejo, pero entonces necesitaríamos explicar quién diseñó al diseñador… Por lo tanto, la idea de un diseñador no explica al universo. En contraste, el proceso de selección natural puede explicar satisfactoriamente la complejidad de la evolución sin recurrir a ninguna entidad divina creadora del cosmos. En consecuencia, es casi seguro que un diseñador inteligente –esto es, Dios– no existe. La religión sería, según Dawkins, una alucinación y la creencia en Dios una especie de virus mental o un meme maligno que se opone al sano entendimiento humano.
Aún a pesar de su éxito, el libro recibió fuertes críticas de importantes académicos. Muchos intelectuales del nivel de Dawkins, como Alister Mcgrath, teólogo y doctor en biofísica de Oxford; Peter Higgs, ganador del Nobel –quien propuso la existencia del bosón de Higgs, mejor conocido como “la partícula de Dios”–, o el filósofo –también ateo– John Gray, concuerdan en que Dawkins no ha querido comprender los argumentos teológicos que pretende refutar, y que para su propia vergüenza cae en la trampa de simplificar excesivamente el problema de Dios. El filósofo Peter Sloterdijk lo ha calificado como simplemente panfletario. Dawkins, dicen sus críticos, ha caído en la misma estrategia del fundamentalismo que pretendía superar. Y ya sabemos que con el fundamentalismo no se puede discutir.
En un brillante artículo de The New York Times, el filósofo Gary Gutting desglosa el argumento de Dawkins y responde a él, demostrando su ingenuidad filosófica y su falta de rigor lógico. Por retomar solo uno de sus argumentos, Gutting dice que Dawkins ignora el que Dios pueda ser algo diferente de un cerebro o un computador. En otras palabras, el biólogo da por sentado que Dios sería algún tipo de entidad material y que tendría que ser complejo en el mismo sentido en que lo son los objetos materiales –que están compuestos por muchas partes relacionadas unas con otras–. Esto es un error de simplificación. Como señala Gutting, antes que demostrar la inexistencia de Dios, Dawkins demuestra sobre todo su ignorancia de siglos de profundas discusiones filosóficas y teológicas, desde Tomás de Aquino hasta nuestros días.
Desde luego, otros científicos y académicos de la talla de Stephen Pinker, James Watson –ganador del premio Nobel por descubrir la estructura del ADN– o el filósofo Daniel Dennet no solo apoyan sino que ensalzan su postura antirreligiosa. Dawkins, como buen rotweiller, se defiende solo y argumenta que el único problema teológico que le interesa es el de demostrar la existencia o inexistencia de Dios. Por lo demás, dice, la teología le parece vacua y critica a los teólogos de no aportar ninguna evidencia que apoye sus creencias.
Pero más allá de la existencia o inexistencia de Dios, la actitud militante de Dawkins pone en riesgo su propia credibilidad como intelectual. En primer lugar, porque desconoce, a priori, otras posibles formas de conocimiento y otras dimensiones de la experiencia humana –digamos, la poesía o la experiencia mística–.y en segundo lugar, porque su postura implica, más veces que menos, que el único relato verdadero del mundo es el que nos da la ciencia, o un cierto tipo de ciencia.y quien se atreva a utilizar otras categorías o métodos es calificado automáticamente como un irracional, un charlatán o un alucinado. Esta postura se conoce como cientificismo, y resulta más cercana a un dogma que al espíritu científico de indagación y mentalidad abierta. Dawkins, en otras palabras, estaría pecando contra el espíritu del mismo Darwin, quien, como los grandes científicos de nuestro tiempo –digamos Einstein o Heisenberg–, sabía bien que el fascinante poder de la ciencia se basa, justamente, en su humildad, en la consciencia de sus propios límites y en el reconocimiento sabio de que nuestra ignorancia es mucho más grande que nuestras certezas. Quizá, después de todo, más valga mantener la actitud del niño que se asombra ante la maravilla del bosque del mundo.
Entre sus proyectos está The Clergy Project, que apoya a sacerdotes que dudan de su fe y los ayuda a salir de allí.