La cultura como filtro
En el mundo en que vivimos aún existen algunos periódicos cuya sección de cultura no se llama así, sección de Cultura, ni tampoco de Entretenimiento o de Espectáculo. Son especímenes cada vez más raros, pero todavía se encuentran en los países escandinavos o en naciones del norte de Europa, en Alemania, Austria y Polonia. Uno abre sus páginas, o busca entre sus cuadernillos, y se topa de pronto con un viejo fruto del periodismo, conocido todavía con el nombre de feuilleton. Este hijo de la Revolución Francesa –como también lo es la versión actual de nuestro oficio– encarna aquello que muchos de quienes hacemos o consumimos periodismo cultural hoy en Colombia quisiéramos encontrar en nuestros medios impresos y digitales, en la radio y la televisión: un comentario permanente y crítico de la cultura sobre la situación general del mundo, o sobre el estado específico del individuo en el planeta en que vivimos.
En sus orígenes, el feuilleton circulaba como una sección anexa a la de política. Plagado de información y de opinión, y durante siglos lleno solo de texto sobre “sábanas” de papel, el periodismo de actualidad halló en este tipo de sección cultural una especie de lado B. Era un lugar en que confluían el ensayo, la crítica, el comentario, la glosa, la sátira, la crónica, incluso el cuento y la novela, y que poco a poco empezó a ganar espacio en los medios de comunicación y la opinión pública. Primero, a finales del siglo xviii como consecuencia de la perspicacia y la influencia del francés Julien Louis Geoffroy; y luego, ya en el siglo xix, como resultado de la labor periodística de Heinrich Heine, quien además de poeta fue, precisamente, un famoso feuilletonist. Los esfuerzos de Geoffroy y Heine subsisten hoy no solo en casi todos los periódicos del mundo germanoparlante, sino también, para no ir tan lejos, en la revista The New Yorker, en la popular sección “Talk of the Town”. (De hecho, podría decirse que toda la revista es un enorme feuilleton.)
Este espíritu, la tradición del feuilleton, se ha esfumado en Colombia. Nuestro periodismo cultural, en especial el de las pantallas y los parlantes, se ha vuelto una repetitiva y muchas veces arbitraria agenda, o un cubrimiento rimbombante, pero insípido e intrascendente, del espectáculo. Por su parte, las redacciones alojan a editores a veces caprichosos, o convencidos de que la cultura no debe ser más que una síntesis del folclor o las artes; y a periodistas con ganas de dar lo mejor de sí, pero anquilosados y frustrados por el permanente rumor de crisis que acompaña a los medios culturales en este país. Así, hoy tenemos para la cultura un oficio que resulta secundario, y muchas veces excluyente, y que ha mutado para volverse un refugio de intereses privados de quienes buscan a la cultura para inflar su ego o para hacer plata. La mayoría de las veces, lamentablemente, ambas cosas ocurren a la vez.
Necesitamos reivindicar a la cultura. Necesitamos hacerlo los periodistas, pero asimismo los ciudadanos, entre quienes también están sus principales protagonistas: los propios creadores, gestores, productores, empresarios, funcionarios, políticos y líderes del sector que con seguridad quieren que alce cabeza. Vivimos en un mundo, como dice el cineasta Felipe Aljure en una entrevista publicada en esta edición (pág. 54), en el que la negación y las burbujas de distracción son una alternativa permanente. Y este mundo no es uno en que nos haya tocado vivir de la nada. Es uno que hemos construido y a la vez nos hemos impuesto, y en esta gesta hemos jugado un papel fundamental los medios, también los culturales. Por eso ARCADIA propone ver la cultura como un filtro para observar el mundo, y esta vez lo hace con un especial sobre las elecciones que se avecinan. Si el mundo es político, nuestra labor por supuesto también es abordar lo político, no sencillamente como un juego de poder sino como lo que nos constituye; como la realidad en que vivimos y sobre la que debemos pensar. Y el pensamiento, al fin y al cabo, encuentra en la cultura siempre su mejor aliado.