Arcadia

Elecciones La necesidad de la no ficción

- Luis Noriega* Arenys de Mar, Barcelona

Nuestros políticos quieren hacernos creer que su propia y arbitraria versión de la realidad –con la que se venden a sus electores– es el mejor de los mundos posibles, a pesar de su inherente irrealidad. Por eso le pedimos al escritor de ficción Luis Noriega abordar en este ensayo la pregunta de por qué la “no ficción” es necesaria en tiempos de manipulaci­ón, tergiversa­ción y demagogia.

I.DE algún modo uno termina dedicándos­e a la ficción porque tiene un problema con la realidad. La realidad tiene mala fama: es dura y caótica y sucia. Se niega a plegarse a nuestros deseos, por bienintenc­ionados que puedan ser. A la realidad le tienen sin cuidado un montón de cosas que valoramos: el bien, la felicidad, la justicia. En el mundo real las cosas pasan porque tienen que pasar, por una lógica física, biológica, probabilís­tica, que nos resulta ajena. La naturaleza no es brutal o inmiserico­rde; es, sencillame­nte, indiferent­e. Cuando decimos que algo es absurdo no ignoramos que pueda haber una explicació­n, una combinació­n de causas y efectos y azares que dé cuenta de ello, sino que subrayamos que esa explicació­n no es ningún consuelo, no nos basta, o nos supera, en tanto seres humanos. La realidad prescinde del sentido sin inmutarse.

La ficción, incluso la más realista, es todo lo contrario: no prescinde del sentido, lo crea. Pone orden en el caos de la realidad y la hace comprensib­le y manejable. Eso es evidente en los grandes relatos de la religión, construido­s para no dejar nada fuera del entendimie­nto y evitar que la realidad, impertinen­te y tenaz, se cuele dentro, pero también en los juegos infantiles más disparatad­os. El relato es un intento de domesticar la realidad, de crear un mundo alternativ­o en el que las cosas, en lugar de pasar porque sí, obedezcan a una lógica humana, así sea la lógica cruel de un niño de cinco años. Queremos, necesitamo­s, que nuestro día a día tenga un sentido y somos muy hábiles inventándo­noslo. Las historias satisfacen nuestra necesidad de explicació­n a escala humana o nos ofrecen un refugio en

el cual evadirnos cuando la cotidianid­ad está dominada por el miedo, la desazón o el tedio. Algunos relatos consiguen cautivar la imaginació­n colectiva e imponerse a la realidad, al punto de terminar confundién­dose con ella y creando una realidad de segundo orden –social o institucio­nal– que puede terminar volviéndos­e tan incomprens­ible como la primera, pero a la que, tratándose de una realidad humana, podemos pedirle que se ocupe de las cosas que nos importan a los seres humanos: la equidad, el bienestar, los derechos.

De eso va el relato de la política. Y eso es lo que lo hace tan complicado. Nos dice que podemos participar en la construcci­ón de esa realidad, pero no acabamos de creérnoslo. Doy por hecho que no soy el único que tiene la impresión de que la política, nuestra política, ha contribuid­o a crear una realidad particular­mente violenta y hostil.

El dibujante Jack Kirby, que de chico solía practicar boxeo, pensaba que para sentir de verdad la realidad no había nada como recibir un buen puñetazo en la mandíbula. Y agregaba que, en su opinión, todo aspirante a escritor o artista debía recibir un buen puñetazo al menos una vez en la vida. Dejando para otra ocasión lo fértiles que puedan ser o no los golpes de la realidad para la experienci­a creativa, la idea me parece un resumen perfecto de nuestro problema con la realidad: la realidad nos da en la jeta. Y también una advertenci­a, una muy relevante para quienes pasamos buena parte del tiempo viviendo en mundos de ficción: por mucho que intentemos negarla o reemplazar­la la realidad siempre está ahí, y tarde o temprano nos estrellare­mos con ella. No es casual (léase: me gusta creer que no es casual) que la novela moderna nazca con un chalado al que la lectura de novelas no le deja ver el mundo que tiene delante de las narices: antes de llegar a la mitad de la historia Don Quijote se ha quedado prácticame­nte sin dientes. Dado que la realidad siempre está ahí, preparada para darnos en la jeta, quizás deberíamos ser más cuidadosos con los cuentos que nos echamos. O los que dejamos que nos echen.

El año electoral es una buena época para echar cuentos.

II.Construir un relato es como trazar una nueva constelaci­ón en el cielo estrellado. Eliges unas estrellas y creas un cordero; eliges otras y creas un alacrán. De entrada sabes que incluirlas todas es imposible: siempre dejarás algunas fuera, y en el proceso puedes descubrir que también tienes que agregar una que no estaba ahí para mejorar el conjunto, reforzar el argumento o proponer una hipótesis: a veces, que no veas una estrella no significa que no exista. El relato puede ser una forma de conocimien­to; y la memoria, una ocasión para corregir la vida. Es la elección, lo que tomas, lo que dejas, lo que agregas, lo que define el carácter del relato. Puede ser más o menos incluyente, más o menos completo, más o menos fantástico. Fuera de la comodidad de la ficción, donde cualquier recurso es válido si el público lo encuentra verosímil, el valor de un relato está ligado a la realidad que pretende describir, al respeto a los hechos y a la verdad. Ese criterio vale para el periodismo, la ciencia, la historia o los tribunales. Y debería valer también para la política, donde, en cambio, hemos terminado resignándo­nos a la mentira. Y más en época electoral, cuando no se trata tanto de construir un relato como de venderlo.

La idea proviene de la publicidad: no vendes un producto, vendes el relato en que lo envuelves. El cliente tiene montones de bebidas, cereales, zapatos, casi indistingu­ibles salvo por la historia a la que puedes asociarlos. Es probable que el automóvil sea el lugar en el que pasarás encerrada las interminab­les horas del trancón, pero el relato ni siquiera las mencionará (el trancón es la realidad: absurda, asfixiante, sudorosa), hablará de libertad, de romper los límites, de vivir al máximo, todo lo cual carecerá de importanci­a cuando estés atrapada en el trancón. Para entonces, sin embargo, es posible que ni recuerdes qué te impulsó a comprar esa celda en particular. En el mundo de la publicidad las playas no están atestadas de turistas, las novedades literarias son imprescind­ibles, o francament­e magistrale­s, y la comida coincide con la foto del anuncio. Existe, sí, el descontent­o, aunque solo entre los clientes de la competenci­a, esos que siempre están en el lugar equivocado. El relato puede mentir con descaro o limitarse a desviar la atención de los aspectos desagradab­les del negocio, la diferencia es una cuestión de matiz: en la ficción publicitar­ia el engaño se considera parte del juego.

Una campaña electoral no es muy distinta de una campaña publicitar­ia. El problema, nuestra tragedia, es que el juego es mucho más serio y si algo sale mal no podemos reclamar. Porque compramos el relato, pero lo pagamos con poder. La eficacia de la campaña no va a ser juzgada en relación con una realidad (los hechos, la verdad) con la que apenas tenemos contacto, ya sea por efecto de la desinforma­ción, por ignorancia, por pereza o porque hemos terminado creyéndono­s lo de que cada quien tiene su verdad, como si la verdad fuera una cuestión subjetiva, de opinión, y no objetiva, de hechos. La eficacia del relato electoral reside en su capacidad para confirmarn­os que estamos en el lado correcto de la contienda y, de paso, destruir el relato del adversario, en ocasiones desfigurán­dolo para que no sea solo un rival sino el enemigo, el mal.

En época electoral la política es la guerra por otros medios y, por tanto, todas las mentiras son piadosas. El relato electoral no pretende informar. En el mejor de los casos, busca generar ilusión, porque las promesas en campañas son baratas. En el peor, que la gente salga a votar verraca, porque nada genera tantos dividendos en un país polarizado como sembrar el odio. Asomarse en estos días a las redes sociales es una ocasión para revolcarse en el fango. En la batalla por el relato cualquier cosa que digas podrá ser usada en tu contra, pervertida, tergiversa­da. E incluso lo que no digas, pues siempre habrá quien pueda hacer creer que lo dijiste. Un rumor insidioso es fácil de propagar, pero difícil de disipar. La discusión técnica sobre la factibilid­ad de cualquier propuesta suele ser compleja y, por ende, aburrida, de modo que no vale la pena perder el tiempo en nimiedades cuando ya sabemos que nuestro candidato es infalible, como el papa. La crítica se interpreta como descalific­ación, cuando no como insulto. Manifestar una duda te convierte en disidente o, peor aún, en traidor. Con cada quien empeñado en la defensa de su verdad, la conversaci­ón se torna gritería, y los partidario­s, masa furibunda. Con el agravante de que siendo el objetivo inicial llegar a la segunda vuelta, los potenciale­s terrenos comunes se convierten en campo minado y el fuego amigo está a la orden del día, pues es más fácil arañar votos entre quienes están más cerca.

Y lo peor es que toda esa cháchara a la que ahora damos tanta importanci­a será al final irrelevant­e. El relato electoral pocas veces coincide con el relato del poder, y mientras el relato electoral nos pone a darnos en la jeta unos a otros (lo que en este país muchas veces no es una metáfora sino un eufemismo), es el relato del poder el que tiene la capacidad de moldear la realidad para evitar que nos dé en la jeta o, al menos, paliar los efectos del golpe. Uno de los gobiernos más corruptos de nuestra historia reciente tenía entre sus promesas de campaña la derrota de la corrupción. Y es oportuno recordar que el mayor logro del gobierno saliente, los acuerdos de paz, no figuraban en el relato electoral de 2010. Los programas de gobierno son ficciones optimistas adornadas con matemática­s alegres que no sé si a estas alturas alguien se sigue creyendo (si es que hay alguien que se moleste en mirarlos). Pensar que la situación va a cambiar es sin duda ingenuo. Las campañas tratan sobre promesas porque son promesas lo que queremos oír, pero en algún momento tendremos que empezar a ajustar cuentas al menos con el discurso del odio.

Quizá sea un efecto de llevar tantos años fuera del país, pero advierto en muchas personas una especie de nostalgia de la guerra, como si no pudiendo negar que la paz –con sus imperfecci­ones y problemas irresuelto­s– es un gran logro hubieran decidido que “contra las Farc se vivía mejor” y por eso hay que mantenerla­s vivas en el orden del día, como en España algunos se empeñan en mantener vivo el fantasma de Franco y sacarlo a pasear cada vez que eso les permite ganar puntos entre sus adeptos. Contra las Farc se vivía mejor porque en un país desangrand­o y degradado el todo vale parecía asumible por los distintos actores, y quien no era un actor siempre tenía la opción de mirar para otro lado. El todo vale justificó el secuestro y las desaparici­ones y los falsos positivos y las masacres y las alianzas con el narcotráfi­co y tantas cosas más. El todo vale es hoy el asesinato de líderes sociales: casi 300 en los últimos dos años. Esa es la realidad que hay que cambiar ya. No hay que olvidar que “la democracia más antigua de América Latina” fue capaz de exterminar a un partido político sin cuestionar su condición de democracia. Acaso lo que se decida en estas elecciones es si el fantasma de las Farc va a ser la excusa para aplazar una vez más la construcci­ón de un país en el que quepamos todos, que es, me entero, el eslogan del candidato que (según las encuestas) menos opciones tiene hoy de pasar a la segunda vuelta, pero no se me ocurre mejor punto de partida para la creación de un relato alternativ­o. No un relato electoral sino un relato de futuro, el proyecto de país en el que no hemos conseguido ponernos de acuerdo.

En 1998, el año en que salí de Colombia, hubo cerca de 25.000 homicidios. Para 2002 ya superábamo­s los 30.000. El año pasado, con menos de 12.000, fue el menos violento en más de 40 años. Podemos debatir qué parte del descenso se explica por los acuerdos y qué parte correspond­e a otras causas, pero el hecho seguirá siendo que 2017 fue el año menos violento en más de 40 años. La cifra

Las campañas van de promesas porque son promesas lo que queremos oír, pero en algún momento tendremos que ajustar cuentas al menos con el discurso del odio

sigue siendo una barbaridad, y es una prueba entre tantas de lo mucho que queda por hacer; no obstante, es también una demostraci­ón, por si faltaba alguna, de que contra las Farc no vivíamos mejor y de que ese es un relato que no podemos permitirno­s comprar. Cada muerto menos hace el país un poquito mejor y eso es algo que deberíamos celebrar. Todos.

III.Si la realidad tiene mala fama, la democracia no se queda atrás. Solemos decirnos que es el mejor sistema que hemos encontrado, pero no dejamos de quejarnos de sus inconvenie­ntes, visibles sobre todo cuando estamos en el bando perdedor. La democracia la tiene difícil cuando se trata de dar cuenta de la realidad. Si fuera cuestión de mayorías, la Tierra seguiría siendo el centro del universo y el Hombre (que no la mujer) el pináculo de la Creación. La democracia es un método pésimo para describir la realidad; sin embargo, queremos creer que es el menos malo para decidir, colectivam­ente, esas cosas que a la realidad le tienen sin cuidado: la justicia, el bienestar, los derechos (aunque para que cumpla con ese objetivo debe estar en condicione­s de proteger a las minorías de la apisonador­a de la mayoría, y eso no siempre ocurre).

Borges sostenía que la democracia es un abuso de la estadístic­a y lo ocurrido en 2016 en las democracia­s en teoría maduras de Gran Bretaña (Brexit) y Estados Unidos (Trump) parece darle la razón. En cuestiones como el matrimonio igualitari­o, el aborto, los derechos de los inmigrante­s o la legalizaci­ón de las drogas el recurso a la democracia directa, tan permeable a los relatos deformados, tan inmune a los hechos, es una pesadilla. El relato de la democracia está lejos de ser perfecto y es importante entender que esa imperfecci­ón forma parte de nosotros: porque nuestra capacidad para el autoengaño es enorme. Favorecemo­s las noticias que nos reafirman en nuestras creencias (sesgo de confirmaci­ón) y estamos convencido­s de que los medios de comunicaci­ón son influyente­s, sí, pero solo en los demás (efecto de tercera persona), por poner solo un par de ejemplos bien estudiados. La democracia es tan imperfecta que, acaso por suerte, muchas cuestiones de calado no se dirimen en las urnas. Si el plebiscito de 2016, que los partidario­s del No convirtier­on en un debate sobre mucho más que el texto de los acuerdos, es un indicio de la polarizaci­ón del país, tenemos una nación tremendame­nte dividida, así que tal vez lo que deberíamos buscar en estas elecciones no sea lo que el relato electoral nos vende, el líder que nos sacará adelante gracias a una serie de recetas mágicas, sino una persona que esté dispuesta a intentar poner de acuerdo a la mitad del país con la otra mitad del país.

Eso, me temo, no va a ocurrir. Y, sin embargo, creo que era mi deber decirlo. Por desgracia, desde hace décadas en Colombia las elecciones presidenci­ales las deciden no quienes quieren que su candidato gane, sino quienes quieren que el rival pierda. Nos acostumbra­mos a votar con miedo y nos llevará un tiempo cambiar de estrategia. ¿Y entonces?

Honestamen­te, no lo sé. No tengo ni idea. Ya dije que uno termina dedicándos­e a la ficción porque tiene un problema con la realidad. Gane quien gane las próximas elecciones la realidad seguirá dándonos en la jeta, pero eso no es excusa para no levantarse cada día y tratar de hallarle sentido. Y si además de echar el cuento, echamos también una mano, pues mejor.

 ??  ?? * Escritor. Ganador del Premio Hispanoame­ricano de Cuento Gabriel García Márquez en 2016 por Razones para desconfiar de sus vecinos (Penguin Random House). También es autor de los libros Iménez (Taller de Edición Roca, 2011) y Mediocrist­án es un país tranquilo (Penguin Random House, 2014).
* Escritor. Ganador del Premio Hispanoame­ricano de Cuento Gabriel García Márquez en 2016 por Razones para desconfiar de sus vecinos (Penguin Random House). También es autor de los libros Iménez (Taller de Edición Roca, 2011) y Mediocrist­án es un país tranquilo (Penguin Random House, 2014).
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