“Black to the Future”
Dos elementos definen el movimiento afrofuturista: la referencia a otros universos y el uso de lo digital y lo tecnológico para producir arte y reflexión. ¿Qué hay detrás del hecho de que ciertos referentes de una comunidad discriminada, la afroamericana,
No suele ocurrir de este modo, pero, en el caso de lo que más tarde se conocería como afrofuturismo, las primeras señales fueron sonoras y luminosas. A inicios de la década de los cincuenta, en Chicago, Herman Poole Blount, un pianista afroamericano de jazz, decidió cambiarse el nombre a Sun Ra (en honor al dios solar egipcio), por considerar el suyo un “nombre de esclavo”. Pronto, Sun Ra se convirtió en una figura legendaria gracias a sus composiciones de jazz experimental, su estética visual reminiscente del antiguo Egipto y sus referencias a una mitología extraterrestre con la que quería impulsar la liberación de las comunidades negras. La película Space is the Place (1974), protagonizada por Sun Ra y su banda Arkestra, empieza con la aparición del músico, proveniente de Saturno, en un negocio de billares lleno de jóvenes negros.“¿cómo sabemos que eres real?”, le preguntan unas chicas burlonas.“no lo soy”, responde Sun Ra. “Así como ustedes. Ustedes no existen en esta sociedad. Si lo fueran, no estarían luchando por sus derechos. Si fueran reales, tendrían un estatus entre las naciones del mundo”. Palabras de un virtuoso cósmico de piel negra.
En 1966, año de la fundación del partido afroamericano y revolucionario Panteras Negras en Estados Unidos, los guionistas de Marvel Comics crearon a Black Panther (Pantera Negra), el rey de una poderosa nación africana de matices futuristas y una verdadera rareza: el primer superhéroe negro de cómics comerciales (un club hasta entonces exclusivamente blanco y marcadamente masculino) y, en esa medida, un hito de la cultura popular afroamericana.
Por los mismos años, un colectivo musical llamado P-funk (abreviatura de Parliament y Funkadelic) reunía los elementos del fabuloso álbum Mothership Connection, de 1975. La portada muestra a un astronauta negro en la puerta de un ovni: George Clinton, el líder de P-funk, hoy uno de los grupos de funk más famosos de la historia, también popular por su mezcla de referencias africanas y espaciales con música en varios registros: callejero e irónico, mitológico y futurista (el ovni del álbum proviene de la estrella Sirius, central en la cosmología de los dogones de África Occidental). “Tenía que encontrar un lugar donde la gente negra no hubiese sido percibida antes”, explicaba Clinton en 1996, “y ese lugar tenía que ser una nave”, una especie de puente entre el pasado africano y el futuro de la era espacial.
Poco después de Space is the Place (1974) y Mothership Connection (1975), una joven llamada Octavia Butler empezó a publicar novelas con heroínas negras y tramas perturbadoras. En Kindred (1979), una escritora afroamericana regresa 150 años en el tiempo, al sur estadounidense, esclavista y terrible. La serie Parábola (1993-1998) relata la lucha de una comunidad pluriétnica por sobrevivir tras el colapso de Estados Unidos a raíz de desastres naturales y el capitalismo descontrolado.
Para 2006, año de su muerte, Butler ya era un clásico de la ciencia ficción. Con sus libros, en los que mundos posibles y personajes negros (sobre todo mujeres) ocupan un lugar central, sigue ejerciendo una influencia enorme –al igual que Sun Ra, Black Panther, Parliament/funkadelic y toda una serie de figuras ilustres, como Jimi Hendrix
o el pintor Jean-michel Basquiat– sobre muchos otros artistas que combinan tradiciones africanas o experiencias afroamericanas con visiones del futuro en el gigantesco, enrevesado y alucinante universo del afrofuturismo.
La palabra fue inventada en 1994 por el crítico cultural Mark Dery en un ensayo titulado “Black to the Future”, que criticaba que el establecimiento tecnocultural (las empresas de tecnología, las artes audiovisuales, la literatura de ciencia ficción) ofreciera tan poco espacio a los afroamericanos (así como a mujeres y otros “grupos minoritarios”). “¿Puede una comunidad, cuyo pasado ha sido borrado deliberadamente y cuya energía ha sido consumida por la búsqueda de rastros en la historia, imaginar futuros posibles?”, escribía.“y ya que el futuro parece ser propiedad de los tecnócratas, futurólogos y escenógrafos –todos hombres blancos– ¿quiénes han diseñado nuestras fantasías colectivas?”.
Dery nombraba a algunos visionarios que ya estaban imaginando futuros en claves novedosas, ante todo Butler y Samuel Delany, otro prominente autor de ciencia ficción afroamericano.y mientras se hacía esas preguntas, críticos culturales y artistas negros aprovechaban el entonces naciente mundo de internet para intercambiar ideas.
A finales de los años noventa,alondra Nelson, hoy profesora de Sociología en la Universidad de Columbia, creó un grupo de debate online cuyos ejes intelectuales eran la historia y la cultura de origen africano, la tecnología y la ciencia ficción. Algunos moderadores fueron el músico electrónico y de hiphop Paul Dennis Miller (dj Spooky), la autora de literatura especulativa Nalo Hopkinson y el teórico Alexander Weheliye, todos destacados en sus respectivos campos de acción. Por la misma época, John Akomfrah examinaba en su película The Last Angel of History (1995) las relaciones entre el desarrollo de la tecnología computacional y la cultura panafricana, y mostraba en qué medida las metáforas del “alien” y el secuestro por parte de extraterrestres servían para contar la historia de la esclavitud y la diáspora africanas. Por su parte, el periodista musical británico-ghanés Kodwo Eshun sostenía en su libro Más brillante que el sol (1996) que “en el hip hop se muestra una conciencia elevada de la existencia de los afroamericanos” y declaraba el afrofuturismo como un fenómeno transnacional tecnocultural del llamado “Atlántico Negro” (el mundo surgido del crimen del tráfico de esclavos de África a las Américas).
“Defino afrofuturismo generalmente como una forma de imaginar futuros posibles a través de una lente cultural negra. Considero el afrofuturismo como una forma de animar la experimentación, reimaginar identidades y activar la liberación”, decía hace algunos años la artista (y excandidata a la alcaldía de Detroit) Ingrid Lafleur en una charla tedx. Así, “afrofuturismo”, más que un movimiento unitario, sería un concepto que reúne diversas manifestaciones creativas, como sucedió con el “realismo mágico” o el significado tardío de “dadaísmo” o “surrealismo”. Sin embargo, dos elementos parecen esenciales en cualquier expresión afrofuturista: la referencia a universos posibles para hacer un comentario social y la explotación del boom digital y tecnológico con el fin de producir arte y reflexión. Como escribe Ytasha L. Womack en Afrofuturism: The World of Black Sci-fi and Fantasy Culture (2013): “Los artistas actuales pueden empuñar el poder de los medios digitales, las plataformas sociales, el video digital, las artes gráficas y la tecnología de juegos para contar sus historias de modo económico: un regalo de los dioses de la ciencia ficción”.
Precisamente el boom digital ha llevado a nuevas definiciones. El crítico cultural Reynaldo Anderson considera que el afrofuturismo actual es inseparable del mundo de las redes sociales y las nuevas tecnologías, y lo definió en Afrofuturism 2.0 and the Black Speculative Arts Movement (2013) como “la tecnogénesis de la identidad negra de inicios del siglo
xxi”, ligada a las contranarrativas y a la influencia de internet, la lógica de las bases de datos, el análisis cultural, la neurociencia, la fluidez de género, la manipulación cibernética del cuerpo humano y reflexiones transdisciplinarias, temas que están en la base de un “importante movimiento panafricano tecnocultural diaspórico”. Anderson llama a esta nueva etapa “afrofuturismo 2.0”. Es como si el afrofuturismo de Sun Ra hubiese dejado de imaginar el futuro para volverse, en cierta forma, parte de él.
Pero, ¿por qué esta obsesión con el futuro? En comunidades discriminadas, pobres y amenazadas como las de muchos afroamericanos, en contextos inestables como los de muchos países africanos, ¿qué utilidad tiene imaginar mundos inexistentes? Las respuestas (que, a fin de cuenta, tratan de la utilidad del arte en general) están quizá ya formuladas en las preguntas. Y acaso sea pertinente en este caso cederles la palabra a los teóricos mismos del afrofuturismo.
Según la autora y cineasta Ytasha L. Womack, creadora de serie de novelas futuristas Rayla 2212 (2014), los afrofuturistas muestran que la identidad negra no solo tiene que ser “una negociación con estereotipos horribles, una visión distópica de raza, un sentido de impotencia abismal”. Para el citado Anderson, el afrofuturismo desestabiliza análisis previos de lo negro..., permite crear nuestro propio lugar en el futuro”.
Desde la perspectiva de la curadora Melorra Green, el arte afrofuturista “les ofrece a nuestros jóvenes una vía hacia afuera... [quienes] necesitan ver gente saliendo de la norma”.y, como escribió el director de cine camerunés Jean-pierre Bekolo, “vivimos en el futuro de alguien más”. Nuestro tiempo, que para comunidades negras en todo el planeta es sin duda aún profundamente imperfecto, es sin embargo el “futuro mejor” de otros: de los abolicionistas, de Martin Luther King, de Nelson Mandela, de aquellos quienes imaginaron futuros posibles distintos a su presente.
Nuestro presente cultural, por supuesto, sigue siendo precario. El mencionado “establecimiento tecnocultural” es aún un bastión masculino y blanco. Pero algunas cosas han cambiado. Tras décadas de invisibilidad en grandes producciones de ciencia ficción como El planeta de los simios (1968), Guerra de las galaxias (1977) o Terminator (1984), donde era imaginable todo tipo de seres fantásticos pero ningún personaje negro con un papel digno, películas como Matrix (1999), Día de la independencia (1996), Soy leyenda (2007) o, recientemente, la misma Guerra de las galaxias (2017) han transformado el panorama. Y en los últimos años han aparecido cortos y largometrajes abiertamente afrofuturistas (muy recomendables): An Oversimplification of Her Beauty (2012), The Forever Tree (2017) o Raising Dion (próximamente en Netflix) en Estados Unidos, y, en una especie de retroproyección de energías hacia el continente africano, Afronauts (2014), de Zambia; Crumbs (2015), de Etiopía, o Pumzi (2009) y To Catch a Dream (2015), de Kenia. Aquella “retroproyección” vale también para otros casos notables, como la escritora nigeriano-estadounidense de ciencia ficción Nnedi Okorafor, el diseñador nigeriano Olalekan Jeyifous, el fotógrafo belga-beninés Fabrice Monteiro o los artistas Cyrus Kabiru de Kenia o Lina Iris Viktor de Liberia, entre muchos otros.
Desde hace algún tiempo, ideas y estéticas afrofuturistas alimentan con fuerza el establecimiento creativo global, gracias a artistas afroamericanos como las cantantes Missy Elliott o Janelle Monáe (su álter ego, el androide Cindi Mayweather, proviene del año 2719, sus videos están atravesados de orgullo negro, feminismo y fluidez sexual); Beyoncé y Solange Knowles y Rihanna hacen uso de referencias afrofuturistas en su música y su vestuario.y claro, la reciente y exitosa película Black Panther. Desde la interpretación futurista de ritos, música y atuendos tradicionales africanos, pasando por la atmósfera de ciencia ficción hasta la perspectiva afrocéntrica de la narración, la película es una especie de clímax popular del afrofuturismo.y hay otras conexiones inesperadas. Desde 2016, el escritor jefe del cómic Black Panther es Ta-nehisi Coates, uno de los intelectuales y activistas afroamericanos más importantes de la actualidad.al grupo de autores se sumó el año pasado la mencionada autora Nnedi Okorafor.
Sin duda, Black Panther es lo que es: ni más ni menos que una película famosa. Pero que un superhéroe negro pudiera ser un ícono cultural internacional solía ser algo inconcebible.
Reynaldo Anderson expresó hace poco la esperanza de que en un futuro cercano surja un “afrofuturismo 3.0”, cuando los países de la Unión Africana modelen su presente “según su propia sensibilidad, sus gustos y fines estratégicos”. Claro: para cambiar el futuro se necesitará más que arte visionario; su influencia es limitada. Sin embargo, sin sus visiones tampoco será posible imaginar un futuro distinto al presente.