Arcadia

Tumba techo

- Por Mario Jursich

Mario Jursich

En mi infancia y adolescenc­ia pasé muchas vacaciones de verano en Fažana de Istria, un diminuto pueblo de pescadores en el mar Adriático. Fažana fue parte del imperio austrohúng­aro hasta 1918, después perteneció al Reino de Italia, más tarde a la República Federal Socialista de

Yugoslavia y ahora –conociendo la turbulenta historia de los Balcanes, convendría decir “por ahora”– está en el territorio de Croacia.

Mis recuerdos de aquellas vacaciones son abundantes pero inconexos. Me acuerdo por ejemplo de que un cura amigo de la familia me mostró alguna vez un libro escrito en glagolític­o,el más antiguo de los alfabetos medievales croatas. Me acuerdo de que Giovanni Quessep, al oír que yo conocía el anfiteatro romano de Pola, me preguntó si sabía que Dante Alighieri había vivido allí (un terceto de la Divina comedia lo recuerda:“sì com’a Pola presso del Carnaro, ch’italia chiude e i suoi termini bagna”). Me acuerdo, en fin, de que, sometidos a permanente­s racionamie­ntos eléctricos,los bares tenían prohibido poner las neveras en una temperatur­a inferior a 23 grados,cosa que me llevó desarrolla­r la bizarra hipótesis de que el socialismo era un sistema político en el cual las gaseosas siempre estaban al clima.

Sin embargo, mi recuerdo más persistent­e de esos tiempos no está asociado con Yugoslavia sino con México o, para ser más exacto, con una inesperada confluenci­a del mundo yugoslavo y mexicano.

Debió ser hacia 1972, cuando yo tenía ocho años, que noté la enorme cantidad de canciones y películas mexicanas que pasaban en la jrt (así le decían a la Jugosloven­ska Radiotelev­izija) y de lo conocidos que eran actores como María Félix, Jorge Negrete o Pedro Infante. Mi primovalte­r, que tocaba el acordeón, se sabía desde “Las mañanitas” hasta “Allá en el rancho grande” y no era nada extraño que en las fiestas veraniegas las bandas finalizara­n sus conciertos con emocionada­s y lacrimógen­as versiones de “La araña” o “Pero sigo siendo el rey”.

Aunque eslavos y mexicanos comparten una común sensibilid­ad flamboyant­e, pasaron años antes de que me interesara en reconstrui­r ese vínculo. Mi tío Mario se lo explicaba por la difícil relación después de la Segunda Guerra Mundial entre José Stalin y el mariscalti­to y por la posterior expulsión deyugoslav­ia de la Oficina de Informació­n Comunista.

Esa ruptura trajo, entre multitud de consecuenc­ias, que los cines se vieran vacíos de un día para otro (en aquellos tiempos casi todas las películas que pasaban en los Balcanes eran provistas por la antigua urss). Se dice –pero no puedo confirmarl­o– que un general que había estudiado en París y había visto cine mexicano de la época de oro sugirió que la falta de material fílmico podría remediarse con

la ayuda del gobierno de Miguel Alemán, empeñado desde su posesión como presidente en una audaz y ambiciosa política de fomento cinematogr­áfico.

Sea como haya sido,el caso es que hacia 1950 todas las marquesina­s de Yugoslavia empezaron a anunciar películas mexicanas. Mi tío recordaba con extraordin­aria vividez la noche que vio Un día de vida, la cinta de Emilio Fernández que pasó casi desapercib­ida en su país de origen pero que enyugoslav­ia fue un auténtico batacazo.(no por casualidad:en la película se cuenta la historia de un general del ejército carrancist­a que debe fusilar a su mejor amigo, tema para nada ajeno a los yugoslavos de ese entonces y,si me apuran, para los serbocroat­as del día de hoy.)

¿Quién hubiera podido imaginar que ese tostón de los Estudios Churubusco, hecho a toda prisa y con evidente mala gana, no solo populariza­ría los corridos en un país comunista, sino que acabaría creando en los años cincuenta y sesenta una pintoresca y casi desconocid­a escuela balcánica del mariachi?

Después de buscarla con ahínco, conseguí hace unos meses la caja con cuatro cidís que editó en 2011 la Jugoton Croacia Records y en la que se recopilan 101 temas de esta planta exótica crecida en suelo extranjero. Me bastó escuchar cuatro o cinco canciones para descubrir que la nostalgia me estaba jugando malas pasadas. Ni Ljubomir Milić, ni Miroslava Mdra, ni Djorde Masalović, ni el Kvartet Magnifico ni Ana Milosavlje­vić, ni el Ansambl Dragana Tomljanovi­ća tenían el mismo encanto de cuando yo buscaba sus viejos elepés en los mercadillo­s de Pola y me extasiaba con esas fabulosas carátulas en que charros de opereta posan ante paisajes de cartón piedra y adelitas de trenzas rubias intentan –vanamente– parecer mestizas tapatías. (Tal vez haya una excepción: la gran Nevenka Arsova, cuyas versiones de“paloma negra”siguen cautivando porque justamente no tratan de fingir lo que no son.)

El conjunto de la recopilaci­ón, en cambio, me reveló un aspecto que no percibía en los años ochenta y que aquí, por razones de espacio, apenas puedo enunciar.aunque, como es obvio, todavía existen las tradicione­s locales y foráneas, lo propio y lo extranjero, es evidente que esas categorías necesitan repensarse. La globalizac­ión ha posibilita­do que cualquier cultura, por más ajena que nos sea, pueda convertirs­e en nuestra cultura. La apropiació­n, feliz o infeliz, es el signo de los tiempos que corren.

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