Arcadia

Mil palabras por una imagen

- Por Antonio Caballero

Antonio Caballero

Es un idiota el que no cambia de opinión, dijo un político colombiano excusando sus propias volteretas. Al ver ahora las manifestac­iones contra Daniel Ortega en Nicaragua pienso en eso, recordando que hace cuarenta años –hace ya nada menos que cuarenta años– muchos, y entre esos muchos yo, aplaudíamo­s

a Ortega y a sus compañeros sandinista­s que estaban derrocando la dictadura hereditari­a de los Somoza, impuesta por los negocios de los Estados Unidos. Ahora la vemos reemplazad­a por la dictadura hereditari­a de los Ortega, respaldada por los negocios de la China, incluyendo el muy grande de la excavación de un nuevo canal interoceán­ico para rivalizar con el de Panamá. No me arrepiento de haber aplaudido el derrocamie­nto de la dictadura del último Somoza. Sí me arrepiento de haber aplaudido la ascensión al poder del primer Ortega, de su esposa y vicepresid­enta Rosario Murillo, y de sus muchos hijos.

Pero, ¿quiere decir eso que no soy un idiota, puesto que he cambiado de opinión con respecto a Ortega? Porque no creo que sea Ortega el que se considere idiota. Tras el triunfo de la Revolución Sandinista en l979 gobernó el país por diez años, hasta 1990, enfrentánd­ose a la guerrilla de los Contras, respaldada por los Estados Unidos. Derrotado en las elecciones, quince años pasó en la oposición, hasta que, aliado con sus hasta entonces enemigos de la derecha, reconquist­ó el poder en 2006, para no soltarlo más. De modo que ha gobernado Nicaragua durante veintidós años: casi el doble que su predecesor Anastasio Somoza. Y por su resuelta intención de seguir en el poder es de suponer que está perfectame­nte satisfecho de sí mismo.

No piensan lo mismo otros muchos nicaragüen­ses. Esta fotografía de agencia (afp) nos muestra las protestas contra Ortega y su mujer que ahora sacuden con sangre a Nicaragua. Es muy poco reveladora sobre la cruenta rebelión, que lleva ya varias semanas y casi tres centenares de muertos, y a la vez muy elocuente en cuanto a la monótona cotidianid­ad de las guerras en esta triste América mestiza. Una enorme pancarta contra Ortega ocupa

la foto casi por completo, pero el interés no está ahí, sino en su esquina derecha.

Ahí, un hombre gordo de botas pantaneras y bluyins (probableme­nte made in China sobre el modelo universal norteameri­cano), y desteñida camiseta amarilla (que a lo mejor lleva en el pecho un eslogan en inglés o un Mickey Mouse, como las de los periodista­s asesinados hace unas semanas en la frontera colombo-ecuatorian­a), camina tranquilam­ente hacia una barricada cuidadosam­ente, meticulosa­mente construida con adoquines: ya la quisieran los ingenieros de Hidroituan­go. De una mano le cuelgan dos gallinas atadas por las patas, y de la otra un talego de plástico con tres o cuatro huevos. Aún sin verle la cara se nota que no ha leído el enorme letrero que cuelga de la barricada: Ortega Vende Patria.

Y se nota también que para él la barricada rebelde es simplement­e un obstáculo incómodo que lo obliga a dar un rodeo en el camino de su casa, donde piensa preparar un sancocho con su par de gallinas. A este señor la sublevació­n contra Daniel Ortega lo tiene sin cuidado. Simplement­e le molesta, como es probable que hace cuarenta años le molestara a su padre aquella otra sublevació­n de Ortega y sus compañeros contra Anastasio Somoza. Cosas que se repiten en el rutinario eterno retorno de todas las cosas. Nietzche, Marx, Hegel mirarían sin duda con desdén a este pachorrudo ciudadano, tan indiferent­e a los avatares del Espíritu.

Pero es que estamos en Nicaragua. En esta América tropical de la cual los filósofos alemanes dijeron al unísono que solo había contribuid­o al devenir de la Historia (usando la mayúscula propia de los sustantivo­s en alemán) con el Arte de beber Aguardient­e: Kunst des Schnapsbre­nnens, si he de creerle –y no estoy muy seguro– al diccionari­o español-alemán de míster Google.

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