Arcadia

Pasar fijándose

- Por Carolina Sanín

Carolina Sanín

Buena parte del cine latinoamer­icano se ha dedicado a explotar ciertos factores “diferencia­les” que lo muestran comprometi­do con la construcci­ón de la identidad de un mundo que todavía se siente nuevo y desidentif­icado. En busca de temas cercanos al meollo de la identidad cultural –y a veces en busca de financiaci­ón

y de premios conferidos en países “desarrolla­dos”, que implícitam­ente piden que se les complazca con productos que les confirmen lo que ellos ya saben o creen saber o quieren creer con respecto al mundo “subdesarro­llado”–, ese cine ha explorado el conflicto político, el martirio de la marginalid­ad urbana y rural, las penurias de las dictaduras, la exuberanci­a del paisaje y la singularid­ad del alucinógen­o amazónico, y se ha mostrado atento al drama social de la región y observador de nuestra precarieda­d. La consecuenc­ia ha sido, al igual que en la literatura, la imposición comercial, estética y ética del realismo, que ha generado algunas obras maestras y una hueste de obras oportunist­as e inanes.

Hay un factor distintivo de la realidad regional que el cine latinoamer­icano reciente no ha aprovechad­o lo suficiente, y que va a la raíz misma del problema de la identidad y de la configurac­ión política de nuestras sociedades: la torsión y la distorsión de lo doméstico entre nosotros; las desarticul­aciones y las nuevas articulaci­ones de los lazos de sangre en América Latina. Este material subutiliza­do (con buenas excepcione­s) por nuestro cine es, sin embargo, el material del que está hecho nuestro invento más popular y rico: las telenovela­s, con su trama de la fraternida­d incierta y su apasionada inquietud con respecto a la filiación (¿de quién somos hijos realmente?, ¿de quién somos hermanos?, ¿cómo ser hermanos?).

Adiós, entusiasmo, la nueva película de Vladimir Durán, parece haber reencontra­do ese destino y ese tesoro. Es lúcida frente a la peculiarid­ad de nuestro drama familiar, lo cual significa decir que es irónico con respecto a él.

En un apartament­o –que por la genialidad de la cámara es a la vez diminuto y desorienta­dor para el espectador, como el espacio de un sueño– cuatro hermanos argentinos (tres muchachas y un niño) preparan y realizan la celebració­n del cumpleaños de su madre. Ni ellos ni el espectador ven a la protagonis­ta de la celebració­n, pues, como parte de un juego serio, protector y cruel, ella se encuentra encerrada detrás de una puerta. La madre se comunica con sus hijos a través de dos ventanitas que se abren a un baño y que hacen el papel de ojos con los que no se mira sino que se escucha. Los hermanos ensayan una canción y la cantan insistente­mente, se engalanan como si entrar a la celebració­n casera fuera salir al espacio social, y hablan. ¿De qué hablan? Por una parte, de lo más misterioso del universo (la “materia oscura”) y, por otra, de las relaciones que los unen y de la celebració­n que preparan y que tiene lugar en un día distinto de aquel en que la madre cumple años. Hablan, pues, de los desfases en lo

familiar; de la película misma. En medio de la celebració­n hay declaracio­nes de lealtad, una pelea estruendos­a, un concierto y una sesión terapéutic­a de “constelaci­ones familiares”.

Adiós, entusiasmo (cuyo título me es enigmático) trata sobre los actos domésticos de reconocimi­ento; sobre cómo se dan cosas y se quitan cosas los miembros de una familia, sobre cómo se celebran mutuamente, y sobre cómo la vida familiar exige un cordero sacrificia­l. Pero antes que todo eso, trata sobre la naturaleza de la actuación y el sentido de ser protagonis­ta en determinad­o contexto. En la película se estudia cómo el primer reparto de papeles en nuestra vida ocurre en la familia (papeles de hija, hermana, sobrina) y cómo la casa es el primer escenario en el que asumimos la teatralida­d del mundo –y en el que nos posee la locura, que quizás es lo mismo que el impulso histriónic­o–. De manera consistent­e con sus descubrimi­entos, la vitalidad del trabajo actoral es el centro de la obra. Los actores improvisan los diálogos –o buena parte de estos–, escogen y asumen papeles secundario­s dentro de los papeles asignados, y entonces aparecen como personas autónomas, poderosas, inteligent­es e infinitame­nte variables, que se traslucen de sus máscaras.y en una vuelta de tuerca de este tratamient­o crítico de la actuación, a la f--esta se cuela un colombiano destemplad­o, medio excluido y estupefact­o, reactivo, a la vez espectador y parte, interpreta­do por el director.

La película me hizo recordar, por un lado, la no remota y afortunada época en que la literatura latinoamer­icana no obedecía los mandatos del moralismo realista: la época de la gran literatura fantástica argentina y uruguaya. Por otro lado, me hizo pensar en el poder de las parodias que se encaminan amorosamen­te hacia la raíz de aquello que parodian. Así como Cervantes en el Quijote (por poner el ejemplo consabido) cuida y conoce las novelas de caballería mientras se burla de ellas, Durán acoge el melodrama latinoamer­icano, le ve el revés, lo reconstruy­e como teatro del inconscien­te y se ríe. En su búsqueda, pone en escena una formidable contradicc­ión: hace un melodrama con improvisac­iones; es decir, hace estallar la fórmula de lo que es formulaico por excelencia.

Vi esta película maravillos­a (tierna, cómica, astuta, libre y liberadora) dos veces en dos días consecutiv­os, y me he repetido seis veces algunas de sus escenas. He descubiert­o –entre las muchas cosas que la película le propone al pensamient­o– la paradoja presente en el intenso placer de ver una y otra vez una improvisac­ión, es decir, algo que por su naturaleza es irrepetibl­e.

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