Exceso de memoria
Los usuarios de redes sociales que expusieron a los hinchas tomando trago en Rusia olvidarán sus nombres. Pero, en un milisegundo, Google recordará para siempre el antecedente. En círculos especializados llevan años hablando del “derecho al olvido” digital, pero parte de la discusión es si realmente este derecho existe.
Parece una escena cualquiera de aquellas que inundaron las redes sociales y los grupos de Whatsapp durante el Mundial de Fútbol: un brindis entre hinchas colombianos en Rusia. Uno de ellos sirve trago de unos binoculares falsos que hacen las veces de cantimplora y que otro de ellos entró al estadio. Una camaradería momentánea; una complicidad pasajera. Un hincha celebra el ingenio de quienes burlaron la seguridad rusa; otro bromea con denunciar el acto si no lo invitan a una ronda; el que sirve se encoge de hombros ante su propia audacia. Ríen los que están frente a la cámara y ríen otros más que están fuera del cuadro. ¡Salud! Tendría que haber sido solo eso: un brindis.
PERO INTERNET NUNCA OLVIDA
No está claro dónde empieza la indignación digital, pero sí dónde termina. En este caso tal vez empezó cuando Martín Santos compartió el video en Twitter con un mensaje: “¿Nos parece bacanísimo esto, pero nos emberracamos cuando nos raquetean en los aeropuertos?” (solo ese video tiene un millón de vistas). Y terminó con la noticia que conocemos, que suele ser una mezcla de declaraciones y especulaciones: que a los hinchas les van a revocar la acreditación para estar en el Mundial; que los van a deportar de Rusia. Nunca sabremos qué pasó, y en el fondo a nadie le importa.
Pero no era suficiente, queríamos una historia. Alguien descubrió el nombre de un actor secundario del video, el pobre diablo que fue por un trago y se dio la vuelta para seguir con su vida. El problema es que trabajaba en una aerolínea que necesita una reivindicación en redes sociales. La aerolínea anunció –por Twitter, por supuesto– que el pobre diablo estaba despedido. Internet respiró tranquila. Cuando desplegamos el acto de avergonzar o humillar en internet, explica el escritor Jon Ronso, utilizamos un poder colectivo inmenso, que es coercitivo, no tiene fronteras y cuyo impacto es creciente en términos de velocidad e influencia. Es además un poder efímero, pero con efectos totalmente desproporcionados: con la capacidad de atención de un pez, los indignados pasarán a otro tema en el segundo siguiente, pero la víctima de la indignación tendrá tatuado el antecedente como una letra escarlata. La analogía no es gratuita. “Estamos en el comienzo del gran renacimiento de la humillación pública”, afirma Ronson. Por casi 200 años (principalmente entre los siglos xviii y xix) la humillación pública, combinada con torturas y sanciones económicas, se usaba en Europa y Estados Unidos como un mecanismo de control social. De ahí viene la picota pública: una columna a la entrada del pueblo donde se exponía a los humillados.
En esos tiempos, una persona humillada por un delito grave (haber violado o asesinado) o por una acto social cuestionable (tener ideas liberales o ser infiel) podía simplemente desaparecer, irse a otro pueblo, a otro continente, empezar otra vida. En tiempos de internet darse ese lujo es imposible. La turba enfurecida que expuso al hincha en Rusia olvidará su nombre, pero en un milisegundo Google recordará siempre su antecedente. Enfrentamos un cambio de paradigma, explica el profesor Viktor Mayer-schönberger. Antes la regla general era olvidar y la excepción era recordar. Ahora es al revés: recordamos mucho y olvidamos poco. Tenemos toda clase de dispositivos para grabar conversaciones, textos y videos; una capacidad de almacenamiento en incremento constante, y unos algoritmos que ponen delante de nuestros ojos cualquier cosa que estemos buscando.
En los círculos especializados llevamos varios años hablando del “derecho al olvido” digital. Lo escribo entre comillas porque parte de la discusión es si realmente este derecho existe. La académica estadounidense Meg Leta Jones lo define como “el derecho a silenciar eventos pasados de la vida que ya no están sucediendo”. El olvido digital es poder reinventarse o redimirse, y tiene su antecedente en el “olvido” de antecedentes financieros y penales y en la protección de datos personales. Sin embargo, su ámbito de aplicación está lleno de zonas grises y ninguna respuesta parece satisfactoria.
Están los casos obvios: una mujer que quiere que internet “olvide” un video íntimo de ella divulgado sin su consentimiento (la mal llamada “porno-venganza”). Están los casos anodinos: una persona que exige que se borre de Facebook una publicación donde alguien le cobra una deuda jamás pagada. Están los casos grises: una noticia de hace veinte años sobre una persona que estuvo investigada por un delito, nunca fue absuelta ni condenada, pero cuyo nombre aparece asociado a ese antecedente si alguien la busca en Google. Y están los casos problemáticos: un exfuncionario público que desea que su nombre se elimine de un reportaje del pasado sobre un caso de corrupción o, peor aún, de una posible violación de derechos humanos.“el ‘derecho al olvido’ es como un test de Rorschach. La gente puede ver en él lo que quiera”, afirma el experto en privacidad Peter Fleischer. LIBERARSE DEL PASADO
¿Qué debería ser olvidado en internet? ¿Cuál es el pasado que no debe regresar y cuál el que debe permanecer? La respuesta se está escribiendo en desorden y a varias manos. Europa, que tiene una tradición más proteccionista de la privacidad, dio el primer paso: la Unión Europea les exigió a los motores de búsqueda –Google, en particular– desarrollar un sistema de quejas y reclamos para que una persona afectada por información pasada que considere irrelevante, desactualizada o excesiva, pueda pedir que se corte el nexo entre ese antecedente y su nombre. Así, cuando un futuro empleador o una eventual pareja busque a esa persona en Google (y que alce la mano el que no lo haya hecho) no habrá manera de encontrar ese pasado. La información no habrá desaparecido de internet, pero no será sencillo llegar a ella. En América Latina, por su parte, algunos países han adoptado la misma solución a través de decisiones judiciales. En otros casos, los tribunales decidieron centrarse no en el motor de búsqueda, sino en el autor de la información. Es decir, la orden le exige al medio de comunicación que publicó la noticia que la actualice o la elimine. Esta vez, la información habrá desaparecido.
En América Latina, la idea de un olvido digital formal genera un temor justificado. Con índices altos de impunidad, en momentos democráticos muy frágiles y ante violaciones de derechos humanos que se perpetúan en el presente, los informes periodísticos y de la sociedad civil suelen ser la verdad a la que muchos se aferran. En ese contexto, tener un mecanismo que permita eliminar o invisibilizar información de internet podría ser objeto de abusos por parte de los gobernantes de turno, los funcionarios públicos y, en general, las personas poderosas, como en efecto ya hemos visto en la región.
Pero el dilema no es tan sencillo. La mayoría de casos que vemos en la práctica no tiene nada que ver con asuntos de interés público, no está en juego el derecho a la verdad de la sociedad ni la libertad de expresión de los ciudadanos. Lo que estamos enfrentando son costosas famas efímeras de personas que cometieron una imprudencia, un error o simplemente hicieron lo que cualquier persona hizo alguna vez sin una cámara al frente. Estamos ante víctimas de la inmoralidad de una antigua pareja o del matoneo irreflexivo de un grupo de amigos que se desborda a las redes sociales. Y estamos enfrentando situaciones en que una persona simplemente necesita liberarse de su pasado. Estamos atrapados entre la estridencia de las redes sociales, la sanción moral y la falta de empatía (sobre esto último escribí un artículo en la edición 152 de ARCADIA).
Mientras las redes sociales ofrecen algunas respuestas (mecanismos para pedir la bajada de contenidos y la suspensión de cuentas, entre otros) y los jueces y legisladores intentan ponerse al día con la dimensión técnica de sus decisiones, queda sobre la mesa la pregunta por la memoria en la era digital. “Olvidar no es una limitación del ser humano, sino un mecanismo mental para filtrar la inundación sensorial y entender el mundo”, afirma el académico de computación Liam Bannon. La manera como recordamos algo es nuestra negociación entre la evocación del pasado y la necesidad de tener un presente. Olvidar o recordar parcialmente, o de manera distorsionada incluso, no solo no es un defecto, sino que es nuestra estrategia de supervivencia.
Algunos expertos proponen introducir esa condición humana en la tecnología que nos rodea, por ejemplo con fechas de expiración para los archivos digitales. Fotos y documentos que después de un tiempo se disuelvan; recuerdos electrónicos que se vuelvan mortales. La tecnología, sin embargo, parece ir en la dirección opuesta y amenaza con convertirnos en un ejército de Ireneos Funes: ciudadanos que recordarán –o tendrán siempre cómo recordar– cada hoja de cada árbol de cada monte.
Antes la regla general era olvidar y la excepción era recordar. Ahora es al revés: recordamos mucho y olvidamos poco