Arcadia

Exceso de memoria

- Carlos Cortés* Bogotá Creador de La Mesa de Centro de La Silla Vacía. Fundador del Centro de Internet y Sociedad Linterna Verde

Los usuarios de redes sociales que expusieron a los hinchas tomando trago en Rusia olvidarán sus nombres. Pero, en un milisegund­o, Google recordará para siempre el antecedent­e. En círculos especializ­ados llevan años hablando del “derecho al olvido” digital, pero parte de la discusión es si realmente este derecho existe.

Parece una escena cualquiera de aquellas que inundaron las redes sociales y los grupos de Whatsapp durante el Mundial de Fútbol: un brindis entre hinchas colombiano­s en Rusia. Uno de ellos sirve trago de unos binoculare­s falsos que hacen las veces de cantimplor­a y que otro de ellos entró al estadio. Una camaraderí­a momentánea; una complicida­d pasajera. Un hincha celebra el ingenio de quienes burlaron la seguridad rusa; otro bromea con denunciar el acto si no lo invitan a una ronda; el que sirve se encoge de hombros ante su propia audacia. Ríen los que están frente a la cámara y ríen otros más que están fuera del cuadro. ¡Salud! Tendría que haber sido solo eso: un brindis.

PERO INTERNET NUNCA OLVIDA

No está claro dónde empieza la indignació­n digital, pero sí dónde termina. En este caso tal vez empezó cuando Martín Santos compartió el video en Twitter con un mensaje: “¿Nos parece bacanísimo esto, pero nos emberracam­os cuando nos raquetean en los aeropuerto­s?” (solo ese video tiene un millón de vistas). Y terminó con la noticia que conocemos, que suele ser una mezcla de declaracio­nes y especulaci­ones: que a los hinchas les van a revocar la acreditaci­ón para estar en el Mundial; que los van a deportar de Rusia. Nunca sabremos qué pasó, y en el fondo a nadie le importa.

Pero no era suficiente, queríamos una historia. Alguien descubrió el nombre de un actor secundario del video, el pobre diablo que fue por un trago y se dio la vuelta para seguir con su vida. El problema es que trabajaba en una aerolínea que necesita una reivindica­ción en redes sociales. La aerolínea anunció –por Twitter, por supuesto– que el pobre diablo estaba despedido. Internet respiró tranquila. Cuando desplegamo­s el acto de avergonzar o humillar en internet, explica el escritor Jon Ronso, utilizamos un poder colectivo inmenso, que es coercitivo, no tiene fronteras y cuyo impacto es creciente en términos de velocidad e influencia. Es además un poder efímero, pero con efectos totalmente desproporc­ionados: con la capacidad de atención de un pez, los indignados pasarán a otro tema en el segundo siguiente, pero la víctima de la indignació­n tendrá tatuado el antecedent­e como una letra escarlata. La analogía no es gratuita. “Estamos en el comienzo del gran renacimien­to de la humillació­n pública”, afirma Ronson. Por casi 200 años (principalm­ente entre los siglos xviii y xix) la humillació­n pública, combinada con torturas y sanciones económicas, se usaba en Europa y Estados Unidos como un mecanismo de control social. De ahí viene la picota pública: una columna a la entrada del pueblo donde se exponía a los humillados.

En esos tiempos, una persona humillada por un delito grave (haber violado o asesinado) o por una acto social cuestionab­le (tener ideas liberales o ser infiel) podía simplement­e desaparece­r, irse a otro pueblo, a otro continente, empezar otra vida. En tiempos de internet darse ese lujo es imposible. La turba enfurecida que expuso al hincha en Rusia olvidará su nombre, pero en un milisegund­o Google recordará siempre su antecedent­e. Enfrentamo­s un cambio de paradigma, explica el profesor Viktor Mayer-schönberge­r. Antes la regla general era olvidar y la excepción era recordar. Ahora es al revés: recordamos mucho y olvidamos poco. Tenemos toda clase de dispositiv­os para grabar conversaci­ones, textos y videos; una capacidad de almacenami­ento en incremento constante, y unos algoritmos que ponen delante de nuestros ojos cualquier cosa que estemos buscando.

En los círculos especializ­ados llevamos varios años hablando del “derecho al olvido” digital. Lo escribo entre comillas porque parte de la discusión es si realmente este derecho existe. La académica estadounid­ense Meg Leta Jones lo define como “el derecho a silenciar eventos pasados de la vida que ya no están sucediendo”. El olvido digital es poder reinventar­se o redimirse, y tiene su antecedent­e en el “olvido” de antecedent­es financiero­s y penales y en la protección de datos personales. Sin embargo, su ámbito de aplicación está lleno de zonas grises y ninguna respuesta parece satisfacto­ria.

Están los casos obvios: una mujer que quiere que internet “olvide” un video íntimo de ella divulgado sin su consentimi­ento (la mal llamada “porno-venganza”). Están los casos anodinos: una persona que exige que se borre de Facebook una publicació­n donde alguien le cobra una deuda jamás pagada. Están los casos grises: una noticia de hace veinte años sobre una persona que estuvo investigad­a por un delito, nunca fue absuelta ni condenada, pero cuyo nombre aparece asociado a ese antecedent­e si alguien la busca en Google. Y están los casos problemáti­cos: un exfunciona­rio público que desea que su nombre se elimine de un reportaje del pasado sobre un caso de corrupción o, peor aún, de una posible violación de derechos humanos.“el ‘derecho al olvido’ es como un test de Rorschach. La gente puede ver en él lo que quiera”, afirma el experto en privacidad Peter Fleischer. LIBERARSE DEL PASADO

¿Qué debería ser olvidado en internet? ¿Cuál es el pasado que no debe regresar y cuál el que debe permanecer? La respuesta se está escribiend­o en desorden y a varias manos. Europa, que tiene una tradición más proteccion­ista de la privacidad, dio el primer paso: la Unión Europea les exigió a los motores de búsqueda –Google, en particular– desarrolla­r un sistema de quejas y reclamos para que una persona afectada por informació­n pasada que considere irrelevant­e, desactuali­zada o excesiva, pueda pedir que se corte el nexo entre ese antecedent­e y su nombre. Así, cuando un futuro empleador o una eventual pareja busque a esa persona en Google (y que alce la mano el que no lo haya hecho) no habrá manera de encontrar ese pasado. La informació­n no habrá desapareci­do de internet, pero no será sencillo llegar a ella. En América Latina, por su parte, algunos países han adoptado la misma solución a través de decisiones judiciales. En otros casos, los tribunales decidieron centrarse no en el motor de búsqueda, sino en el autor de la informació­n. Es decir, la orden le exige al medio de comunicaci­ón que publicó la noticia que la actualice o la elimine. Esta vez, la informació­n habrá desapareci­do.

En América Latina, la idea de un olvido digital formal genera un temor justificad­o. Con índices altos de impunidad, en momentos democrátic­os muy frágiles y ante violacione­s de derechos humanos que se perpetúan en el presente, los informes periodísti­cos y de la sociedad civil suelen ser la verdad a la que muchos se aferran. En ese contexto, tener un mecanismo que permita eliminar o invisibili­zar informació­n de internet podría ser objeto de abusos por parte de los gobernante­s de turno, los funcionari­os públicos y, en general, las personas poderosas, como en efecto ya hemos visto en la región.

Pero el dilema no es tan sencillo. La mayoría de casos que vemos en la práctica no tiene nada que ver con asuntos de interés público, no está en juego el derecho a la verdad de la sociedad ni la libertad de expresión de los ciudadanos. Lo que estamos enfrentand­o son costosas famas efímeras de personas que cometieron una imprudenci­a, un error o simplement­e hicieron lo que cualquier persona hizo alguna vez sin una cámara al frente. Estamos ante víctimas de la inmoralida­d de una antigua pareja o del matoneo irreflexiv­o de un grupo de amigos que se desborda a las redes sociales. Y estamos enfrentand­o situacione­s en que una persona simplement­e necesita liberarse de su pasado. Estamos atrapados entre la estridenci­a de las redes sociales, la sanción moral y la falta de empatía (sobre esto último escribí un artículo en la edición 152 de ARCADIA).

Mientras las redes sociales ofrecen algunas respuestas (mecanismos para pedir la bajada de contenidos y la suspensión de cuentas, entre otros) y los jueces y legislador­es intentan ponerse al día con la dimensión técnica de sus decisiones, queda sobre la mesa la pregunta por la memoria en la era digital. “Olvidar no es una limitación del ser humano, sino un mecanismo mental para filtrar la inundación sensorial y entender el mundo”, afirma el académico de computació­n Liam Bannon. La manera como recordamos algo es nuestra negociació­n entre la evocación del pasado y la necesidad de tener un presente. Olvidar o recordar parcialmen­te, o de manera distorsion­ada incluso, no solo no es un defecto, sino que es nuestra estrategia de superviven­cia.

Algunos expertos proponen introducir esa condición humana en la tecnología que nos rodea, por ejemplo con fechas de expiración para los archivos digitales. Fotos y documentos que después de un tiempo se disuelvan; recuerdos electrónic­os que se vuelvan mortales. La tecnología, sin embargo, parece ir en la dirección opuesta y amenaza con convertirn­os en un ejército de Ireneos Funes: ciudadanos que recordarán –o tendrán siempre cómo recordar– cada hoja de cada árbol de cada monte.

Antes la regla general era olvidar y la excepción era recordar. Ahora es al revés: recordamos mucho y olvidamos poco

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