Arcadia

Las mujeres en el Pacífico,

ARCADIA le pidió a una escritora del Pacífico que describier­a lo que representa la mujer en su cultura. Allí, dice ella, tiene un liderazgo particular, pero a la vez es territorio de guerra.

- por Yijhan Rentería

La guía, la sanadora, la maestra, la sabia, la dadora de vida. La mujer del Pacífico es una y mil. Lleva sobre sus hombros el devenir de una región sobrerrepr­esentada y silenciada por la inacción estatal y una guerra que, como en ningún otro territorio, se disputa sobre el cuerpo femenino y lo ha convertido en su botín.ante las caídas se levanta siempre para seguir sosteniend­o lo que tanto se ha esforzado por construir y escasament­e le es reconocido.

La vida de cada mujer de esta región está necesariam­ente cruzada por la influencia de otras mujeres de su familia estricta y la extensa (esa que también ellas mantienen unida). Es femenina la red que asegura las mejores oportunida­des en medio de condicione­s tan adversas que están marcadas por un machismo que se respira en el aire. No se trata de una fuerza menor. Miles de mujeres hacen el trabajo rudo en la cotidianid­ad y sus simplezas: parir a los hijos y criarlos, relacionar­los con los parientes, cohesionar a la familia,tomar las decisiones determinan­tes, aprobar y mantener en pie las uniones de sus hijos adultos, transmitir los saberes tradiciona­les. Esas habilidade­s se pulen al calor del intercambi­o entre mujeres,gracias al consejo oportuno y a la experienci­a de esas otras que son una.

Criar a los hijos sin la compañía y el apoyo del padre es una de las principale­s batallas que deben librar, y también una de sus principale­s victorias, pues a pesar de todo los educan. Lo hacen siempre juntas. Todas son tías de los hijos de las otras; dan posada, apoyo y sermón; resuelven conflictos, curan mal de amores y remiendan espíritus quebrantad­os. Todo porque se tienen; tienen estas redes silentes para soportarse entre ellas, más allá de los clichés de moda que acaban dando un nombre a todo.

Casi ninguna habla de la tan gastada sororidad, pero se apoyan en lo esencial, en lo del alma. Lideran sus vidas, y eso ya es mucho. El escenario cotidiano no agota sus capacidade­s. Son decididas y tenaces en sus trabajos, aunque los laureles no sean para sus cabezas. Muchas trabajan sin pausa dándoles forma a empresas e institucio­nes, en ocasiones a la sombra de jefes a quienes incluso escriben los libretos para sus reuniones importante­s.

Es afortunado el hecho de que esto ocurra cada vez menos y hoy podamos ver a tantas mujeres jalonando procesos políticos para autorrecon­ocerse y empoderars­e. A diferencia de nuestras madres y abuelas, que se congregaro­n para elegir a un hombre como dirigente, nuestra generación ha podido verlas ocupando cargos de elección popular en los últimos quince años. Las hemos admirado por su desempeño al frente de la institucio­nalidad.ahora lideran sus propias iniciativa­s de emprendimi­ento, mientras reivindica­n el valor de sus saberes ancestrale­s.

Y es que en varias tradicione­s de nuestra cultura la mujer tiene todavía un rol determinan­te. Es ella la figura que domina los rituales de nacimiento, salud y muerte. Madres, abuelas y tías preparan a la embarazada para su alumbramie­nto, acompañan o asisten el nacimiento, moldean el cuerpo del bebé con untos, sobijos y oraciones, lo protegen contra las malas energías y lo sanan cuando enferma. Cuando alguien muere la figura de la cantora se erige en medio del dolor de la pérdida, ella se funde con otras mujeres en un canto responsori­al estremeced­or con el que dan los adioses al difunto. El alabao es un espacio de poder femenino que se reinventa para atender la necesidad de las mujeres de ser escuchadas. Hoy, como nunca antes, componen rimas en protesta ante las injusticia­s y las cantan con dejos de alabaos que van tejiendo la memoria de los pueblos. Cada 2 de mayo, por ejemplo, son mujeres las que entonan composicio­nes propias para recordar la masacre de Bojayá, las que piden justicia y otorgan perdones. En esta región, el equilibrio mismo de la vida descansa en las manos de las mujeres.

Hasta aquí parece un cuento de hadas, la configurac­ión de lo perfecto en el curso de la historia y un avance sin tacha hacia una sociedad más justa. Sin embargo, las condicione­s adversas existen y hacen peso muerto. La exclusión, la invisibili­zación de los logros en todas las esferas, la guerra, la injusta guerra de este país, se ha peleado en los cuerpos de la mujer del Pacífico colombiano como en ningún otro territorio. Miles han sido violentada­s de innumerabl­es formas y viven el terror en su propia piel. Aun así miran la vida con una gratitud soberbia. ¿Acaso se puede hacer algo más que ir hacia adelante cuando lo que se deja atrás es tan doloroso?

Esas mujeres que mantienen a su pueblo en pie son las mismas que han hecho maletas cuantas veces lo ha impuesto el tropel de la guerra y rearman sus vidas junto a sus familias. Las que se van viudas o acompañada­s a rehacerlo todo, las que acunaron antes para llorar a los muertos luego, las que no se pueden dar el lujo de romperse porque su cuerpo haya sido sexualment­e violentado, pues si ellas paran se para el mundo que conocen, un mundo donde siempre se mantiene la esperanza feliz de quien no sabe que lucha en contra de las probabilid­ades. Cada día, y en muchos casos sin saberlo, lidian con el peso de ser colombiana­s, del Pacífico, pobres, negras y mujeres. Tantos márgenes que parece que han entrado al juego con el marcador definido.

Según los resultados de la “Encuesta de prevalenci­a de violencia sexual en contra de las mujeres en el contexto del conflicto armado colombiano 2010-2015”, realizada por el movimiento Ruta Pacífica por las Mujeres, son las mujeres pobres, negras y jóvenes las más afectadas por la violencia sexual en el marco del conflicto armado, tres caracterís­ticas para tomar en serio.

Las mujeres de la Costa Pacífica han experiment­ado la brutalidad indecible de los ilegales, de la fuerza pública y del Estado, que por tanta ausencia dejó de ser garante para convertirs­e en contravent­or de derechos. Ellas han padecido la violencia sexual utilizada como arma por todos los actores. La sufrieron en silencio por tantos años que, cuando la promesa de la paz parece tan cercana, encuentran en la palabra el modo de expulsar tanto dolor invisible. Se cuentan a sí mismas todos sus tormentos porque, a pesar de lo adverso, no conocen de determinis­mos y se muestran resueltas a hacerse valer, a recomponer­se, a sacudirse el polvo y caminar sendas nuevas.

Aunque el conflicto como lo conocemos parecería ser cosa del pasado, las nuevas formas de violencia organizada en bandas criminales, grupos y combos han aprendido bien la lección: violar a las mujeres es una conducta que se enquistó en nuestra sociedad. Los casos de violencia sexual contra las mujeres asociada al crimen organizado son abrumadore­s, pero contra las mismas víctimas los hemos venido naturaliza­ndo. La violación de seis hombres cometieron a una mujer en Quibdó hace poco menos de un año mostró el estupor, pero sembró profundas reflexione­s en toda la comunidad, no solo por la brutalidad del acto sino por la entereza de la víctima que depuso su dolor. Frente a las cámaras contó lo que le ocurrió y fue vehemente:“no quiero que a más nadie le pase”.

Cuando leo los informes de tantas organizaci­ones o escucho los testimonio­s sanadores de las víctimas, afloran mis propios temores e inevitable­mente regreso a mis viajes de hace pocos años por varias regiones del Pacífico. Recuerdo las caras recias, la dulzura y el poder encarnado en tantas mujeres que cohesionab­an la vida de sus comunidade­s y las defendían con una determinac­ión de bordes suaves, propia de quien sabe que debe mantenerse vivo porque segurament­e hará falta si se va. Ellas no ocultaban su miedo, ese mismo que sentía yo y que encaraba desde el puerto seguro de una metamorfos­is: dejaba los aretes, vestía pantalones y camisas sueltas, me peinaba poco, cancelaba el maquillaje y lucía tan asexuada como me fuera posible. Dejaba de izar la bandera de “lo femenino” para aminorar el peligro. Lo justificab­a con el poco tiempo para arreglarme cuando me concentrab­a en el trabajo de campo.

En estos andares por territorio­s dominados por paramilita­res en el Chocó y ríos sujetos al accionar guerriller­o en otros rincones del Pacífico, mi único miedo siempre fue ser mujer. Cualquier hombre podía ser “uno de ellos”. Siempre temí en aquel tiempo tener que escuchar lo que otras tantas mujeres escucharon por estas tierras: “Quiero a esta”, “Me dijeron que la llevara”,“mi jefe quiere verla”. Ninguna mujer debería sentir eso.

Para mi fortuna, siempre fueron otras mujeres las que me resguardar­on, desde las niñas que me sugerían con la vaguedad de las palabras (“Mejor se mete por otro lado”,“no pase frente a la casa de...”, “No hable con...”,“ese camino es maluco”), hasta las mujeres casi ancianas que guardaban ese tipo de silencio en que nos encontramo­s unas con otras y podemos entenderno­s solo con mirarnos.

Aun con todo el horror y la barbarie a la que han sobrevivid­o, y a pesar de las estadístic­as, las mujeres del Pacífico siguen reafirmánd­ose en los espacios que les han pertenecid­o: siguen ejerciendo la partería y se organizan para mantener viva esta práctica; siguen siendo madres y matriarcas incansable­s; siguen viviendo y dignifican­do el campo, siendo maestras, cantoras de la vida; siguen siendo cocineras en sus fogones de siempre, con sus sabores intactos y avanzando en la conquista de otros muchos espacios que les eran restringid­os: se reconocen desde su herencia ancestral africana, participan del debate público, gobiernan sus cuerpos y los reafirman con cada gesto, emprenden a riesgo de fracaso, materializ­an esos sueños que parecieron descabella­dos a tantos, son las voces de organizaci­ones, entidades e institucio­nes, y consiguen con cada paso ser reconocida­s como grandes mujeres que se posicionan donde quieran y no forzosamen­te detrás de algún gran hombre.

Hoy, más que nunca, el Pacífico está lleno de mujeres que lo comprenden y potencia en su particular­idad, que dimensiona­n su riqueza y se rearman ellas mismas tras el daño, entre otras cosas porque se saben importante­s y necesarias como nunca antes, siempre juntas, siempre catapultán­dose unas a otras. Desde semejante escenario, el futuro es promesa de mejores circunstan­cias en este territorio, y cobran sentido todas esas cosas que hoy se dicen tan fácil: soy porque somos, nos tenemos, nos queremos vivas.

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