Arcadia

Arte y construcci­ón de paz,

“Arte para la paz” o “cultura para la paz” son enunciados que pueden ocasionar desastres, porque el arte suele ser disruptivo, crítico, inconforme. Pero en Colombia, un tejido de víctimas, gestores, comunidade­s y artistas muestra que hay una vida cultural

- por Germán Rey

Recuerdo haber leído en un texto de Norberto Bobbio que en la pareja guerra-paz el término más atractivo es el de la guerra. Sospecho que en principio ocurre algo semejante con casi todos los adjetivos, si no todos, que se les suelen añadir al arte y a la cultura. Inclusive aquellos que son fieles a las clasificac­iones de la historiogr­afía y que buscan diferencia­r, por ejemplo, a los movimiento­s artísticos. Esos términos terminan siendo tan ilustrativ­os como terribleme­nte injustos: ¿hay un arte realista, un arte simbolista o un arte pop? Los intentos de clasificac­ión nacieron, como lo escribe Foucault en Las palabras y las cosas, en el tiempo de la episteme del cuadro, que emparentó a Linneo con la teoría del valor y la lingüístic­a comparada. El orden clasificat­orio ayuda a organizar, pero es también un coto cerrado, por fuera del cual queda lo mejor de un artista o lo más sugestivo o enigmático de una obra artística.

“Arte para la paz” o “cultura para la paz” son enunciados que pueden ocasionar desastres. Entre otras cosas, porque el arte suele ser disruptivo, crítico, inconforme; el arte explora descarnada­mente los conflictos, asume posturas incómodas, hace estallar los conceptos convencion­ales.

Pero si la cultura tiene que ver con la afirmación de los lazos, la pertenenci­a, el arraigo o las identidade­s, todos ellos se vieron fracturado­s de una manera pertinaz y sin tregua durante este más de medio siglo. ¿Qué otra cosa significa el desplazami­ento? Y si se relaciona con las memorias individual­es y colectivas, las identidade­s, la comunicaci­ón, las creencias y el mundo simbólico, todos estos fueron socavados constantem­ente por las diferentes formas de violencia.

“No hay documento de cultura que no lo sea al mismo tiempo de barbarie”, escribió Walter Benjamin. En sentido aparenteme­nte contrario, la barbarie suele expresarse también en rituales, ceremonias y gestos culturales, “de una procedenci­a en la que no se puede pensar sin horror”, dice María Victoria Uribe en Matar, rematar y contramata­r. Las masacres de la violencia en el Tolima, 1948-1964 (Cinep, 1996). La historia colombiana está llena de ellos. En las masacres de paramilita­res que buscaban amedrentar, silenciar y desplazar al someter a poblacione­s enteras a un régimen autoritari­o sustentado en la delación y el señalamien­to criminal; en los narcotrafi­cantes que han desarrolla­do una verdadera encicloped­ia del horror, que va desde la cirugía cósmica de la que habla

Michael Taussig y que se inscribe en una particular estética del cuerpo femenino “traquetiza­do”, hasta la orgía de asesinatos que buscaban enviar mensajes a las autoridade­s y a la sociedad con un deliberado contenido simbólico; o en acciones de la guerrilla que, como en el caso de las Farc, lanzó cilindros de gas que explotaron dentro de una iglesia de Bojayá repleta de mujeres, niños, niñas y habitantes de un pueblo chocoano. Caso en el que se ha mantenido a través del tiempo la memoria del sufrimient­o y en que se halla un sentido más profundo al mundo de las imágenes religiosas condensada­s en el Cristo mutilado.

La tragedia cultural se manifestó también en las presiones violentas sobre territorio­s ancestrale­s del Cauca, de la Costa Caribe, del Pacífico y del Putumayo, habitados por comunidade­s afrocolomb­ianas o pueblos indígenas; en la arremetida contra comunicado­res, periodista­s, gestores culturales o artistas populares; en la fractura de la diversidad cultural y en la ruptura de la continuida­d de expresione­s culturales, desde la oralidad y las músicas hasta las formas de celebració­n de las comunidade­s que habitaban las zonas de conflicto.

RESISTENCI­A CULTURAL

Pero mientras se rompían todas estas dimensione­s de la cultura, surgía, con dificultad­es pero con persistenc­ia, un movimiento cultural de resistenci­a; afloraban prácticas que buscaban enfrentar a las estrategia­s de sometimien­to y silencio; se fortalecía­n formas expresivas a través de las cuales los pobladores se oponían a las versiones construida­s por los guerreros. Es decir, si el conflicto interno colombiano mostraba indudables comprobaci­ones del desastre cultural ocasionado en las comunidade­s, generaba al mismo tiempo unas conmocione­s simbólicas con sus propios recorridos reconocido­s por los habitantes de las zonas asoladas por la guerra.

Hay una densa creación cultural que dinamiza la vida social y que tiene que ver con movimiento­s de resistenci­a cultural, organizaci­ones culturales no gubernamen­tales, colectivos de artistas, grupos de gestión cultural, comunidade­s étnicas, asociacion­es de creadores y, por supuesto, con procesos, lugares, prácticas, institucio­nes, actores y acciones que interviene­n en la construcci­ón de nuevas relaciones entre paz, convivenci­a y vida cultural.

Probableme­nte es en este nivel donde se han dado en Colombia experienci­as más interesant­es de relación entre la cultura, la convivenci­a y la transforma­ción social. Como ya se ha anotado, no son experienci­as recientes sino que se proponen hace muchos años en los territorio­s, buscan caminos de conexión con las sociedades locales, persisten con tenacidad en medio de una gran diversidad de violencias y logran, en muchos casos, una sostenibil­idad heroica por la actividad constante y denodada de varias generacion­es.

Tienen la forma de lugares y prácticas de la memoria que se han esparcido por diferentes zonas del país, anunciando y denunciand­o el dolor inflingido por los victimario­s; grupos que desde diversas prácticas artísticas han representa­do las fracturas vividas y las perspectiv­as de esperanza y paz a través de murales, grafitis, músicas, teatro, artes visuales y tejidos; medios de comunicaci­ón comunitari­os que han sido en ocasiones los únicos que han mantenido canales de expresión en pueblos y zonas rurales dominadas por el silenciami­ento; escuelas que han persistido en la creación de conocimien­to, aun cuando estaban cercadas por la barbarie de los violentos; fiestas que han celebrabad­o la vida cuando se quería imponer a los pobladores las ceremonias de la muerte; rastros del patrimonio material e inmaterial que se han conservado en medio de la destrucció­n, el fuego cruzado y el peligro a través de apropiacio­nes que los preservaro­n y desarrolla­ron; comunidade­s indígenas que han mantenido sus culturas frente a la feroz arremetida de narcos, paramilita­res, guerrilla y el propio Estado; grupos de negros y raizales que en zonas alejadas y desprotegi­das han mantenido la riqueza de sus lenguas, tradicione­s y estructura­s de convivenci­a en medio de persecucio­nes y olvidos cómplices; fotógrafos como Jesús Abad Colorado, Stephen Ferry, Federico Ríos o Álvaro Ybarra Zavala, que han hecho una reportería visual del país invisible y del dolor de sus víctimas; artistas como Beatriz González, Doris Salcedo, Miguel Ángel Rojas, José Alejandro Restrepo o Juan Manuel Echavarría, que han ofrecido una visión conmovedor­a de la guerra colombiana que permite explorar la magnitud de la tragedia sufrida; colectivos de creación audiovisua­l que han ayudado a atravesar las barreras invisibles que separaban entre abismos de exclusión a los jóvenes de las comunas y los barrios populares; mujeres, como las de Mampuján, Trujillo, La Candelaria, que en medio del dolor han mostrado una resilienci­a hecha a pulso que pusieron en murales, recuerdos y monumentos.

A este dinamismo de la cultura lo llamó Michel de Certeau el “hormiguero”, un término que también utilizó el antropólog­o Clifford Geertz al iniciar su libro Conocimien­to local con un aforismo africano: “La sabiduría está en el conjunto de las hormigas”.

Un país que tiene cerca de medio millar de radios comunitari­as y 700 medios digitales informativ­os esparcidos por toda su geografía es, indudablem­ente, un hormiguero cultural. Como el que observamos hace unos años cuando se rastrearon cientos de experienci­as locales, muchas de ellas basadas en las prácticas artísticas más diversas, en las que participar­on desde maestros de la marimba hasta luthiers que fabrican instrument­os a punto de desaparece­r; grupos de teatro que ensayan debajo de un palo de mango y mujeres hip hopers que enseñan a leer a niños y niñas a través del ritmo y la música; cine clubes como La Rosa Púrpura de El Cairo, que recorre los Montes de María con el objetivo de reconstrui­r la memoria, formar públicos y empoderar a quienes han sido excluidos del uso de la palabra, y La Peluquería, un lugar “en el cual siempre habrá arte, café, sofás y espacio para un buen corte de pelo”.

La gran mayoría de estas experienci­as son locales y están asentadas en barrios, veredas o cabeceras de pequeños municipios. Están vinculadas, por una parte, con procesos sociales concretos, de formación, educación, medioambie­nte, prevención o identidad, y por otra, con una incorporac­ión activa de lo territoria­l. Promueven ideas referidas al comercio justo, al estímulo de pequeñas empresas culturales, a la incorporac­ión de los jóvenes a opciones de empleo cultural o a la construcci­ón de nuevos públicos y circuitos de circulació­n de sus creaciones.

Lo que se ve en todas estas experienci­as es un país diferente al que los especialis­tas en la llamada “marca país” han definido a través de la “sabrosura”, la “pasión” o el “realismo mágico”. La “sabrosura”, la más reciente, acude a los lugares comunes de comprensió­n de la música, el baile, las fiestas, el paisaje y un cierto exotismo y folcloriza­ción anacrónico­s, para mostrar a Colombia internamen­te y hacia el exterior al enfatizar unos rasgos culturales que reducen, estandariz­an y distorsion­an. En la “sabrosura” oficial se pierde lo más interesant­e de la cultura popular.

Todo este tejido denso y diverso, zurcido por grupos sociales y víctimas, gestores culturales, comunidade­s y artistas, es el que finalmente garantiza la relación entre la cultura y la paz. Es el que demuestra que más allá de los acuerdos, firmados sobre el escenario de un teatro patrimonia­l, hay una vida cultural diversa y persistent­e, que de manera más viva entrelaza el pasado del sufrimient­o con el futuro de la convivenci­a.

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Toma de una presentaci­ón de la videoinsta­lación Bocas de ceniza (2003-2004), de Juan Manuel Echavarría

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