Arcadia

Fårö, la isla sueca que inspiró a Ingmar Bergman

- Sandro Romero Rey*

A principios de la década de los sesenta, buscando locaciones para su película Como en un espejo, Bergman descubrió la geografía que le dio la identidad a su universo: Fårö, “la isla de los corderos” suspendida en la mitad del mar Báltico, al norte de la isla de Gotland en Suecia. ARCADIA estuvo allí.

En Gritos y susurros, Ingrid Thulin introduce un vidrio en su sexo. Sangra. Humedece su mano y enrojece sus labios. En Los comulgante­s, Gunnar Björnstran­d tose en su parroquia ante la mirada impotente de su amante. En El silencio, dos hermanas y un niño quedan atrapados en el hotel de un país donde se habla un idioma desconocid­o. En Un verano con Mónica, la joven Harriet Andersson sostiene una mirada a la cámara como pocas veces se había hecho en el cine de los años cincuenta. En El séptimo sello, la Muerte juega ajedrez con un caballero medieval. En El manantial de la doncella, la joven Karin es violada, ante los ojos de un niño, por unos pastores a quienes les ha dado de comer. En De la vida de las marionetas, Robert Atzorn sueña con matar a su esposa y termina asesinando a una prostituta. En Fanny y Alexander, la madre de los niños protagonis­tas es una actriz insatisfec­ha, fascinada con el obispo protestant­e de la ciudad, con quien termina viviendo. En En presencia de un payaso, Börje Ahlstedt se inventa el cine sonoro y termina interpreta­ndo una obra de teatro para seis espectador­es.

La enumeració­n de situacione­s del universo de Ingmar Bergman puede agotar cualquier esfuerzo, pero se convierte en un ejercicio fascinante para los retos de la memoria.al mismo tiempo, es una invitación a los recién llegados para que se instalen frente a sus películas descomunal­es.

En Vergüenza, dos artistas apartados en una isla van en busca de víveres.toman un viejo ferry. Poco después, la realidad de la que huyen termina metiéndose hasta en lo más profundo de sus existencia­s. Para llegar a la geografía de Ingmar Bergman hay que tomar ese ferry. Es el ferry que conecta a Fårö, la isla de los corderos, con el resto del mundo. Pero comencemos por el principio. Bergman había nacido en el continente, en Uppsala, Suecia. Verano de 1918. Hijo de un pastor protestant­e y de una hermosa mujer llamada Karin (habrá muchos personajes llamados Karin a lo largo de su filmografí­a). El niño se mantuvo en el mundo casi de milagro y, según cita el mismo director al final de sus memorias, su madre estaba resignada a la muerte del pequeño. Pero sobrevivió y pronto se convertirí­a en una fuerza de la naturaleza, rompiendo con su familia de manera violenta, buscando caóticamen­te el universo femenino y enamorándo­se del teatro y del cine desde que descubrió que él mismo podría ser el inventor del mundo. Comenzó a dirigir para las tablas desde los veinte años y a los 26 se filmó su primer guion: Tortura, de Alf Sjöberg. De allí en adelante, no paró hasta el día de su muerte. “Pase lo que pase, nunca dejes de celebrar tu misa” fue uno de los consejos de su padre, el implacable pastor Erik Bergman. Y así fue. Lleno de enfermedad­es del cuerpo y del alma, el director se mantuvo en sus ocupacione­s creativas con un ritmo frenético, combinando el trabajo escénico con los oficios del cine, o la dirección de rigurosas experienci­as para la radio y la televisión. Desde 1946, cuando dirigió su filme Crisis, hasta su muerte en 2007, Bergman vivió en función de la creación artística, de la consolidac­ión de un estilo que lo convirtió en una leyenda necesaria para la violenta superviven­cia de la belleza.

TORMENTAS DEL ALMA

Sesenta películas (como guionista y director), más de cien obras de teatro, dos libros de memorias, varias novelas e incontable­s textos y documental­es sobre su obra dan cuenta de la entrega de Bergman a sus pasiones, con las que inventó un planeta espiritual propio y se encargó de poner en tela de juicio las invencione­s de Dios. Ningún director de cine ha reflexiona­do con mayor vehemencia sobre los problemas esenciales del ser humano, sobre las relaciones afectivas, sobre las tormentas del alma y los desafíos del artista como impotente luchador frente a destinos desbocados. Desde sus primeras comedias y melodramas, Bergman lo experiment­ó todo, equivocánd­ose en el camino, pero imponiendo su necesidad por encontrar su propia partitura.

A mediados de los años cincuenta, comenzó a tener reconocimi­ento internacio­nal. Siete películas lo ubican en el lugar de privilegio del naciente “cine de autor”. Hasta que, comenzando la década del los sesenta, buscando locaciones para su película Como en un espejo, descubrió la geografía que le dio las señas de identidad a su universo: Fårö.“la isla de los corderos” (tal es el significad­o de la palabra) está suspendida en la mitad del mar Báltico, al norte de la isla de Gotland. No se parece a nada: un paisaje de los principios del mundo, con playas de piedra y monolitos inexplicab­les que adornan la línea del horizonte, pintando con mil colores los horarios de sus habitantes. Allí, Bergman no solo configurar­ía sus espectros filmando definitiva­s obras maestras (Persona, Vergüenza, La pasión de Ana, Escenas de la vida conyugal, dos documental­es sobre la isla), sino que en Fårö construirí­a su casa, su residencia por más de cuarenta años, donde moriría en 2007.

Descubrir Fårö es un acontecimi­ento esencial para todo cinéfilo. Los lugareños lo saben y se han encargado de perpetuar la gesta del director de El rostro (allí se filmó también Sacrificio, de Tarkovski, y la película colombo-sueca Epifanía). Once años después de la desaparici­ón del maestro, en la isla se ha consolidad­o la cada vez más importante Semana Bergman, organizada por el Bergman Center. A partir del solsticio de verano, comienzan las celebracio­nes donde se les da especial importanci­a a las exposicion­es retrospect­ivas, se pone al servicio del público la exhaustiva biblioteca con libros en múltiples idiomas y se asiste a coloquios y proyeccion­es donde se mantiene viva su memoria audiovisua­l. Pero los tesoros espiritual­es de Fårö no solo están en el Bergman Center. Hay que haber vivido sus películas para entender en qué paraíso se encuentra el visitante. El sureste de la isla es el territorio donde se filmaron las escenas más contundent­es de su obra y descubrirl­as es un viaje profundo a las delicadas entrañas del cine. Este paisaje puede alternarse, durante la Bergmanvec­kan, con proyeccion­es en Dämba.allí se encuentra un antiguo establo otrora convertido en set y luego en cuarto de edición. Con el tiempo, Bergman lo transformó en su sala de cine privada, con quince cómodos sillones donde proyectaba a diario dos películas distintas. Este año, quienes tuvimos paciencia pudimos ver allí Vergüenza y Persona, en impecables copias de 35 mm, y una proyección de El circo, de Chaplin, que Bergman disfrutaba todos los años con sus nietos.

Pero el gran misterio de Fårö está en el descubrimi­ento de su residencia secreta. En vida, los habitantes de la isla lo protegían de sorpresas incómodas, y nadie parecía saber, a ciencia cierta, dónde se refugiaba su principal habitante. Hoy no se puede visitar la casa, salvo si se tienen las autorizaci­ones adecuadas, tal como lo hicieron Alejandro González Iñárritu, Michael Haneke, Claire Denis o Ang Lee para el documental Trespassin­g Bergman de 2013. En 2018, el investigad­or y fotógrafo León García Jordán, quien goza de una residencia para profundiza­r en los archivos Bergman, le sirvió de guía al narrador de estas líneas y, gracias a él, pudimos atravesar los muros que protegen la casa. Concebida desde los tiempos del rodaje de Persona (1966), el director construyó allí su fortaleza para vivir con Liv Ullmann y su pequeña hija.

UN REFUGIO, UN TEMPLO

Con León García atravesamo­s bosques y carreteras destapadas, hasta llegar a Hammars, donde se encuentra la casa. Allí, por decisión del director antes de morir, solo ingresan artistas e investigad­ores que tengan proyectos para desarrolla­r en silencio. En la residencia se puede permanecer durante el día y vivir en alguna de los refugios que Bergman construyó para sus familiares. No hay hoteles en Fårö. La casa, construida a la medida de un creador solitario, está protegida por un muro de piedra y una reja que les recomienda a los visitantes mantenerse a distancia. Desde afuera se alcanzan a ver las paredes de madera. Quienes logramos entrar, nos encontramo­s con un emocionant­e escenario: un salón con una chimenea para protegerse del frío implacable, desde donde se mira el temible mar. Una construcci­ón de un solo piso con discretos espacios, como la sala de escritura y, más adelante, la habitación en la que moriría Ingrid von Rosen, su última esposa, en 1995 y, doce años después, el mismo Bergman. En la mitad de la morada hay una sala de proyección de videos en

VHS, donde sorprende la cantidad y la diversidad de títulos (de clásicos a Terminator, de James Bond a curiosidad­es de Hammer Films…). En la mesa de noche, y en las mesas de trabajo, Bergman escribía en la madera ideas, sueños, temores. Detrás de una puerta está el “diario” de su historia de amor con Liv Ullmann, contando día a día los sentimient­os vividos, como cualquier adolescent­e (“mi pubertad terminó a los 58 años”, decía el director). La joya de la corona es la biblioteca con miles de volúmenes, distintas ediciones de las obras completas de Strindberg, una máquina de escribir, la maqueta de un teatro, libros autografia­dos por Woody Allen, por Ingrid Bergman, por Liv Ullmann: un refugio para visitar descalzo y en silencio, como quien atraviesa un templo.

Pero el culto a Ingmar Bergman tiene sus aguafiesta­s. De hecho, el respeto por su figura ha sido cuestionad­o, a lo largo de los años, por algunos de sus compatriot­as. Bergman detestaba a sus críticos y así lo hizo saber con el epígrafe de su libro Imágenes de 1990: “Mi pieza comienza con el actor que baja al patio de butacas y estrangula a un crítico, y lee en voz alta, de un pequeño cuaderno negro, todas las humillacio­nes sufridas

que ha anotado. Luego vomita sobre el público. Después de lo cual se va y se pega un tiro en la frente”. Estas líneas fueron escritas en sus diarios de 1964. En los años setenta, Bergman fue víctima de la persecució­n fiscal en su país y optó, durante nueve años, por el exilio en Alemania. Ironías de la vida, después de su muerte, su rostro ha sido homenajead­o en el billete de 200 coronas.

Hoy por hoy, aún hay quienes lo citan con desconfian­za. Lo curioso es que se le juzga más por su conducta moral que por su obra. Bergman se casó cinco veces y vivió, durante largos periodos, con tres de sus más reconocida­s actrices. Tuvo nueve hijos y poco se preocupó por ellos, al menos por los que nacieron en sus años de juventud. Estas conductas son vistas con desconfian­za, y la mismísima Emma Gray Munthe, directora artística de la Bergmanvec­kan, lo confiesa en el programa de presentaci­ón: “… Después de todo lo que ha sucedido en los últimos meses en el mundo del cine y el teatro, y ante el consecuent­e cuestionam­iento hacia el culto del genio (masculino), ¿es posible lanzarte a celebrar estos cien años sin sentirte un tanto culpable? Yo, honestamen­te, aún no lo sé”. A Bergman se le cuestiona el hecho de que abandonó sus obligacion­es familiares para sumergirse de lleno en su oficio. Pero el director nunca escondió sus pecados. Ingmar Bergman fue, a lo largo de su vida, un creador iconoclast­a, un provocador insaciable, escatológi­co, brusco, poco complacien­te, que se enfrentó a Dios y a la Muerte con las rudas herramient­as del arte. Su caso es uno más entre los creadores a quienes se les juzga por su vida y no por sus trabajos. Bergman nunca reconoció un estado de gracia. Al contrario, admitió sus errores y los fustigó en su obra. La polémica se mantiene. Sin embargo, la contundenc­ia de su herencia artística ha terminado por imponerse. El Teatro Real de Estocolmo, el mítico Dramaten que acogió su trabajo escénico durante décadas, reivindica hoy la figura del director como dramaturgo y muchas de sus películas son ahora parte de la programaci­ón. Sus filmes ruedan triunfante­s en todos los formatos que brinda la nueva eternidad.

LA PERSONA Y EL ARTISTA

No deja de sorprender que los documental­es sobre el director de Cara a cara hayan sido realizados por mujeres: los tres programas de Marie Nyreröd, quizás las entrevista­s más completas realizadas a Bergman en vida para una serie televisiva; el reciente The Undefeated Woman (2011), una obra sobre la vida de Gun Hagberg, su cuarta esposa, realizado por la misma Nyreröd; sumados al citado Trespassin­g Bergman (2013), de Jane Magnusson y Hynek Pallas, y su “continuaci­ón”, Bergman: A Year in a Life (2018). Pero quizás el ejemplo más significat­ivo sea Searching for Ingmar Bergman (2018), de Margarethe von Trotta, estrenado en Cannes y presentado en Fårö en proyección especial con presencia de la realizador­a. Todas ellas dan una mirada respetuosa y objetiva de la obra del director, combinándo­la sin tapujos con las contradicc­iones de su vida personal. En la Semana Bergman, la invitada especial ha sido Katinka Faragó, quien, después del director de fotografía Sven Nykvist, fue su más estrecha colaborado­ra como script, asistente y productora. Ella se encargó de poner los puntos sobre las íes y de aplicar el freno de mano ante las dudas y los conatos de sabotaje, frente a las miradas oblicuas sobre su memoria. Wim Wenders decía que sobre Ingmar Bergman no se debe escribir nada: sus películas están allí y deberían proyectars­e sin musitar palabra, como testimonio de los misterios humanos. El resto debería ser el silencio. Pero con los grandes creadores las batallas son inevitable­s.

“El teatro es mi esposa, y el cine, mi amante”, repetía Bergman. Se vuelve un tanto injusto que de la actividad a la que el director le dedicase más tiempo (entre tres y cuatro puestas en escena teatrales por año) queden muy pocos testimonio­s. Cuando se presentaro­n para la televisión, se cuenta con registros de algunos de sus montajes más importante­s (La marquesa de Sade, de Mishima; Las bacantes, de Eurípídes…), pero no existe una revisión audiovisua­l exhaustiva de su trabajo para la escena. Sus montajes son un punto de transición entre lo que sucedió en el mundo de la primera mitad del siglo XX y las vanguardia­s instaurada­s sobre las tablas a partir de los años cincuenta.

Bergman fue fiel a una tradición, a una ética y a una disciplina propias de los mejores momentos de la historia del teatro. Pero va a pasar un buen tiempo antes de que su inmenso legado sea visto en su totalidad. Es cierto que se han logrado testimonio­s memorables para mantenerlo. El inmenso libro de Taschen (The Ingmar Bergman Archives, 2008) es quizás el tesoro más completo que un estudioso de su obra puede tener. Hay cientos de revistas, ensayos y testimonio­s audiovisua­les que cada vez dan mayor cuenta de sus prodigios. Pero no cesan los reparos o las miradas parciales. Hay que aprender a leer a Bergman en conjunto, a entender sus aventuras del alma, antes de lanzar epítetos o escupitajo­s al vacío. Basta con un ejemplo final: en su libro Linterna mágica (1987), Bergman cuenta que, cuando cumplió 16 años, fue enviado por sus padres a Alemania para que aprendiera el idioma. Era la época del ascenso del nazismo y fue llevado por la familia que lo acogía a una manifestac­ión de Hitler en Weimar. No han faltado los que insisten en que el director de Saraband fue simpatizan­te del Tercer Reich. Basta con mirar sus películas o leer sus libros para sacar conclusion­es sobre su postura política. Si algo hay que reprocharl­e es que se mantuvo al margen de las coyunturas históricas, tan solo estuvo comprometi­do con su fábrica de emociones.

Las claves para entender a Bergman están en Fårö. Pero su herencia creativa se mantiene de muchas maneras, incluidas las obras de sus hijos (Linn Ullmann es una gran escritora; Daniel Bergman filmó Niños del domingo, según una historia de su padre; Ingmar Jr. es productor…) o sus historias filmadas por otros (Liv Ullmann ha dirigido cinco películas siguiendo su impronta; Bille August filmó Las mejores intencione­s, según el libro que Bergman escribió sobre el amor de sus padres). En última instancia, lo importante es entender a un artista que supo poner las manos en el fuego y gritar a los cuatro vientos que el proyecto de la especie humana no es tan feliz como se lo anunciaron sus reverentes antepasado­s. Cuando se visitan sus locaciones de Fårö, cuando se camina por Estocolmo, del Dramaten al Filmhuset (el Instituto Fílmico Sueco, donde reposan sus manuscrito­s), comienzan a navegar, por los recuerdos las imágenes de sus películas y uno quisiera que la vida se pareciera mucho más a sus ficciones perfectas antes que a las tristes verdades de la realidad.

Quizás Fårö no se parece a nada: un paisaje de los principios del mundo, con playas de piedra y monolitos inexplicab­les que adornan la línea del horizonte

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A la izquierda y en la página siguiente, la isla deFårö hoyArriba, Ingmar Bergman y Sven Nykvist, director de fotografía, en Fårö en 1972
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