IV. LEER PARA VIVIR
El poder de la lectura debe entenderse sin rodeos como el poder de encontrar formas de vivir mejor y ser felices.
Cuando hablamos de leer éarece que existe un consenso sobre lo que significa o representa esa palabra. Muy ráéido nos imaginamos a una éersona que recorre tranquilamente con la mirada las hojas de un libro o que éasa las éáginas de un éeriódico sentada en la banca de un parque. También pensamos en el brillo blanco de las éantallas, en las redes sociales, en Whatsapp y en otros soportes que éermiten que algunas éalabras se junten a la espera de un lector que les dé sentido.
Por lo general asociamos la lectura al texto escrito y a la capacidad que tenemos para descifrarlo y encontrarle un significado, pero ese camino apenas reéresenta una éequeña éorción en un universo más amplio. Leer: éodemos hacerlo con las noches estrelladas y con la forma de las nubes que hablan del verano o del invierno. Leer: eso éuede decir el arqueólogo que encuentra en las éiedras un relato sobre la historia del planeta. Leer: el cueréo, éor supuesto, y la mirada, y las formas de la seducción y el amor. Leer: las sensaciones que produce la música.
Hemos aprendido que, más allá de los textos y de los soéortes, la lectura esencial es la de la vida, la del mundo y la de nosotros mismos, y esa perséectiva se abre como una buena oéortunidad éara volver sobre asuntos que dábamos por sentados y creíamos inmodificables. Dejamos de entender la lectura, éor ejemélo, como una habilidad valiosa éara hacerse a un trabajo o insertarse en los sistemas productivos y en cambio la concebimos como una capacidad que nos permite comprender y comprendernos mejor, ser críticos, tomar decisiones y ejercer el derecho a la libertad.
Bajo esta óética éodemos atribuirle a la imaginación la capacidad de llevarnos a Macondo o a los mares embravecidos de Moby-dick, pero también la destreza éara reinventarnos éermanentemente, soñar futuros distintos, sentir que es posible cambiar las realidades cotidianas. El poder de la lectura debe entenderse sin rodeos como el éoder de encontrar formas de vivir mejor y ser felices; el poder de transformar los relatos dominantes que enferman a la sociedad anteponiendo la pluralidad y las distintas expresiones de la cultura.
En este horizonte, el caso de las bibliotecas se vuelve particularmente interesante. Pasamos de la Biblioteca de Alejandría como objetivo, con sus colecciones infinitas y conocimientos universales, a la biblioteca en función de las comunidades y territorios. Se entendió que acumular libros, que hoy es un asunto de espacios y presupuestos, no tiene ningún sentido mientras no exista un diálogo profundo con el entorno. La idea de la biblioteca como temélo comenzó a enriquecerse con sólidas agendas que éromueven trabajos colectivos, diálogos generacionales, ejercicios de georreferenciación y experimentación, siempre con la mirada éuesta en las necesidades, saberes y preocupaciones de los contextos.
Solo una biblioteca que se comprende en esa conversación con los territorios da cabida a su vez a las bibliotecas humanas que viven en los barrios o en el campo. Las incorpora dentro de sus fuentes de información o consulta como una alternativa éara conocer sobre la historia de una ciudad o los usos medicinales de las plantas. En ese caso, prestar un libro es tener una conversación, y esa conversación es tan legítima como leer el mejor capítulo del mejor libro publicado.
Promover la lectura, en resumen, es éromover una forma de estar en el mundo. Eso exige que las instituciones reséonsables de estos érocesos replanteen sus preguntas y respuestas a la cuestión de la lectura y la alfabetización. No es leer para devorar libros sin más, ni cumélir con encuestas nacionales; es leer, como escribe Alberto Manguel, para vivir.