El alcance de las llamas
Brasil acaba de perder un trozo de su memoria. El incendio que consumió por completo el Museo Nacional de Río de Janeiro, en la noche del domingo 2 de septiembre, acabó en pocas horas con buena parte de las veinte millones de piezas que alojaba la construcción de 200 años. A su vez, estas piezas hoy perdidas –un sinnúmero de fósiles y esqueletos, de restos de cerámicas y especies raras, de utensilios y documentos– alojaban también una región entera del conocimiento humano: décadas de investigaciones sobre el país más grande de América Latina; sobre las culturas ancestrales del Amazonas; sobre el territorio más biodiverso del planeta. Para poner un solo ejemplo: borrado para siempre quedó el denominado Grupo de Luzia, el mayor acervo del mundo de individuos fosilizados de Minas Gerais –unos 200, de cerca de 11.500 años– que constituían el corazón del material recogido durante cuatro décadas en el yacimiento arqueológico de Lagoa Santa, fundamental para entender el origen de los pueblos americanos prehistóricos.
La noticia se regó por el mundo. Pero, pasadas las semanas, olvidada la noticia, ¿qué quiere decir lo sucedido? ¿Cómo se explica una tragedia de estas dimensiones? ¿Cómo se entiende y se encuentra, en las ruinas que dejó el incendio, un significado para nuestras vidas y nuestra sociedad, tan frágiles ambas? “Aún resulta difícil mensurar lo ocurrido”, escribió el crítico de arte Halim Badawi. “Se evaporó un centro de gravedad, casi que mi cuerpo puede sentir ligereza no solo en el plano simbólico, sino también en el plano físico, como si un hoyo negro hubiera desaparecido y nuestros cuerpos hubieran quedado a la deriva en el espacio y en el tiempo, más ligeros, menos densos, más simples”. ¿Cómo podríamos evitar que algo así se replique en otras partes, en los museos y archivos de Colombia, por ejemplo, plagados hoy de las carencias de siempre?
Por más lejos que esté Brasil, el incendio debería encender alarmas en Colombia, y debería hacerlo con urgencia. Esto tiene que ver, en primera línea, con el estado actual de lo que alojan nuestros museos más importantes, y con el estado mismo de estos lugares. Preocupados deberían estar los responsables de las bibliotecas, los archivos, los museos, los parques arqueológicos y las casas de cultura de todo el territorio nacional; solo pensemos en lo que un desastre como el de Brasil podría significar para la Biblioteca Luis Ángel Arango, el Museo Nacional, el Museo del Oro, el Archivo General de la Nación o el Museo Colonial. Deberían estarlo porque hay que saber que las llamas de Río de Janeiro amenazan, de manera latente, a los libros, los objetos, los documentos históricos y el arte, que nos dan identidad como Nación. No guardarlos y conservarlos como deberíamos podría acarrear retrocesos, traumas difíciles de superar. Y que nadie diga lo contrario: todos lo sabemos.
Por todo lo anterior resulta alarmante que el “nuevo” plan de emergencias del ministerio de Cultura aún siga “en proceso de actualización”, como explican desde el despacho de comunicaciones del Museo Nacional cuando se llama a averiguar. En 2017, dicen, una convocatoria abierta por la entidad, en alianza con la Unidad Nacional de Gestión del Riesgo de Desastres, entregó un estímulo para la gestión del riesgo en museos. Pero el ganador “ahorita está trabajando en todo el desarrollo de gestión del riesgo para público, persona, infraestructura y colecciones en el museo”. Es inexplicable que hoy esa labor siga incompleta; que sigan diciendo que “este protocolo es de manejo interno”, que “estamos tratando de implementar nuevos mecanismos”, que “el ministerio de Cultura y las entidades de cultura se están articulando en este tema”. ¿Acaso no llevan ya años sonando las denuncias sobre los presupuestos “famélicos” de los museos en el país? ¿No hemos escuchado ya suficientes veces las advertencias sobre el estado “crítico” de las reservas del Museo Nacional? ¿Cuántas veces habrá que repetir que la desaparición de un museo es una tragedia no solamente porque su causa inmediata quizás pueda ser incontrolable, sino precisamente porque sus causas más generales pueden estar en nuestras manos, en nuestra negligencia y nuestra creencia de que todo es postergable?
Es una paradoja que mientras crece el interés por el arte contemporáneo en el país, y que mientras también suben sus precios, en el mundo cultural sigan imperando la desidia y el descuido de lo histórico, el patrimonio y la tradición, que son el combustible de la creación y la cultura. Provoca malestar pensar que el anunciado aumento del presupuesto de Cultura que se avecina con la apertura del viceministerio de Economía Naranja vaya probablemente a dejar intacta la urgente demanda de protección y restauración de los museos. Ahora que apenas enciende motores la nueva ministra Carmen Vásquez, nada mal caería que pusiera esto entre sus prioridades, quizá con la creación de un fondo para prevenir desastres y garantizarle una vida larga y digna a los museos de Colombia.
Brasil acaba de perder un trozo de su memoria; un pedazo de su pasado y su futuro. Colombia, en el momento histórico en que se encuentra, no puede darse el lujo de una pérdida como esa.