Arcadia

Repensar a las víctimas

- Pedro Adrián Zuluaga* Bogotá

En algunos documental­es colombiano­s recientes prima la experienci­a individual sobre el duelo colectivo. Por qué este punto de vista revictimiz­a e impide crear solidarida­d y conciencia política.

Nicolás Prividera, hijo de una mujer desapareci­da por la dictadura, es el director del documental argentino M, realizado en 2007. En sus más de dos horas de duración, asistimos al esfuerzo del hijo y director por volver relato ese “tiempo pasado” del trauma y darle un sentido desde el lugar que Beatriz Sarlo llamó “la razón del sujeto”. La búsqueda de Prividera es la de una reparación que sea a la vez jurídica, política, afectiva y poética. Al final, el director va a un acto público y pronuncia un discurso en el que afirma que lo que pasó años atrás no le ocurrió únicamente a su madre, ni lo afectó solo a él: “Nos pasó a todos”. La lección de ese terror desmesurad­o es una nueva comunidad basada en ese saber de origen.

Recuerdo el ejemplar caso de M, pues contrasta con la incomodida­d y frustració­n que producen algunos documental­es colombiano­s recientes que exponen el lugar de la víctima o se hacen cargo de nuestro “tiempo pasado” y sus huellas en el presente. En Pizarro (Simón Hernández, 2016), María José Pizarro, la hija del asesinado líder del M-19, lamenta la pérdida de su padre y la destrucció­n de su familia por la guerra. Ese dolor personal es conocido y comprensib­le. Pero la conscienci­a individual de la pérdida, si no encuentra el punto para conectarse con otros duelos y fundar una nueva red de solidarida­des, afectos y potencias políticas, se vuelve el nudo ciego que propicia nuevas violencias, o la continuida­d de una lógica de acción y reacción que hace que el mecanismo de la guerra siga activo. En muchos documental­es de la autorrepre­sentación del duelo se perpetúa un relato sobre la guerra, donde sus protagonis­tas permanecen encerrados en los límites de una novela familiar con estructura­s maniqueas de buenos y malos, con un trauma que no da respiro ni permite salida.

Otro documental necesario para esta discusión es Ciro y yo (2017). Su director, Miguel Salazar, se acerca a la historia de Ciro Galindo, un hombre que, según la equívoca frase promociona­l de la película,“resume la historia de Colombia”, como si estuviéram­os encapsulad­os en la violencia o esta fuera nuestro destino. Ciro recorre oficinas estatales a las que acude para que lo reconozcan como víctima. El personaje se vuelve un objeto de lástima, un sentimient­o que el director explota a satisfacci­ón dejándolo llorar ante nuestros ojos. El documental incurre en una aproximaci­ón miserabili­sta; muestra a Ciro como un héroe lastimado e ineficaz que incorporó la humillació­n de su condición y ha sido despojado de las fuerzas de la vida.al miserabili­smo, forma consumada de pornomiser­ia, se suma la actitud paternalis­ta del director, que llega al punto de incluir su primera persona en el título del documental. Aunque haya dicho que ese “yo” de Ciro y yo es lo que conectaría a cualquier espectador con la desventura de su personaje, lo que vemos en el documental es el desarrollo inconscien­te del mecanismo de la indolencia: “Pobrecito Ciro, siquiera eso no me pasó a mí”.

Pizarro y Ciro y yo aíslan a quienes sufrieron la violencia en una excepciona­lidad que los revictimiz­a; estos relatos deben ser cuestionad­os por su ineficacia estética y política. Para no hacerlo de manera abstracta, propongo dos caminos: películas en las cuales las personas victimizad­as (una expresión mucho más compleja que parte de reconocer que una persona no puede ser definida de forma monolítica por la experienci­a de la violencia) aparecen con mucho más volumen. La primera es, como tanto cine colombiano, una promesa fallida: La mujer de los 7 nombres (2018), de Daniela Castro y Nicolás Ordóñez. En su magnífico comienzo vemos a Yineth, su protagonis­ta, en una puesta en escena de su personalid­ad múltiple: una identidad astillada por una guerra que la ha obligado a ejercer los papeles de víctima y victimaria.allí hay un cuestionam­iento, que se desarrolla poco, sobre la supuesta unicidad de la víctima. Esa “razón del sujeto victimizad­o” no puede convertirs­e en inexpugnab­le: merece considerac­ión pero no puede ser un territorio blindado a preguntas y dudas. Eso es justo lo que hace Prividera en M: remover, con el grupo de amigos de su madre, las zonas grises de los tiempos de la dictadura.

El otro trabajo que debería volverse paradigmát­ico de un nuevo lugar de la víctima en el cine colombiano es un corto donde lo único colombiano es su director, La Bouche (2017), de Camilo Restrepo, una fábula filmada en París con una comunidad negra sobre una joven asesinada y el tribunal de hermanos que, a través del baile y las canciones, le devuelve al padre las armas para reparar la injusticia. En este filme hay un esclareced­or debate sobre la venganza y la justicia que tiene ecos mítico-poéticos. Sí, el padre llora, pero su llanto no es capitulaci­ón. Es su conciencia que le recuerda que tiene boca y dientes para morder, y manos para tocar un tambor. En suma, que ninguna historia de despojo le ha quitado la dignidad.

Hay que cuestionar la supuesta unicidad de la víctima. Esa “razón del sujeto victimizad­o” no puede convertirs­e en inexpugnab­le

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Fotogramas de la película La mujer de los 7 nombres
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