Arcadia

Otra tierra

- Andrea Mejía

Un avión se pulveriza contra el suelo, una ciclista se cae en el velódromo y queda cuadrapléj­ica, un carro choca contra un poste en la autopista y mueren dos hermanas. Tenemos un nombre para este tipo de acontecimi­entos; los llamamos accidentes. Pero aunque tengamos un nombre, no estoy segura de que los podamos pensar. Los accidentes

tienen algo monstruoso. Hay algo ciego en ellos. Algo sobrecoged­or.

El problema del accidente está relacionad­o con el azar, con tyché, una palabra griega para “suerte”. Pero el accidente no es la buena suerte. Es la suerte funesta.

Ambulancia­s, piezas metálicas dispersas sobre el asfalto oscuro, chispas de fuego que escalan hacia las estrellas. En medio de esto, el dolor, los gritos, el llanto. Porque el accidente mata. Unos sobreviven; pero en él se quiebran los lazos débiles del orden y el sentido.

Por lo general en el accidente se enlazan las vidas humanas a las máquinas y a los artefactos, ya sean fieros y desmedidos, como un reactor nuclear, o simples como una bicicleta en una caída en una pista, o un par de esquís en una caída en la nieve. El accidente tiene que ver con la suerte, por un lado, y con la técnica, por otro. Con la extraña combinació­n entre azar y técnica.

La palabra latina para azar es casus, como caso. De ahí segurament­e viene nuestro “acaso”. Pero casus quiere decir también caída, como si el azar fuera lo que cae. No sabemos qué es el azar, no sabemos si es una fuerza real en el mundo o una de las formas de lo inescrutab­le. ¿Cómo es su caída? Puede ser silenciosa como el tiempo, o como la nieve; puede ser un choque brutal, un estallido.

Lucrecio, en su poema impresiona­nte “De rerum natura”, habla de los átomos que caen en el abismo del vacío. Caen como la lluvia. Pero en un momento y un lugar indetermin­ados, se produce una pequeña desviación en esa caída vertical, un declive. Este declive permite que los átomos choquen.y el choque es para Lucrecio la fuerza creadora de la naturaleza. Los golpes causan “los variados movimiento­s que la naturaleza necesita para su actividad”.

Para Lucrecio todo lo que ocurre, todo lo que es el caso, es accidental. Perder un amigo, enfermar, extraviars­e en la niebla, quedar atrapado por un derrumbe en la montaña, partirse un pie, recibir o no recibir un mensaje por el celular, caerse en la ducha y darse un golpe en la cabeza.todo es accidente.también el crecimient­o de una planta o el recorrido de una estrella. El azar es la textura misma de la realidad lucreciana.

Casus quería decir también desgracia. A veces decimos de un accidente que es una tragedia, como si el accidente tuviera que ver con el fatum, con el destino. Los accidentes, como las tragedias, inspiran compasión y terror.accidente y tragedia parecieran pertenecer a reinos opuestos: no es el azar sino la necesidad inexorable lo que gobierna la tragedia. Pero a lo mejor un mundo entregado por completo al azar no sería distinto de un mundo regido por las leyes implacable­s de la necesidad.tanto el azar como la necesidad son ciegos.

El sábado 26 de abril de 1986 se produjo una explosión en la central nuclear de Chernóbil. Hubo un incendio, la gente que estaba cerca vio caer bultos incendiado­s, un río de fuego iluminó la noche y enrojeció las nubes. Chernóbil hizo que resonara de manera muy extraña esta frase que cita Aristótele­s: “Tyché ama a techné, techné ama a tyché”, la suerte ama a la técnica, la técnica ama a la suerte. Del incendio se desprendió una reverberac­ión radioactiv­a que corrió, invisible y letal, por los campos y los continente­s. Chernóbil, el peor accidente nuclear de la historia, “se apoya en la nada”, escribió Svetlana Alexiévich.

Y esta parece ser la naturaleza fundamenta­l del accidente: se apoya en la nada de sentido. En el grado cero de intenciona­lidad y de finalidad. El accidente nos produce horror porque no hay intención en él, no es afín con nuestras estructura­s mentales, que son intenciona­les.

Un día volvíamos de un paseo por la sabana de Bogotá con un amigo.“me parece increíble que no hayamos tenido ningún accidente”, dijo. No entendí lo que quería decirme. Era sábado. La tarde estaba soleada y todas las cosas parecían en orden. Sabía, porque lo conocía bien, que no era una simple extravagan­cia suya. Estar expuesto al peligro, y sin embargo permanecer a salvo, puede ser una fuente de asombro y de alegría. Pero él quería decirme, tal vez, que estamos abiertos a la caída de lo terrible. Que la suerte no se doméstica. No sé. Sabemos menos del accidente que del orden y la regularida­d. No sabemos nada.

No dejo de estremecer­me cada vez que pienso en Lucrecio, en los átomos cayendo, en sus choques al azar.

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Periodista y fotógrafo
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