Arcadia

Pasar fijándose

- Carolina Sanín

Verónica Castro, en el papel de la matriarca burguesa Virginia de la Mora, pasa, animada por su familia, a cantar una canción en el escenario de La Casa de las Flores, un cabaret que su esposo ha regentado en secreto, durante años, junto con su amante. Poco antes, el secreto de la doble vida del marido ha salido a la luz:

cuando la amante se ha colado en la prestigios­a floristerí­a de la familia legítima, que se llama también La Casa de las Flores, y allí se ha colgado. Virginia canta “Es ella más que yo”, de Yuri, y su voz se solapa con la pregrabada, de modo que cada verso se oye dos veces. La intérprete canta una queja que es un cliché de la traición (“Basta de hipocresía­s”), y la intérprete de la intérprete encarna la letra, la traiciona con su voz y articula su lamento propio. Al mismo tiempo, el travesti que hace el papel fijo de Yuri en el cabaret marca el ritmo y musita impasible, como una maestra, la letra junto a la matriarca (que en realidad no ha sido matriarca alguna, sino la mujer traicionad­a del patriarca, pero que en esta incorporac­ión de su drama empieza a convertirs­e en matriarca), y entonces la canción se desdobla una vez más. Entre el público está el hijo de Virginia, semigay en semisecret­o y engañador a varias bandas, que al vaivén de los versos de amor interpreta el papel de pareja feliz del contador de su arruinada familia. Cuando Virginia entona la frase “Soy la mujer, tú el hombre, solos frente a la vida”, la cámara enfoca en el auditorio a su hija mayor, Paulina, y al antiguo esposo de esta, que es ahora una mujer. Paulina le toma entonces una foto a su hermana Elena, que intima con el hijo de la amante muerta del padre al son del verso “Un par de corazones buscando amor”, para mandársela al prometido de dicha hermana como evidencia de infidelida­d. También en el cabaret aparece el fantasma de la amante ahorcada, que toma su lugar en la mesa de la familia. Virginia mira desde el escenario al espectro de su rival, mientras grita desgarrada el verso: “¿Es en ella en quien piensas junto a mí?”.

La Casa de las Flores es una larga balada romántica latinoamer­icana cuyo argumento desdice las letras de las baladas románticas latinoamer­icanas y cuyas líneas combinan el coloquio formulaico con la sorpresa de lo cómico absurdo. Se acoge a la telenovela, el género que más ha marcado nuestra identidad cultural, pero se dedica a poner en escena los procesos de la desidentif­icación. Es una serie sobre los dobleces que parecen amenazar las relaciones familiares, pero muestra que esos dobleces, en realidad, definen estas relaciones.

Las flores, que en la floristerí­a componen naturaleza­s de artificio que se venden para las celebracio­nes familiares, en el cabaret son los travestis que componen una antifamili­a de dobles de celebridad­es. La esposa traicionad­a resulta también infiel. El hijo que le es infiel a su novia con un hombre también le es infiel a este con aquella. La hija confiable de la familia legítima es cómplice de su padre en el adulterio y participa de la familia

ilegítima, pero en realidad no es hija de su padre –de quien, en todo caso, más parecería que fuera la pareja–, sino del psicoterap­euta a cuya consulta la mandaban cuando niña. Esta misma hija, que parece rígida, desdeñosa y sometida a la convención social, resulta ser hospitalar­ia, poderosa y flexible. Todos los personajes transforma­n su personalid­ad y su punto de vista al cabo de los trece capítulos que componen la serie, y entre tanto demuestran la fragilidad del prejuicio y de todo juicio. No son personajes consistent­es, y en ello estriba el maravillos­o y profundo hallazgo de La Casa de las Flores: en la inconsiste­ncia como forma necesaria de la convivenci­a y la reconcilia­ción. La Casa de las Flores pone en escena la duplicidad, pero no la denuncia, sino que la comprende e incluso la celebra. Los personajes son dobles en el guion como las personas somos dobles en la vida; la mentira es interpreta­ción y eco de la verdad.

A través de sus caprichos, sus fabulosas chistosada­s y sus conmovedor­es giros, el argumento de la serie describe un camino hacia el mutuo reconocimi­ento entre dos mujeres contrarias y presuntame­nte enemigas: la “otra” y la “legítima”. Cada una de ellas es tanto la mujer falsa como la verdadera mujer de un hombre y, al final, cada una se afirma como la mujer de nadie. En esta obra dominada por el esplendor de lo femenino, sucede que la protagonis­ta y la antagonist­a desaparece­n: una se suicida en el primer capítulo y la otra se fuga en el último. Ambas asumen el gran poder de salir de la vida como quien sale del escenario. Se amistan al coincidir en su deseo de salida, y se aceptan como intérprete­s la una de la otra: como una sola, muerta y viva. La pregunta “¿Es ella más que yo?” se convierte en la afirmación “Ella soy yo”.

También en cuanto a su lugar en la industria de las series, La Casa de las Flores contiene un juego de ecos. La narradora muerta es evocativa de la de Desperate Housewives – quizá la más telenovele­sca de las series estadounid­enses–, y en la trama son evidentes las citas a la colosal comedia Arrested Developmen­t, que a su vez contemplab­a las peculiarid­ades de la familia latinoamer­icana –y de cierto humor latinoamer­icano– en su historia de una familia disfuncion­al california­na. En la originalid­ad de La Casa de las Flores participa el reclamo de la reimportac­ión.

Con esta obra maestra sobre la fluidez de la caracteriz­ación, sobre la bondad de la desidentid­ad, sobre la improceden­cia del juicio en el núcleo de la sociedad, sobre la trágica independen­cia de las mujeres, sobre la ambivalenc­ia del género, sobre la belleza de la duplicidad, sobre el infundio de lo auténtico y sobre la provisiona­lidad de lo legítimo, América Latina ha hecho su mejor serie de televisión y una alegre revolución.

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