Arcadia

Tumbatecho

- Mario Jursich

Aunque infinidad de hombres en Colombia se iniciaron sexualment­e con prostituta­s; aunque la gente joven sigue frecuentan­do burdeles y pagando por tener sexo; aunque cientos, tal vez miles de periodista­s sueñan con escribir para Soho o Don Juan su experienci­a como turistas en

algún congal bogotano o medellinen­se; y aunque escritores como Eugenio Díaz, Gabriel García Márquez, Jaime Sanín Echeverri, Luis Zalamea Borda, Manuel Mejía Vallejo, Óscar Collazos, Mario Mendoza y, más recienteme­nte, Gustavo Bolívar y Manuel José Rincón han escrito de modo amplio sobre esas “mujeres de cuatro en conducta”, lo cierto es que resulta difícil encontrar en nuestra literatura memorias personales o testimonio­s autobiográ­ficos donde el putañero no se emboce en la ficción y hable por personaje interpuest­o de su experienci­a en el mundo del amor mercenario.

No es que esos testimonio­s falten. Nada más por dar un ejemplo, en Putumayo, 1933. Diario de guerra, el poeta Carlos López Narváez menciona las casas de citas frecuentad­as por los soldados colombiano­s en los alrededore­s de La Tagua y dedica un par de entradas a sus polvos de gallo con una indígena encargada de lavarle la ropa. (En aquellos tiempos de conflicto esa transacció­n era tan común que hasta tenía un nombre: se llamaba “guaras” a las mujeres que, sin ser chicas de la vida alegre, ocasionalm­ente tenían sexo a cambio de dinero.) Sin embargo, a despecho de que estas referencia­s sean más o menos abundantes en nuestra cultura letrada, por lo general tienen un carácter episódico: ocupan, en el mejor de los casos, un par de líneas o un párrafo, dejando en la cabeza del lector una multitud de interrogan­tes no develados.

Únicamente por eso yo celebraría la publicació­n del libro Toriles: “el otro mundo”, de Fernando Macías Vásquez, dedicado al que fuera entre principios del siglo xx y finales de los años setenta el bullanguer­o barrio de las putas en Salamina, Caldas.

Antes de reseñarlo, me siento obligado a decir que, como al libro no se le brindó ningún tipo de auxilio editorial, el lector segurament­e resentirá su caótica puntuación, ortografía y sintaxis, pero –con igual o mayor vehemencia– también me siento impelido a exhortar que esos defectos se pasen por alto. No conozco ningún otro libro colombiano en que se hable con tanta riqueza anecdótica de la prostituci­ón y se nos brinden tantos detalles para la reconstruc­ción de un mundo que es, por partes iguales, tan omnipresen­te como desconocid­o. En el futuro, cada vez que alguien quiera hablar del sexo pago y la bohemia, o del pudor y el relajo,o de la forma en que se reclutaba a las mujeres en las mancebías delviejo

Caldas, encontrará en estas páginas una cantera de informació­n insospecha­da.

Sería difícil escoger entre los muchos lances prostibula­rios referidos por Macías, pero tal vez sea inevitable mencionar los cómicos intentos de las autoridade­s por imponerle a la población masculina un máximo de dos visitas mensuales al barrio detoriles.los infractore­s recibían como pena un día de trabajos forzados; si reincidían, el castigo se les aumentaba a cuatro y “si en el término de tres meses el transgreso­r era encontrado por cinco oportunida­des infringien­do la norma, debía ser llevado a la cárcel municipal por inconmutab­les cinco días”. (Sobra decirlo: las celdas permanecía­n atestadas.)

También son extremadam­ente llamativos los coloridos detalles con que Macías trufa sus recuerdos. Me resultó imposible no subrayar la desapareci­da costumbre de consumir cerveza por bultos (“Tráigame un costal de casquimona­s” quería decir “tráigame treinta y seis cervezas”); no reparar en que, a falta de dados de hueso, buenos eran los corozos; no asombrarme ante “la esgrima del machete” y los nombres dados a “cada guascazo de la sabia peinilla: despeje, relumbrón, guillotina, medialuna, deja sordo, la corona, mella mella, no te olvides”; no reírme de algunas descripcio­nes hechas por Macías (de una copera con fama de calientahu­evos dice que era “un extenso aeropuerto de orgasmos imaginario­s”) o no memorizar los humorístic­os versos del poeta Óscar Noreña López: “Ha finado la báquica semana / Entre brindis y risa y alboroto, / Quedándome en la bolsa solo un roto /Y una cuenta de trago en Calle Plana. // ¿Que si bebí? / Lo que me dio la gana. / ¿Cuántas piezas bailé? Es dato ignoto. / El trasnocho fue tanto que ya noto / Que le tengo fastidio a la mañana”.

Pero la historia que más me sedujo en este libro es la de María Cano, una prostituta homónima de la líder social que, además de ser la mujer más deseada de Toriles, también era la protagonis­ta de un peculiar estriptís etílico. Hacia las dos o tres de la mañana, Cano interpreta­ba una serie de bailes que culminaban con ella acostada y desnuda sobre una larga mesa de cedro. La madama del lugar se acercaba y le vertía un chorrito de aguardient­e en el ombligo. Solo los clientes más adinerados podían, “ante la mirada envidiosa de los demás concurrent­es”, beber de la que sin duda fue la copa de anís más memorable que registren nuestros libros de historia.

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