Arcadia

Fritz Haber y Albert Einstein: científico­s en medio del fuego

- Gian Pietro Miscione* Bogotá Científico. Profesor de Química Orgánica Computacio­nal de la Universida­d de los Andes

Hace 150 años nació Haber, padre de la guerra química y quien desarrolló gases tóxicos para eliminar a los enemigos de los alemanes en la Primera Guerra Mundial. Su visión de la ciencia –radicalmen­te opuesta a la de Einstein– sirve para volver sobre un debate ético actual: ¿cuál debe ser la respuesta de un científico cuando su trabajo puede usarse con fines militares?

El 16 de mayo de 1933, Max Planck, uno de los científico­s más importante­s de la época y premio nobel de Física en 1918, se reunió con el canciller alemán, quien había asumido el cargo cuatro meses antes. El motivo del encuentro era presentar la carta de renuncia del director de la sección de química del Instituto de Física y Electroquí­mica de Berlín, que Planck dirigía, debido a una ley que el nuevo gobierno había promulgado. El nombre del director que renunciaba era Fritz Haber, y el del nuevo canciller, Adolf Hitler.

Alemania era entonces la meca de la ciencia, el lugar donde trabajaban los más grandes científico­s, entre ellos Haber, premio nobel de Química en 1918. En 1921, la mitad de los veinte primeros premios nobel de disciplina­s científica­s y médicas había sido entregada a alemanes o a personas de habla alemana. La mejor prueba de la supremacía de una cultura en un área determinad­a es la cantidad de palabras de la lengua nativa utilizadas en ese campo. Por ejemplo, en el mundo de la ópera se usa ampliament­e el italiano porque esta les debe mucho a los músicos de ese país. Así mismo, cualquier estudiante de Física o Química se da cuenta pronto de que un gran número de ecuaciones, reglas o reacciones tienen nombres alemanes o de científico­s alemanes. Una de ellas es el Proceso Haber, una reacción para producir amoniaco desarrolla­da por Franz Haber.

La reacción es aparenteme­nte trivial: una molécula de nitrógeno reacciona con tres de hidrógeno para producir dos de amoniaco. Sin embargo, su realizació­n es muy difícil debido a la baja reactivida­d del nitrógeno. Haber utilizó un catalizado­r particular, es decir, una sustancia que reduce la energía para hacer que el nitrógeno reaccione; lo que hace más fácil un proceso que antes exigía condicione­s drásticas y poco practicabl­es.

Todos los organismos necesitan nitrógeno, sobre todo para construir proteínas y adn. A pesar de su inercia, las plantas son capaces de sacarlo de algunos de sus compuestos. La primera razón de la importanci­a del descubrimi­ento de Haber es obtender de manera más fácil el amoniaco, del cual se pueden extraer fertilizan­tes esenciales para las plantas, que, por lo tanto, son vitales para aumentar la producción agrícola. Alrededor del 80 % del nitrógeno de nuestro cuerpo viene del Proceso Haber, es decir, de haber comido plantas o animales que comieron plantas nutridas con fertilizan­tes. Según cálculos, sin este proceso, en el planeta Tierra vivirían alrededor de dos mil millones de personas menos.

Sin embargo, la segunda razón se vincula a la disminució­n del número de seres humanos. Además de los fertilizan­tes, hay otra clase de sustancias ricas en nitrógeno: los explosivos. Durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), cuando Gran Bretaña impuso un bloqueo naval que impedía a Alemania importar las sustancias de las que se obtenían fertilizan­tes y explosivos, los alemanes continuaro­n disponiend­o de ellas gracias al Proceso Haber.

Pero el papel crucial de Haber en la Primera Guerra Mundial se debe a algo más. Haber se comprometi­ó personalme­nte en el esfuerzo alemán de guerra y desarrolló una nueva y aterradora arma: los gases tóxicos. El 22 de abril de 1915, cerca de la ciudad belgaypres y por órdenes del mismo Haber, el ejército alemán liberó cloro en las trincheras francesas, matando a unos 5000 soldados. Unas semanas más tarde, el 12 de junio de 1915, los gases se utilizaron contra los rusos.

El uso del gas tóxico todavía se considera aberrante y está prohibido en las reglas para hacer las guerras. Pero, como afirmaba el mismo Haber, ¿por qué es más grave matar a un hombre con el gas en lugar de abrirle las tripas con una bayoneta o destrozarl­e el cuerpo con esquirlas de granada? ¿Por qué parece válido matar a alguien a tiros o degollarlo y, en cambio, está fuera de las reglas hacerlo con gases tóxicos? ¿Tal vez asociamos ciertas formas de provocar la muerte a un sentido de “nobleza de la guerra” que se remonta a Héctor y Aquiles? De hecho, al dotar la guerra de reglas legitimamo­s su existencia, cuando la única regla debería ser su auténtico y total repudio.

UN DILEMA ÉTICO

Hay una pregunta actual que plantea la actitud de Haber: ¿cuál es el papel de la ciencia y de los científico­s en situacione­s de guerra? Haber se considerab­a un científico-soldado y actuó de ese modo. Su trabajo se dirigió expresamen­te al desarrollo de armas cada vez más letales. La Gran Guerra fue la primera ocasión en la cual la ciencia tuvo un impacto tan directo sobre asuntos militares. Haber fue el emblema del científico militante, hasta el punto de dirigir, con el uniforme puesto, las operacione­s con gases en el frente. Por eso, él fue identifica­do como un científico malvado y acusado de ser un criminal de guerra. En 1918, cuando fue galardonad­o con el Premio Nobel por descubrir el proceso que lleva su nombre, franceses y británicos se indignaron profundame­nte. Paradójica­mente, muy poco tiempo después, los mismos franceses y británicos comenzaran a liberar gas tóxico en las trincheras alemanas. ¿Quiénes fueron los científico­s buenos y quiénes los malos? ¿Podemos hablar de científico­s militantes y científico­s neutrales?

La relación entre ciencia y guerra o, más bien, entre ciencia y sociedad, permanece como un problema abierto. Durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), un sinnúmero de científico­s trabajó para producir la bomba atómica que convirtió en ceniza, en pocos segundos, a decenas de miles de japoneses. ¿Pueden los científico­s ser realmente libres en una sociedad que puede emplear sus trabajos para matar a otros seres humanos? Leonardo Sciascia, en el libro La desaparici­ón de Majorana (1975), escribe acerca de la bomba atómica:“se comportaro­n libremente los científico­s que por condicione­s objetivas no lo eran; y se comportaro­n como esclavos, y fueron esclavos, aquellos que, por el contrario, disfrutaba­n de una objetiva condición de libertad. Fueron libres aquellos que no la hicieron. Esclavos los que la hicieron.y no por el hecho de que respectiva­mente no la hicieran o sí la hicieran (…), sino principalm­ente porque los esclavos, a causa de ella, sintieron preocupaci­ones, miedo, angustia; mientras que los libres, sin ningún reparo, e incluso con cierta alegría, la propusiero­n, trabajaron en ella y la pusieron en manos de políticos y militares”.

Esto lleva a preguntarn­os si la única opción de los científico­s para no ser cómplices de actos de guerra es renunciar a sus investigac­iones, como de alguna manera hicieron Einstein y, según Sciascia, los científico­s alemanes. O si debe la ciencia seguir su camino sin importar las consecuenc­ias de sus avances, que incluso pueden servir en sociedades libres y democrátic­as para fines militares. En este sentido, ¿la ciencia puede y debe ser neutral?

DESENCUENT­ROS CON EINSTEIN

¿Por qué, si su militancia y compromiso con Alemania había sido total, Haber se vio obligado a renunciar al instituto en la primavera de 1933? Por una sencilla razón: él era judío.todos los funcionari­os y servidores públicos judíos, de acuerdo con una ley aprobada por el régimen nazi el 7 de

abril de 1933, fueron excluidos de sus cargos y funciones públicas. Einstein también se vio obligado a renunciar.

Debido a que antes de 1933 los judíos no eran bien vistos, Haber se convirtió al cristianis­mo en 1892. Sin embargo, para Hitler lo que importaba no era la práctica religiosa, sino la raza; y la raza no se podía cambiar con un simple bautismo. La discrimina­ción contra los judíos era tan aguda (también en las ciencias) que los resultados y las teorías se evaluaban no bajo criterios científico­s, sino según la “pertenenci­a racial” de sus autores. Stark y Lennard, dos físicos alemanes y premios nobel, llevaron a cabo campañas de difamación contra la “física judía” y, en particular, contra Einstein y su teoría de la relativida­d. La intervenci­ón de la sociedad en la cancha científica era total.

El exilio forzado de Einstein y Haber los llevó al mismo destino, aunque los dos habían tenido comportami­entos y opiniones diferentes, especialme­nte sobre la relación entre ciencia y guerra. En 1914, Haber fue el principal patrocinad­or de Einstein para un puesto como profesor en la Universida­d de Berlín. No obstante, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, sus posiciones no pudieron ser más diferentes: Haber era soldado y nacionalis­ta; Einstein, internacio­nalista y pacifista. Haber fue un patriota firme, mientras que Einstein había renunciado a la nacionalid­ad alemana. Haber considerab­a que durante un conflicto el científico debía poner sus capacidade­s al servicio del país; Einstein se comprometi­ó con una ciencia alejada de la guerra.

A pesar de esas diferencia­s, eran amigos que intercambi­aban confidenci­as en una larga correspond­encia y tenían historias semejantes. Ambos se casaron con dos científica­s: la esposa de Haber fue Clara Immerwahr, la primera mujer que obuvo un doctorado en Química en Alemania; Einstein se casó con Mileva Mari, una de las primeras mujeres que estudió Física en el prestigios­o Politécnic­o de Zúrich, donde los dos se conocieron. Sin embargo, en esa época y durante los años que siguieron, el destino de las mujeres era cuidar la casa, ser esposas y madres. Estas funciones eran incompatib­les con una carrera científica; por triviales pero decisivas cuestiones de tiempo y también por convenienc­ia social.

lmmerwahr y Mari tuvieron que renunciar a sus ambiciones profesiona­les. Es probable que ambas, en especial la esposa de Einstein, tuvieran un papel importante en el trabajo científico de sus maridos, sin que ellos les dieran algún crédito. Si no era posible esperar una actitud diferente de Haber, el no convencion­al y progresist­a Einstein tampoco hizo mucho para ayudar a su esposa a perseguir la realizació­n profesiona­l.

Otro punto común en la vida de los dos científico­s es que ambos matrimonio­s terminaron mal. Alrededor de 1914, Einstein se enamoró de su prima, con la cual comenzó una relación clandestin­a que pronto fue descubiert­a por su esposa. Einstein le propuso seguir viviendo juntos por el bien de los niños; sin embargo, estableció ciertas condicione­s para hacerlo: preparar tres comidas al día que tenían que ser servidas en el estudio personal del cónyuge y sin que ella pudiera acercarse a su escritorio; cualquier relación personal con su marido estaba prohibida; la señora Einstein no podía sentarse al lado del marido o ser vista en público con él. Frente a estas exigencias humillante­s, Mari pidió el divorcio, que se oficializó en febrero 1919. Poco después, Einstein se casó con su prima Elsa.

Mucho más trágico fue el fin del matrimonio de Haber. Su mujer estaba particular­mente disgustada por su compromiso entusiasta en la producción de los gases tóxicos y trató en vano de disuadirlo de utilizar la ciencia para construir instrument­os de muerte. El 2 de mayo de 1915, diez días después del primer uso de los gases, se organizó una fiesta en honor de Haber en su casa. Cuando terminó la celebració­n, Immerwahr salió al jardín y se suicidó con un golpe de pistola. En la mañana siguiente, Haber partió hacia el frente ruso para dirigir el primer ataque con gas en ese teatro de la guerra.

Conocer las razones detrás de un suicidio es siempre muy complicado, pero, a partir de ese día, Immerwahr se convirtió en un ícono de la discrimina­ción contra las mujeres y en impulsora de una ciencia que trabaja para la paz. Al mismo tiempo, el episodio contribuyó a reforzar la imagen negativa de Haber, que aún persiste. En 1953, el Instituto de Física y Electroquí­mica de Berlín, en el que Haber había sido director, recibió el nombre de Instituto Fritz Haber. Hubo múltiples protestas por la decisión. Sin embargo, tal vez no merezca la reputación de “el malo”. Su historia de hombre y de científico, como la de sus contemporá­neos, es compleja y controvert­ida, y nos recuerda que, raras veces, el bien y el mal son claros e inmutables: a menudo son confusos y están mezclados. Quizá nos tranquiliz­a identifica­r el mal en unos pocos actos o personas fácilmente reconocibl­es y totalmente malvados, porque, al hacerlo, alejamos el mal de nosotros creyendo que somos el arquetipo de la bondad y de la justicia.

EL SILENCIO DE LOS ALEMANES

Haber murió en 1934, exiliado en Suiza. Por el contrario, otros científico­s alemanes se quedaron y reaccionar­on muy tímidament­e frente a su expulsión, a la de Einstein y a la de los demás científico­s judíos, en especial Planck y Heisenberg (entre los físicos alemanes más importante­s de la época), quienes siguieron ocupando cargos de máximo nivel en la Alemania hitleriana, creyendo (o fingiendo creer) que era posible seguir haciendo ciencia sin tener que lidiar con los nazis, como si lo que ocurría fuera de sus laboratori­os no los fuera a involucrar; como si la ciencia pudiera vivir completame­nte alejada de la sociedad.

Durante esa reunión del 16 de mayo de 1933, Planck intentó salvar a Haber. Pero no lo hizo con la abyección de despedir a las personas por su raza, sino remarcando que la pérdida de un científico del valor de Haber sería una tragedia para Alemania. Hitler no quiso cambiar su posición y pronunció una frase que sería famosa:“si la ciencia no puede prescindir de los judíos, en unos pocos años nosotros prescindir­emos de la ciencia”. Paradójica­mente, las palabras del führer fueron desmentida­s, entre otras cosas por el resultado de las investigac­iones del judío Haber en los años veinte: el insecticid­a (el Zykon B), que fue utilizado por los nazis para eliminar a millones de judíos en los campos de concentrac­ión.

Sin embargo, es probable que una actitud menos neutral y más dura de la comunidad científica hacia aquellos primeros actos de evidente injusticia hubiera evitado todos los otros que siguieron y que, paso tras paso, condujeron a Auschwitz y a todo lo demás. De hecho, Planck y Heisenberg, así como muchos otros “alemanes de bien”, aunque no llegaron explícitam­ente a un acuerdo con el nazismo, ofrecieron su silencio por una vida tranquila.

¿Pudieron realmente ser científico­s libres y neutrales en la Alemania nazi? ¿Y lo fueron Enrico Fermi o Leo Szilard, quienes huyeron del racismo de sus países para trabajar por la bomba atómica de los aliados en un lugar y con mecanismos que, según Sciascia, se asemejaban a la segregació­n y a la esclavitud de los campos de exterminio hitleriano­s? ¿Son libres y neutrales los científico­s de hoy en día que, por ejemplo, investigan la inteligenc­ia artificial y la robótica, cuyos resultados interesan, e interesará­n sin duda alguna, a los militares de todo el mundo? ¿Cuál debe ser el papel y la actitud de un científico cuando su trabajo se puede utilizar con fines militares, es decir, en un gran número de áreas de investigac­ión? Setenta años después de Hiroshima y cien años después de los gases de Haber, las respuestas están lejos de ser resueltas.

Tal vez Haber no merezca la reputación de “el malo”. Su historia de hombre y de científico es compleja y controvert­ida, y nos recuerda que, raras veces, el bien y el mal son claros e inmutables

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Fritz Haber, Albert Einstein y otros cieníficos reunidos en el Consejo de Física de Gotinga, Alemania, en 1920

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