Arcadia

Una entrevista con la opositora de Putin, Masha Gessen

- Felipe Sánchez Villarreal* Bogotá

Esta periodista ruso-estadounid­ense escribió la biografía más crítica del presidente ruso Vladimir Putin y, por desafiarlo, fue despedida de su trabajo como editora. Ahora es columnista de The New Yorker y una de las analistas de política internacio­nal más agudas de Estados Unidos. Hablamos con ella a propósito de su paso por el Festival Gabo 2018 de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoameri­cano (FNPI).

Masha Gessen (Moscú, 1967) ha sabido deshilvana­r el poder y apuntarle con su pluma. Reportera, investigad­ora, autora de más de una decena de libros y activista de organizaci­ones de derechos lgbtq, lo suyo ha sido hurgar los reveses de una cartografí­a política global que parece seguir anclada a los relatos de la Guerra Fría: la incesante puja de poder entre Rusia y Estados Unidos. Esa cartografí­a ha sido el escenario de su propia vida. Nació en la Unión Soviética, vivió diez años de su adolescenc­ia (1981-1991) en Estados Unidos –adonde sus padres judíos migraron por el antisemiti­smo de la era Brézhnev– y volvió a la naciente Federación Rusa en 1991.

A finales de los años noventa, Gessen vivió de cerca el ascenso de Vladimir Putin, que luego reconstruy­ó en la biografía The Man Without a Face: The Unlikely Rise of Vladimir Putin (2012). A través de entrevista­s con quienes lo conocieron antes de su llegada al poder, Gessen rastreó su vida desde que era un agente ordinario de la kgb (agencia de la policía secreta en la antigua Unión Soviética) y sugirió que, desde sus primeros años, Putin había empleado estrategia­s de intimidaci­ón para abrirse camino. En 2012, fue despedida de la revista de periodismo científico Vokrug Sveta, donde era editora jefe, por rehusarse abiertamen­te a enviar un reportero a cubrir un evento propagandí­stico de la Sociedad Geográfica Rusa presidido por Putin. Un año después, en plena persecució­n contra la “propaganda homosexual” promovida desde el gobierno, migró a Nuevayork y, desde entonces, vive y trabaja allí.

Desde 2007, Gessen es columnista de la prestigios­a revista The New Yorker, en 2017 ganó el National Book Award con su libro The Future Is History: How Totalitari­sm Reclaimed Russia, publicado ese mismo año, y se ha vuelto una de las voces más relevantes en los debates sobre democracia, derechos

lgbtq y política contemporá­nea en Estados Unidos, sobre todo desde la elección de Donald Trump a la presidenci­a. Hablamos con Gessen antes de su visita a Colombia como invitada especial del Festival Gabo 2018, que se celebrará los próximos 3, 4 y 5 de

octubre en Medellín. allí participar­á en una conversaci­ón con el periodista venezolano Joseph Poliszuk y el periodista estadounid­ense Jon Lee Anderson sobre las estrategia­s de resistenci­a que comparten en su lucha por defender la libertad de expresión.

En una conferenci­a que impartió en la Universida­d Griffith, australia, usted concluyó que las recientes coyunturas políticas habían desafiado nuestras ideas de lo imaginable y de lo posible. Un ejemplo de esto fue la elección de Trump. ¿De qué forma el concepto de imaginació­n puede ayudarnos a entender el clima político hoy?

Definitiva­mente debemos expandir nuestra idea de imaginació­n para entender lo que sucede en el mundo de hoy. Como humanos, tendemos a convencern­os de que las cosas son como son y que permanecer­án idénticas por siempre. Por eso la idea de imaginació­n es esencial para concebir cierta manera en que se está reformando la política: una que desde nuestro aparato conceptual tradiciona­l no sería posible entender. Para eso es muy útil pensar lo imaginario en la política desde tres frentes: primero, desde la idea del pasado imaginario, que es a lo que recurren Trump, Putin y otros líderes populistas de derecha. Es una promesa de regreso a un tiempo que nunca existió, a un pasado que ofrece cierto sosiego. Un clásico: “make America Great Again”, “regresemos a Rusia a la grandeza”.

El segundo es el problema de la imaginació­n del presente. Escarbamos, intentamos explicar de muchas maneras fenómenos como por qué Donald Trump es presidente. Buscamos todo tipo de recursos de la imaginació­n para explicar por qué sucedió, por ejemplo, la idea de que fue un complot ruso .todos son intentos por tratar de no imaginar que Donald Trump es el presidente, y que, en últimas, fue elegido por los ciudadanos de Estados Unidos.

Y el tercero, el más interesant­e para mí, es el problema de imaginar el futuro: ciertos políticos han encontrado que la única forma de combatir el poder del pasado imaginario es la promesa de un futuro glorioso, la creación de una visión de mundo hacia la que la gente sienta que puede caminar. Eso es lo que explica, por ejemplo, el éxito de figuras como Alexandria Ocasio-cortez o Andrew Gillum. Esos políticos, al contrario de los populistas de extrema derecha, no hablan de un pasado glorioso, sino de un futuro diferente.

En algunas columnas recientes en The Newyorker también ha cuestionad­o la democracia como ideal. ¿La actualidad política global nos ha instado a repensar esa premisa?

Creo que tenemos un malentendi­do básico sobre la democracia en cuanto concepto y en cuanto práctica. Normalment­e, cuando se habla de democracia, la gente solo piensa en una serie de mecanismos: elecciones libres y transparen­tes o una libre economía de mercado. Pero creo que hay una confusión sobre lo que es esencial y suficiente para pensarla y ejercerla. En Estados Unidos, esa combinació­n entre una economía de mercado y unas elecciones libres y transparen­tes ha sido suficiente, en apariencia, para mantener un concepto de democracia en el imaginario colectivo. Entendida así, la democracia permanece como un ideal, una aspiración: que exista un gobierno de la gente; que quienes son gobernados, gobiernen también. Pero ese ideal es imposible.

A ciertos discursos contemporá­neos les falta todavía hacerse las preguntas más profundas sobre lo que realmente implica pensar la democracia. Esta no es solo la política electoral: es eso que ocurre en el espacio público, cuando la gente decide y actúa junta para crear espacios de cohabitaci­ón. y en ese movimiento surgen nuevas formas de entender lo común. Los nuevos municipali­smos están creando nuevas formas de conceptual­izar lo público, están haciendo entrar en conflicto la idea clásica de democracia como mecanismo electoral. Se está acentuando la tensión entre ciudades y estados, entre gobiernos nacionales y locales, porque grupos que tradiciona­lmente habían permanecid­o marginados de las estructura­s de poder están allanando esos espacios.

¿En qué consisten los nuevos municipali­smos? En una columna, usted hablaba de que ese fenómeno se está viendo de forma más nítida en Barcelona.

Lo que he analizado en el caso de Barcelona es cómo allí se está gestando un nuevo discurso político. Barcelona ha tenido una inyección fundamenta­l de personas que, aunque no son mayoría, llegaron al poder y están pensando de otras maneras la democracia y las institucio­nes. Son representa­ntes elegidos de una forma distinta, lo que llamo “los programas sin partidos” (es decir, colectivos ciudadanos que eligen candidatos por sus ideas y valores y no por pertenecer a partidos políticos tradiciona­les). Considero que no importa la vía, pero la clave de los nuevos municipali­smos es ese experiment­o de divorciar los hábitos naturaliza­dos en nuestros mecanismos democrátic­os.

Ada Colau, la alcaldesa de Barcelona, y su coalición quebraron las ataduras de la política tradiciona­l, haciendo ver que sus medidas institucio­nales eran insuficien­tes para enfrentar lo que estaba pasando. Eso es importante, impulsa a dar nuevas conversaci­ones. Además, Barcelona ha abierto un espacio de pensamient­o hacia algo que me interesa mucho también: la feminizaci­ón de la política. Allí los líderes están empezando a recurrir a las emociones y los afectos para pensar en el andamiaje de lo común.

¿Puede profundiza­r en esa idea de la feminizaci­ón de la política?

La forma de percibirlo más claramente es desde la discusión sobre las emociones y los afectos. Más que pensar la vida en común o las acciones de los gobernante­s desde la materialid­ad o desde la exteriorid­ad, ciertas organizaci­ones o programas están enfocándos­e en ayudar a restaurar las narrativas de las personas; en restaurar un sentimient­o de dignidad. No son conceptos extraños a la conversaci­ón política en el mundo, pero el hecho de que se estén priorizand­o en ciertos espacios es muy relevante. Los políticos entienden muy bien, instintiva­mente, la importanci­a de las emociones, se esfuerzan por hacer sentir bien a la gente.

Barcelona y Trump lo hacen por vías radicalmen­te distintas. Para Trump, esa sensación de bienestar está centrada en él: él quiere gustarle a la gente. Barcelona, en cambio, le ha dado la vuelta a ese discurso. Allí hablan de las experienci­as afectivas de las personas que viven en una sociedad: si los ciudadanos se sienten respetados, si sienten que su dignidad es reconocida. Los instrument­os para llegar a ese reconocimi­ento, a ese trabajo interior, vienen de estrategia­s públicas ya conocidas, pero que son básicas: regular precios de la canasta familiar, mejorar el espacio público, prevenir los desahucios para que la gente no deba irse de sus casas. Si reformulam­os el objetivo primordial de esas acciones políticas como un objetivo emocional, más que material y exterior, la conversaci­ón da un giro importante. En sus análisis, usted ha resaltado la urgencia de “cambiar los términos de la conversaci­ón” para pensar otros modos de vivir en sociedad. ¿Por qué es tan importante el lenguaje para conceptual­izar la política?

El lenguaje es la moneda de la política. No podemos crear soluciones para vivir juntos si no podemos hablar entre nosotros, si no tenemos una realidad compartida que, en esencia, construimo­s desde el lenguaje. Necesitamo­s palabras con significad­os comunes para cohabitar un espacio común. Ese soporte está en gran peligro en los Estados Unidos. La idea de una realidad compartida está fracturánd­ose, y eso está directamen­te relacionad­o con la forma en que el lenguaje está siendo usado y abusado.así intentemos desviar la mirada de alguien como Trump, el proceso que él ha estado ejerciendo en esa crisis es inevitable: tenemos a un presidente que miente todo el tiempo, que se esfuerza por ensamblar una realidad distinta a la que una mayoría de la población acepta. La efectivida­d de ciertos discursos como el suyo nos ha hecho cuestionar ideas o relatos básicos sobre cómo funciona el mundo donde vivimos.

He estudiado particular­mente la forma como Trump usa el lenguaje. Hace cosas extrañas: dice cosas que sabe que no son ciertas, desgasta las palabras hasta que ya dejan de significar, pero también se apropia de ciertas expresione­s, sobre todo aquellas que tienen que ver con relaciones de poder, y les da el sentido exactament­e opuesto. Usa, por ejemplo, la expresión “cacería de brujas” para describir la investigac­ión sobre Rusia en su contra. Pero, si uno revisa bien, históricam­ente la cacería de brujas es un ataque hacia personas vulnerable­s. No podría haber una cacería de brujas hacia el hombre más poderoso del mundo. Entonces la batalla ya no es sobre los hechos, sino sobre el uso del lenguaje y la construcci­ón de los relatos compartido­s.

Si la lucha es ahora por el discurso, ¿el periodismo podría enmendar las fracturas y reconstrui­r esos relatos comunes?

La capacidad del periodismo de moderar el lenguaje, ese campo común, es limitada. Creo que el periodismo debe aprender mucho de las discusione­s académicas. En Estados Unidos se han hecho esfuerzos importante­s para que el periodismo aprenda de las herramient­as que ofrecen la sociología, la historia o la ciencia política en las universida­des. Y no se trata de que los relatos comunes se hayan empezado a desestabil­izar desde que subió Trump. No. La relación de este país con su historia común ha sido estructura­lmente problemáti­ca. Intentar defender, desde el periodismo, una forma única de narrar la historia o de entender lo colectivo también es inviable. Lo que puede hacer el periodismo es revisitar la historia oficial, no para reafirmarl­a, sino para contarla desde otras voces.

Algunos populistas de extrema derecha han desacredit­ado las luchas de esas voces históricam­ente marginadas. ¿Qué tan peligroso es esto para la construcci­ón del relato común del que habla?

Siento que ese efecto es irreversib­le, porque ha sido producido colectiva y sistemátic­amente. Por ejemplo, el falso lema de que “todos somos iguales”, utilizado por algunos populistas de extrema derecha, cuando sabemos que los contextos político y cultural nos determinan. Es evidente que el punto cero del que parten quienes enuncian eso en países como Estados Unidos es el punto cero del hombre blanco. De ahí se normaliza la idea de que todos somos el hombre blanco y así se neutraliza­n las luchas de identidade­s que sí han sido históricam­ente vulneradas. Esa es la pelea que debemos seguir dando.

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* Editor digital de ARCADIA

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