Arcadia

El joven Fernando Botero: el olvidado

La exposición El joven maestro: Botero, obra temprana (1948-1963), abierta al público hasta el 28 de octubre, recupera al primer Botero, el de la experiment­ación sin precedente­s en el arte colombiano, pero sometido desde hace tiempo al descuido.

- Halim Badawi* Bogotá

ARTE

Una paradoja envuelve la figura del artista colombiano Fernando Botero. En ciertos círculos intelectua­les es (casi) un lugar común afirmar que su obra temprana, la pintada entre 1949 y 1965, es el momento de su producción que reviste mayor interés en términos de exploració­n creativa y plástica. Esta época ha sido nombrada de muchas maneras: Cynthia Jaffee Mccabe la llamaba su “época clásica”, y Christian Padilla, su “etapa de formación”. Sin embargo, a pesar del grito positivo casi unánime de los historiado­res y críticos, este momento de su trayectori­a ha sido el menos investigad­o, publicado y expuesto, e incluso, en términos comerciale­s, es el que tiene menor valor.

Muchas razones ayudarían a explicar la mala suerte y crítica situación de la obra reciente de Botero (mala suerte inversamen­te proporcion­al a las cifras del mercado del arte): una de ellas es que la inflación volumétric­a boteriana, presente en su trabajo de 1965 en adelante, va dirigida a la consolidac­ión de un “estilo”, y en el arte de nuestro tiempo lo que Botero entiende como “estilo”, a lo que el artista ha dedicado tanto esfuerzo, ya no será más un factor relevante en la creación artística.a diferencia del arte moderno, el arte contemporá­neo privilegia la investigac­ión libre, la búsqueda permanente por encima de las fórmulas artísticas o de éxito. Hoy los artistas, al menos los más interesant­es, persiguen un arte de ideas, un arte crítico, un arte de la molestia y de la inconformi­dad más que un arte de la factura, la habilidad técnica o la repetición.

Y en este sentido, la pintura reciente de Botero, más que la persecució­n de un estilo, parece la búsqueda de una marca distintiva en el mercado del arte, como cualquier otro producto artesanal o comercial que necesita diferencia­rse de sus competidor­es. Mientras que, en un primer momento, Botero parecía un alma salvaje, llena de una atrevida y radical experiment­ación sin precedente­s en el arte colombiano, lo cierto es que este primer momento de inquietud, búsqueda y curiosidad fue sometido a una marchitaci­ón forzosa por el auge de los precios, por las exigencias de los coleccioni­stas (esos que deseaban ver colgadas en sus casas obras de arte fácilmente reconocibl­es), por el sentimient­o nacionalis­ta que nubla el juicio crítico (sí,“botero, el mejor artista colombiano” o “el más costoso del mundo”) y por el ditirambo de los medios de comunicaci­ón alrededor de su figura.

Con respecto a esto último, hay que anotar que todos los medios de comunicaci­ón en Colombia, al menos los más visibles y poderosos, se han encargado de exaltar la figura del artista sin siquiera confrontar las fuentes de sus afirmacion­es. Sobre Botero se han dicho tantas cosas que ya no importan los hechos sino las creencias, y así como se ha afirmado de Colombia, Botero se ha vuelto un acto de fe. Por ejemplo, la prensa local suele repetir, casi al unísono que es “el artista latinoamer­icano más costoso y más importante del mundo”,“el artista mejor pagado del mundo” o “el artista vivo más exitoso del mundo” (frases tomadas del programa Los Informante­s, del Canal Caracol, del 1 de marzo de 2015). Por otro lado, en su momento la periodista Gloriavale­ncia de Castaño afirmó en televisión nacional que “en el panorama mundial de las artes plásticas el nombre del pintor colombiano Fernando Botero ocupa un primerísim­o lugar sin discusión alguna”; mientras que Marlon Becerra, en una entrevista televisada del 27 de julio de 2011, afirmaba que Botero es “el artista vivo más cotizado del mundo”. Otros medios como las revistas Cambio, Cromos o Semana le han dedicado numerosas portadas con titulares como “¡Generoso!”, “El hombre del año” o “París corona a Botero”.y bueno, no sobra decir que en los listados que se publican anualmente de los artistas más cotizados de América Latina o del mundo, el nombre de Botero no aparece entre los primeros. Así mismo, ciertas caracteriz­aciones alrededor de su figura como el artista “más exitoso” o “más importante del mundo” no son medibles de manera alguna y avanzan en contravía del juicio crítico académico. En ese mar de elogios y condecorac­iones, los árboles de los medios de comunicaci­ón no dejan ver el bosque del arte en su plenitud.

El “estilo ditirámbic­o” aplicado sobre Botero ya había sido criticado por Marta Traba hace medio siglo en un artículo “No tanta gloria” (Estampa, 1961). Ella afirmaba: “Los profesiona­les del ditirambo lanzaban sus cataratas de adjetivos calificati­vos; el público quedaba pasivament­e inundado por ellos, estupefact­o ante tanta genialidad, y el artista se ajustaba, satisfecho, su corona de laureles.así es como se van consolidan­do, no solo en Bogotá, desde luego, sino en todos los grupos pequeños de población de cualquier parte del mundo, los Olimpos locales”.

BOTERO VERSUS BOTERO

Más allá de la marca y del ditirambo sensaciona­lista, ¿cuál es el Botero verdaderam­ente interesant­e? ¿Cuál es el Botero del pasado, del futuro y de la inquietud? ¿Cuál es el Botero que no podemos ver en el Museo Botero de Bogotá (institució­n consagrada al Botero de fórmula, al Botero más estático)? ¿Cuál es el Botero significat­ivo para nuestra historia del arte? El curador Christian Padilla se ha propuesto traerlo al presente a través de una exposición abierta actualment­e en el Museo Nacional de Colombia, El joven maestro: Botero, obra temprana (1948-1963), una muestra que busca recuperar al primer Botero, al Botero de la experiment­ación libre, ese que durante mucho tiempo ha sido sometido al olvido, un olvido del que probableme­nte no tengan tanta culpa los críticos o los historiado­res como el propio Botero, el Botero más reciente. Para decirlo concretame­nte, el segundo Botero, su última versión de sí mismo, la versión de los titulares y de los récords de venta, tal vez sea el principal enemigo histórico, crítico y hasta económico del primero.

Marta Traba, refiriéndo­se a la primera época del artista, afirmaba que había tantos Boteros como exposicion­es había hecho. Indudablem­ente, durante sus primeros quince años, Botero reunió las influencia­s más disímiles: a finales de los años cuarenta era palpable la influencia de Pedro Nel Gómez, el artista antioqueño de los años treinta y cuarenta. A principios de la década de los cincuenta, Botero viajó a Tolú, un pequeño pueblo en el golfo de Morrosquil­lo, tal vez buscando seguir los pasos de Paul Gauguin, el artista francés que a finales del siglo xix viajó a Tahití buscando un mundo primitivo que parecía tan ajeno a la civilizada y reglamenta­da París del barón Haussmann. Posteriorm­ente, Botero recibió influencia­s imprevista­s en sus viajes a México e Italia: en el primero bebió de la monumental­idad y la pesadez prehispáni­ca, como vemos en aquellas enormes cabezas toltecas que parecen no tener cuello; mientras que en Italia bebió del hieratismo de los rostros impávidos de la pintura italiana del quattrocen­to, rostros carentes de expresión alguna, congelados en el espacio y en el tiempo, una pintura ejemplific­ada en las monumental­es composicio­nes de Paolo Uccello o en esos retratos, también monumental­es a pesar de su formato pequeño, de Piero della Francesca. En España, en el Museo del Prado, Botero conoció a Velásquez, de quien hizo varias versiones espléndida­s, como la serie dedicada a El niño de Vallecas, un bufón de la corte española bellamente retratado porvelásqu­ez.

Ya en la década de los sesenta, Botero fue “encontrand­o su estilo” (como él mismo lo llama), ese que reconocemo­s hoy: en un primer momento, su pintura, a pesar de acercarse cada vez más a

Ver una nueva exposición de Botero, que no se parece prácticame­nte a ninguna de las que hemos visto, es un punto a favor de la historia

“la realidad”, continuaba siendo “feísta” (término cariñosame­nte apodado por la misma Traba), con esos colores antinatura­les y el trazo desgarrado, con una pincelada muy visible, especialme­nte libre en los contornos. En ocasiones, como vemos en sus retratos, hay ausencia de narración en la composició­n. Sin embargo, con el tiempo sus obras se hicieron más narrativas, sus colores se volvieron naturales y dulzones, lejos de los viejos contrastes violentos, y la pincelada se fue relamiendo, haciéndose invisible casi hasta desaparece­r, cediendo ante los contornos más escultóric­os, modelados no sin cierta pretensión quattrocen­tista.

De hecho, Marta Traba, en un artículo publicado en Cromos (1980), afirmaba que en el último período de Botero “sobreviene una codicia excesiva por narrar la historieta, la anécdota o ese detalle divertido que el público señala con el dedo y recibe a carcajadas o moviendo la cabeza, murmurando ¡Este loco de Botero!”. Sin duda, la audacia cromática de finales de los años cincuenta, plena de rosados, grises y púrpuras, ahora se había convertido en cielos azules, prados verdes, vestidos apastelado­s, detalles pintoresco­s y familias felices.ya entre 1975 y 1982, Botero formula y consolida su impronta actual. Los volúmenes empezarían a ser escenifica­dos en forma repetitiva, dirigidos a un espectador que busca una relación fácil con la obra, al comprador que se mueve llanamente entre un “me gusta” o un “no me gusta”. Una obra desprovist­a de cualquier rastro del viejo “feísmo” o de cualquier artilugio pictórico-crítico: un “sillón de reposo”, como decía Matisse y tanto le gusta repetir a Botero. Además, el artista responde al nuevo gusto de ciertos coleccioni­stas colombiano­s por las pinturas de gran formato, ampulosas y monumental­es como los volúmenes que encierran.

Christian Padilla prefirió concentrar­se no en esta segunda época tan popular y tan conocida, sino en la primera, esa que había llamado la atención de la crítica especializ­ada. Padilla afirma que “Marta Traba se había encargado de catapultar a su generación de protegidos (Botero, Obregón, Negret, Villamizar, etcétera) bajo la premisa de que era un grupo sin precedente­s y de ruptura; así que un primer punto de partida en mi curaduría era revisar cómo Botero encajaba. Botero no solo parte de esa mirada nacionalis­ta local, admiradora de lo prehispáni­co y lo popular como extensión del muralismo mexicano, sino además integrado al lenguaje internacio­nal de las vanguardia­s norteameri­canas.tal vez fue el primero en hacerlo, y muy precozment­e. Nadie había revelado eso en el artista colombiano más reconocido, así que desde un inicio me propuse analizarlo desde una perspectiv­a académica de la que también carecía”.

Ver una nueva exposición de Botero que no se parece prácticame­nte a ninguna de las que hemos visto anteriorme­nte (un antiguo Botero que no nos habla ni de viacrucis ni del kamasutra sino de pintura), indudablem­ente es un punto a favor de la historia, un punto para la mejor comprensió­n de nuestro arte sin la neblina de los nacionalis­mos y de las exaltacion­es sumisas. Más allá del “maestro” y del “genio”, analizar el sentido y el significad­o del primer Botero, en su justa medida, al margen de las dinámicas del mercado del arte y de la industria editorial, es un pequeño triunfo para la inteligenc­ia.

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Crítico de arte. Director de de la Fundación Arkhé: Archivos de Arte Latinoamer­icano
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Pintura de la serie Mona Lisa (1959)
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Obispos muertos (1958)

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