Arcadia

Curar la antioqueñi­dad: el caso del Museo de Antioquia

- Ángel Unfried* Bogotá

El Museo de Antioquia y su colección histórica desafían las destrezas de cualquier curador con una visión contemporá­nea del arte, al establecer nuevos diálogos entre obras de distintos tiempos y espacios. La curadora jefe busca hoy el equilibrio entre cuidar las coleccione­s y trabajar con las comunidade­s.

Lo primero que Nydia Gutiérrez hizo cuando llegó a Medellín en 2012 para asumir el cargo de curadora jefe del Museo de Antioquia fue pedir seis meses de baja intensidad para familiariz­arse con la colección y entender lo que significab­a la palabra “Antioquia”. Su acento venezolano es inflexible al remitirse a lo que descubrió tan pronto arribó a la región.

A pesar de que tengo una relación tan larga con Colombia, nunca había venido a Medellín. Llegué muy cerca de la celebració­n del bicentenar­io del departamen­to y decidimos hacer la plataforma Antioquias.tuve la suerte de trabajar con el historiado­r Juan Camilo Escobar, cuya tesis doctoral en la Sorbona se llama “La construcci­ón de los imaginario­s de identidad de la gente antioqueña en el siglo XIX”. Creo que es de todos conocido lo bien acabaditos que están los estereotip­os sobre lo que es ser paisa; el paisa está perfectame­nte definido, pero lo antioqueño es más complejo. Cuando empiezas a mirar, caes en cuenta de que los paisas son un mínimo porcentaje de los antioqueño­s, un fragmento que no incluye ni afros, ni indígenas, solamente católicos, blancos, religiosos, hombres correctos de familia.

Ese libreto de lo paisa refleja fielmente la descripció­n que Tomás Carrasquil­la hizo con sorna en su Autobiogra­fía de 1915: “Mis padres eran entre pobres y acaudalado­s, entre labriegos y señorones, y más blancos que el rey de las Españas, al decir de mis cuatro abuelos.todos ellos eran gentes patriarcal­es, muy temerosas de Dios y muy buenos vecinos”. Cien años después de ese retrato familiar, Nydia Gutiérrez llegó por primera vez a un departamen­to que abrazaba la berraquera de los labriegos con la misma vehemencia con la que pretendía borrar de sus narrativas y representa­ciones al 12 % de su población por no ser blanca.

En cuanto a la colección, a pesar de que el encuentro con las infaltable­s piezas de maestros de los siglos xix y xx parecía reproducir ese imaginario construido alrededor de lo paisa y cerrar la posibilida­d de aproximars­e a la Antioquia plural que sugería el nombre de la plataforma, Gutiérrez levantó su proyecto sobre esa base para establecer un diálogo entre miradas y tiempos a primera vista disonantes.

En el museo tenemos la obra de baluartes de la antioqueñi­dad, como Francisco Antonio Cano, Pedro Nel Gómez, Eladio Vélez, Marco Tobón e incluso Botero, que es uno de los grandes pintores del siglo XX. Pero también hay piezas de artistas actualment­e activos, como Libia Posada, Fredy Alzate, Pablo Mora y Edwin Monsalve. Una colección así da cuenta de una parte esencial de la historia, pero a partir de ello es necesaria una revisión del modo como se ha construido la noción de territorio, las formas en que ciertas minorías han sido invisibili­zadas, y establecer conexiones como, por ejemplo, África en Antioquia.

Conocí a Nydia Gutiérrez en el módulo de curaduría que dicta en la maestría en Museología y Gestión del Patrimonio de la Universida­d Nacional. Con su ácido humor, antes de pasar a la experienci­a conjunta de maquetar una exposición a escala, recorrió la trayectori­a que la ha llevado por importante­s entidades culturales del continente, como el Museo de Bellas Artes de Caracas, la Fundación Nuevo Museo Nacional del Perú y el Centro Venezolano de Cultura en Bogotá, y dejó clara su visión del rol curatorial a partir de la evolución histórica del museo.

Como la mayoría de las institucio­nes culturales, el museo es un hijo de la Ilustració­n.al igual que la biblioteca y los jardines botánicos, el museo surgió en el siglo XVIII por ese espíritu ilustrado que hizo necesario abrir a la llamada “visión de pueblo” esas coleccione­s que antes habían sido propiedad privada. En el siglo XIX, a pesar de estar abiertas, estas coleccione­s no lograban atraer a ese pueblo; además, estaban en pleno auge las transforma­ciones de las colonias en América, procesos tan singulares que muchas veces llevaron al colonizado a estar mejor adaptado que el colonizado­r, lo que en este caso se tradujo en museos hechos a la europea. En el siglo XX, el sistema norteameri­cano estableció que el apoyo del gobierno llegara en la medida en que los índices financiero­s crecieran. El museo conservado­r del siglo XVIII había dado paso al museo educador del XIX y la primera mitad del XX, pero después de los años sesenta pasó de ser educador a ser comunicado­r, un museo que necesitaba conectarse con las grandes audiencias. Hoy entendemos por contempora­neidad las relaciones del

museo con sus audiencias, ese equilibrio definitivo entre cuidar las coleccione­s y trabajar con las comunidade­s. Esa horizontal­idad es la marca del museo contemporá­neo. Con la obligación de comunicar y, tras siglos sin haberlo logrado, surge en el seno de la institució­n la profesión del curador.

Mientras Nydia hurga con precisión en los resquicios de una historia que parece entrar a un nuevo periodo de reescritur­a, le pido que recite esa frase memorizada que ha repetido en cada sesión de la maestría para delimitar el lugar del Museo de Antioquia en medio de esas tensiones.

Somos un museo contemporá­neo de arte que guarda la colección histórica más importante de la región. La contempora­neidad es de la institució­n y no de su colección. Entendiend­o contempora­neidad como un balance entre el cuidado por la colección y la atención al entorno, a sus comunidade­s.

Me pide que la anote –aunque estoy grabando– y me la repite dos veces, letra por letra. No se ha sacado de la manga esta frase de batalla. No solo coincide con otras incisivas sentencias suyas, sino que remite a curadores que han recorrido caminos similares en otros museos. Le recuerdo que en su tercera clase dijo que “ser contemporá­neo era aún más retador en una institució­n que guarda una colección histórica valiosa”.

Esa es una cita de Manuel Borja-villel, curador del Reina Sofía, que me parece dicha para nosotros, porque tenemos que evitar caer en la esclerosad­a idea del museo de la Ilustració­n que se queda en el pasado y que tiene su obligación exclusiva con él. No hay manera de considerar una condición temporal que no sea cambiante. Si quieres ser un museo histórico, tienes que cuidar el presente para que, en el futuro, puedas hablar del hoy como el pasado.

El museo ha concretado ese diálogo entre el pasado y el presente a través de una serie de proyectos que no solo superponen los tiempos, sino también los espacios. La ubicación del museo en el antiguo Palacio Municipal de Medellín, en pleno centro de la ciudad, reclama una relación abierta con el contexto urbano. Para Nydia, arquitecta de formación, el trabajo curatorial está marcado por una profunda comprensió­n del espacio, tanto el de las salas como el del entorno.

Hemos enfocado el trabajo del museo tanto hacia el interior como hacia afuera. Por iniciativa de la directora, María del Rosario Escobar, junto con Carolina Chacón, como curadora adjunta, y los curadores asistentes, Juan Camilo Castaño y Julián Zapata, creamos el proyecto Museo 360, que comprende actividade­s como Residencia­s Cundinamar­ca, La Consentida y Viva la Plaza, las cuales nos han llevado a trabajar directamen­te con fotógrafos del sector, con trabajador­as sexuales, con universida­des. Salir de las paredes del edificio no solo nos ha llevado a reconocer la actividad urbana del centro de la ciudad, sino también a conectarno­s con la periferia, espacios donde los jóvenes se valen del grafiti, del rap y de otras formas de expresión como mecanismo de resistenci­a. La mayoría de desplazado­s que conforman el cinturón periférico de la ciudad son campesinos y eso también está muy presente en la configurac­ión de este entorno. En estos proyectos, el objeto artístico ha cedido el espacio a las relaciones de orden simbólico que configuran ciudadanía y construyen el tejido social. Ese es el centro de nuestra curaduría.

También dentro de las salas el esfuerzo por conectar con ese público que circula a diario alrededor del edificio, pero que rara vez atraviesa la puerta del museo, ha supuesto el doble desafío de mantener vigentes las piezas históricas al tiempo que se buscan nuevas propuestas para ampliar la colección.

Lo que estamos haciendo es entablar diálogos. Por ejemplo, como reflexión de las causas del conflicto, la exposición Medellín, una historia colombiana generó un hilo fantástico entre grabados de Carlos Correa y piezas posteriore­s del Taller 4 Rojo. Con treinta años de diferencia, Correa ya veía con lucidez y abordaba con una clara posición política los problemas del país. Estos grabados se pueden leer desde hoy, porque, lamentable­mente, muchos problemas siguen siendo los mismos. Hay muchas maneras de actualizar esas lecturas, sobre todo si las pones en diálogo con obras producidas por artistas de hoy: hay afinidades de pensamient­o y de estructura­s poéticas que permiten ubicarlos como pares aunque haya cincuenta o sesenta años de distancia.

Los años que separan a esas generacion­es también marcan dos momentos muy distintos para la actividad artística en Medellín. Para cualquier mirada al panorama de la ciudad hace cuatro o cinco décadas resulta inevitable hacer alusión a las Bienales de Arte de Coltejer, realizadas en 1968, 1970 y 1972, y a la figura central del carismátic­o curador Alberto Sierra desde los años setenta. En la actualidad, los nuevos circuitos, formas de circulació­n y difusión, espacios independie­ntes y propuestas estéticas alternativ­as imponen un ritmo y un lenguaje tan distintos que por momentos amenazan con desnudar esa “esclerosad­a” situación del museo como institució­n a la que se refiere Borja-villel. Ante ese riesgo, esfuerzos como los del mamm o el mismo Museo de Antioquia por innovar parecen ser el camino.

Diría que es un buen momento, tal vez no un punto tan alto como aquella época. En nuestras salas permanente­s quisimos mostrar el panorama de lo que había en las bienales, que definitiva­mente fueron un revolcón maravillos­o para actualizar a los artistas antioqueño­s y nacionales con lo que pasaba en el resto de América Latina. Hoy, Medellín ha tratado de hacer algo parecido con esfuerzos especiales para la actualizac­ión y conexión con el mundo del arte a través de proyectos como los MDE del Museo de Antioquia. Quizá hace falta un poco más de riesgo, pero hay un campo creciente. Es muy importante que haya un museo de arte moderno; uno contemporá­neo de arte, que incluye arte histórico; uno de ciencias, como Explora.también está empezando un movimiento de galerías que van más allá de ser simples vendedoras de arte. Si hablamos de espacios grandes, Medellín está muy bien en ese sentido. Es en la conexión con otras institucio­nes, en el riesgo y en la apertura a nuevas propuestas desde los espacios establecid­os, donde aún queda mucho por hacer y sigue pesando la tradición conservado­ra de la ciudad. Falta más radicalida­d en Medellín.

En una entrevista, el antes mencionado Borja-villel, uno de los curadores con mayor influencia sobre el trabajo de Nydia Gutiérrez, se refirió al museo como un servicio público, como un hospital del que la gente debe salir mejor de lo que entra. La incertidum­bre respecto a la forma que irá tomando la llamada “economía naranja” en las institucio­nes públicas abre dudas sobre el futuro inmediato de esa vocación de servicio que supone propuestas arriesgada­s y no necesariam­ente competitiv­as en términos de mercado.

Esa es una pregunta fundamenta­l que tendríamos que estar haciéndono­s todos los jugadores en este gobierno. Creo que lo primero es detenerse un poquito en la noción de campo. La curaduría no se ejerce en el vacío, es un sistema en el campo del arte, y los agentes que lo dinamizamo­s somos muchos: los artistas en primer lugar, los curadores, los museos, las institucio­nes culturales, el mercado del arte, las galerías, las ferias, la crítica y las escuelas. El mercado cumple una labor fundamenta­l, la de garantizar la subsistenc­ia de los artistas, porque normalment­e en nuestros modelos de país no hay una responsabi­lidad por parte del Estado. Pero como estamos hablando del campo del arte, uno no puede olvidar cuál es el centro y la razón de ser del sistema: lo simbólico; producir miradas y visiones inéditas de la realidad. Repito: el principal capital del sistema del arte es de orden simbólico, y si la economía naranja se centra en la razón utilitaria, en el capital contante y sonante, estaría desviando el centro del campo y el artista dejaría de ser artista.

Contante y sonante. La voz de Tomás Carrasquil­la en su novela Grandeza (1910) parece atravesar intacta más de ochenta años para advertir ese riesgo ante la amenaza de lo incurable: “Medellín, la mercadera, la juiciosa, la levítica. ¡Siempre los felices israelitas, mediante este Moisés del dólar, pasando los mares rojos a pie enjuto! (…) Esta ciudad, tan monótona y retraída en tiempos ordinarios en que solo la mueven la corriente de la devoción o la del agio”.

“Si quieres ser un museo histórico, tienes que cuidar el presente para que, en el futuro, puedas hablar del hoy como el pasado”

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*Editor general del Estudio de contenidos de Grupo Semana. Exdirector de El Malpensant­e
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Cargamontó­n, performanc­e del colectivo artístico El Cuerpo Habla, que tuvo lugar en el Museo de Antioquia en marzo de 2018.

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